Capitán de navío (50 page)

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Authors: Patrick O'BRIAN

Tags: #Narrativa Historica

BOOK: Capitán de navío
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—Yo estoy completamente convencido, señor Goodridge.

—Eso arruinó mi carrera —dijo, con una furiosa mirada, recordando el pasado—. Eso arruinó mi carrera; pero volvería a hacerlo… ese cerdo despreciable, ese… pero no debo blasfemar, era un pastor. Desde entonces no he hablado de esto con mucha gente, pero pienso que algún día publicaré
The Phoenix Impartially Considered, A Modest Proposal
(El Fénix considerado objetivamente; una modesta propuesta)
y firmaré como oficial de alto rango de la Marina, lo que levantará revuelo en algunas instituciones que podría mencionarle, pero les hará cambiar totalmente de opinión. Según mis cálculos, teniendo en cuenta el Fénix, veremos un cometa en 1805, doctor. No puedo decirle en qué mes, porque Ussher tiene dudas sobre la duración exacta del reinado de Nabonid.

—Lo espero con ansia y gran interés —dijo Stephen, y entonces pensó: «Quisiera que pudieran prever también el final de esta espera».

Luego, al sentarse junto a su paciente para tomarle el pulso, se dijo: «¡Cuánto temo el encuentro! Y sin embargo, ¡qué difícil me resulta esperar!».

En el lejano rincón de la enfermería se oyó el murmullo de la conversación que volvía a empezar; los hombres estaban acostumbrados a la presencia del doctor, y también a su ausencia —más de una vez un compañero había llevado allí el grog prohibido, pasando por delante de él, sin que se diera cuenta—, y el doctor no les molestaba. Ahora dos escoceses de la región de Highland le hablaban a un irlandés en gaélico, muy despacio y repitiendo las palabras, mientras éste, con la espalda desollada, permanecía boca abajo.

«Puedo entenderles mejor cuando no les presto ninguna atención» pensó Stephen, «cuando no me esfuerzo ni trato de aislar las palabras. Es el niño con pantalones largos el que entiende, yo cuando estaba en Cahirciveen. Creen que vamos a anclar frente a los
downs
antes de las ocho campanadas. Espero que tengan razón; espero encontrar a Dundas.»

Tenían razón. Y antes de que el
Polychrest
se hubiera detenido por completo, oyó al centinela gritarle a un bote y después la respuesta
«¡Franchise!»,
que indicaba que su capitán subiría a bordo. El silbato del contramaestre; el saludo con el respeto que se debía a un capitán de navío; pasos apresurados por encima de su cabeza y luego el mensaje: «El capitán Dundas presenta sus respetos y quisiera hablar con el doctor Maturin cuando esté desocupado».

La discreción era de gran importancia en estos asuntos, y Heneage Dundas, sabiendo que en una abarrotada corbeta lo que se hablaba llegaba a oídos de todos, había escrito este mensaje: «¿Le viene bien el sábado a las seis y media? En las dunas. Pasaré a recogerle». Le dio el papel a Stephen con una mirada seria y expresiva, y éste lo leyó, asintió con la cabeza y dijo:

—Perfecto. Se lo agradezco. ¿Podría llevarme a tierra? Mañana pasaré el día en Deal, si nada lo impide. ¿Tendría la amabilidad de comunicárselo al capitán Aubrey?

—Ya lo he hecho. Podemos irnos ahora, si quiere.

—Dentro de dos minutos estaré con usted.

Había algunos documentos que nadie debía ver, algunas hojas manuscritas y cartas valiosas para él, pero casi había terminado de preparar todo esto y tenía a mano la bolsa con las cosas más necesarias. A los dos minutos subió detrás de Dundas por la escala de toldilla y luego ambos se alejaron por el tranquilo mar hasta Deal. Hablando de forma que sólo pudiera entenderle Stephen, Dundas le comunicó que el padrino de Jack, un tal coronel Rankin, no podía bajar a tierra hasta el día siguiente por la noche, el viernes, y que había visto a Rankin a principios de la semana y habían escogido un excelente lugar, cerca del castillo, que a menudo se usaba para estos asuntos y era conveniente en todos los aspectos.

—Supongo que lo habrá arreglado todo —añadió, cuando el bote estaba a punto de tocar el muelle.

—Creo que sí —dijo Stephen—. Si no, acudiré a usted.

—Entonces, adiós —dijo Dundas agitando la mano—. Tengo que volver a mi barco. Hasta el día de la cita, si no le veo antes.

Stephen se instaló en el Rose and Crown. Pidió un caballo y se dirigió hacia Dover cabalgando lentamente. Iba pensando en la naturaleza de las dunas, en la inmensa soledad que rodea a cada hombre y también en la imperfección del lenguaje, una idea que habría desarrollado en su conversación con Jack si le hubiera dado tiempo. «Y sin embargo, a pesar de su imperfección, permite a los hombres tratar maravillosamente bien de cosas materiales», se dijo, mirando los barcos en la rada, aquel increíble complejo de cabos, poleas y velas, cada una con un nombre propio, que llevaría a la multitud de individuos aislados hasta el Bósforo, las Antillas, Sumatra o la inmensidad de los mares del Sur. Y cuando sus ojos recorrían la extraña silueta del
Polychrest,
con forma de sombrero de tres picos, vio el bote del capitán alejarse del costado, izar la vela al tercio y poner rumbo a Dover.

«Conociéndoles a los dos como les conozco», pensó, «me sorprendería que se tuvieran mucha simpatía. La relación entre ellos es perversa, y esa es, seguramente, la causa de su propia violencia.

Al llegar a Dover, fue directamente al hospital para examinar a sus pacientes. El loco, hecho un ovillo, permanecía inmóvil y estaba sumamente débil. A Macdonald, en cambio, se le estaba curando muy bien el muñón del brazo, tan bien cubierto por los colgajos que parecía un paquete, y Stephen notó con satisfacción que el vello continuaba creciendo en ellos en la misma dirección que antes.

—Pronto estará usted muy bien —dijo, señalándole estos detalles al infante de marina—. Le felicito, tiene usted una constitución muy fuerte. En pocas semanas podrá rivalizar con Nelson, saltando con un solo brazo de un barco a otro, pero estará más contento que el almirante, porque a usted le queda el brazo con que esgrime el sable.

—¡Cómo me consuela usted! —dijo Macdonald—. Tenía un miedo espantoso a la gangrena. Le debo mucho, doctor, lo sé muy bien.

Stephen protestó, diciendo que cualquier carnicero, cualquier aprendiz de carnicero, podía haber hecho lo mismo… era una simple operación… había sido un verdadero placer cortar la carne de alguien tan saludable. La conversación se desvió, y hablaron de la probabilidad de una invasión francesa, una ruptura con España y los rumores de que Saint Vincent había acusado a lord Melville de malversación, antes de volver a Nelson.

—Es un héroe para usted, ¿no es así?

—¡Oh! No sé casi nada de ese caballero —dijo Stephen—. Nunca le he visto. Pero por lo que tengo entendido, es un oficial muy activo, vehemente y enérgico. Sin duda, es muy querido en la Armada. El capitán Aubrey tiene un alto concepto de él.

—Tal vez sí —dijo Macdonald—. Pero no es un héroe para mí. Le tengo atravesado como al teólogo Caraccioli. Y además se le pone de ejemplo.

—¿Acaso puede haber mejor ejemplo para un oficial de marina?

—He estado pensando mientras yacía en esta cama —dijo Macdonald—. He estado pensando en la justificación de ese hecho.

A Stephen le dio un vuelco el corazón. Sabía que los escoceses eran famosos por su afición a la discusión teológica, y temía una profusión de ideas calvinistas, aderezadas quizás con algunas de la propia doctrina de los infantes de marina.

—Los hombres —prosiguió—, especialmente los de las tierras bajas de Escocia, nunca están contentos de cargar con sus pecados ni de hacer sus propias leyes; un joven se comportará como un canalla no porque esté seguro de que sus otras cualidades pesan más que este hecho sino porque a Tom Jones le pagaron por acostarse con una mujer, y puesto que Tom Jones es un héroe es correcto que él haga lo mismo. Hubiera sido mejor para la Armada que a Nelson le hubieran puesto en un abrevadero cuando era niño. Si el personaje de una obra de teatro o de un cuento sirve de justificación suficiente a un canalla, piense en lo que podrá hacer un héroe de carne y hueso. Ir de putas… quedarse en el puerto… colgar a oficiales que se rinden con condiciones. ¡Menudo ejemplo!

Stephen le observó atentamente para comprobar si había indicios de fiebre; los había, sin duda, pero no de fiebre muy alta, no había peligro. Macdonald miró por la ventana, y vio algo fuera, aparte del muro liso, que le hizo decir:

—Odio a las mujeres. Son terriblemente destructoras. Utilizan a los hombres, minan su voluntad, les quitan la bondad y, sin embargo, no por ello están mejor —dijo, y luego hizo una pausa—. Repugnantes rameras.

—Quisiera que me hiciera un favor, señor Macdonald —dijo Stephen.

—Pida lo que quiera, se lo ruego. Nada me daría más satisfacción que complacerle.

—Présteme sus pistolas, por favor.

—Siempre que las use para cualquier cosa, excepto para matar a un oficial de Infantería de marina, se las doy con gusto. Están en mi baúl, debajo de la ventana, si es usted tan amable…

—Gracias. Se las devolveré, o haré que alguien se las devuelva, en cuanto cumplan su función.

Cabalgaba de regreso al atardecer, un hermoso atardecer a principios de otoño, apacible y muy húmedo; a su derecha el azul oscuro con un ligero matiz rojizo, a su izquierda las blancas dunas, y un agradable calor subiendo desde la tierra. El caballo era muy dócil y su trote era suave; conocía el camino, pero, aparentemente, no tenía prisa por llegar a la caballeriza, pues se detenía de vez en cuando para coger hojas de un arbusto que él no podía identificar. Stephen cayó en una dulce languidez; le parecía que su cuerpo se había separado casi totalmente de él, que sólo quedaban sus ojos, flotando en el blanco camino, mirando a su alrededor.

—Buenas tardes, señor —le dijo a un pastor que pasó andando con su gato, rodeado por el humo de su pipa.

«A veces», pensó «uno tiene la sensación de haber estado ciego toda su vida. ¡Qué pureza, qué perfección hay en todo, no sólo en lo extraordinario! Uno vive el momento presente, vive reafirmando su existencia. No hay tiempo para
hacer, seres
el bien más preciado. Sin embargo —hacía girar el caballo hacia la izquierda, camino de las dunas—, tenemos que
hacer
de algún modo.»

Bajó de la silla de montar y le habló al caballo:

—¿Cómo puedo asegurarme de que seguirás acompañándome?

El caballo irguió las orejas y fijó en él su mirada viva e inteligente.

—Sí, sí, eres un tipo de fiar, sin duda. Pero es posible que no te gusten los tiros; y es posible que tarde más de lo que estás dispuesto a esperar. Ven, es mejor que te trabe las patas con esta pequeña correa.

«¡Qué poco sé de las dunas!», pensó mientras medía a pasos la distancia y colocaba en el montículo arenoso, a la apropiada altura, un pañuelo doblado. «Un interesante tema de estudio; tienen una flora y una fauna propias». Puso las pistolas sobre la chaqueta extendida para protegerlas de la arena y las cargó cuidadosamente. «Lo que uno está
obligado
a hacer, suele hacerlo con un sentimiento poco definido, tal vez sólo con cierta desesperación», siguió pensando. Y sin embargo, al colocarse en posición de tiro, en su rostro apareció una expresión adusta, temible, y su cuerpo se movió con la precisión de una máquina. Desde la punta del pañuelo, la arena saltó por el aire; se formaron remolinos de un espeso humo. Al caballo no le molestaba mucho el ruido, pero sin mucha atención estuvo mirando los primeros disparos, hasta una docena más o menos.

—Nunca he visto armas de mayor precisión —dijo en voz alta—. No sé si podré hacer todavía el viejo truco de Dillon.

Sacó una moneda del bolsillo, la lanzó hacia arriba, y le dio justamente cuando había alcanzado el punto más alto, antes de comenzar a caer.

—Son verdaderamente unas armas estupendas —dijo—. Debo protegerlas del rocío.

El sol se había ocultado y quedaba ya muy poca luz. Entre la niebla que cubría la hondonada se veían rojas lenguas de fuego en cada descarga; el pañuelo, desde hacía tiempo, había quedado reducido a un manojo de hilos. «¡Dios mío, tengo que dormir esta noche!», pensó. «¡Qué prodigioso rocío!»

En Dover anochecía antes, pues estaba resguardado por las colinas del oeste. Jack Aubrey, después de ocuparse de los pocos asuntos que tenía que resolver y de haber ido en vano a New Place —«El señor Lowndes está indispuesto y la señora Villiers no está en casa»—, se sentó en una taberna cerca del castillo para beber una cerveza. Era un lugar sucio, lóbrego, miserable —arriba podían solazarse los soldados—, pero tenía dos salidas, y con Bonden y Lakey en la salita junto a la entrada creía que no sería sorprendido. Nunca en su vida había estado tan abatido, tan profundamente desanimado; y el atontamiento provocado por las dos jarras que se había bebido no sirvió para levantar su ánimo. La rabia y la indignación, aunque ajenas a su carácter, eran su único refugio. Su rabia y su indignación eran enormes.

Entraron un alférez y una joven escuálida, con aspecto de ramera; se mostraron desconcertados al ver a Jack y fueron a sentarse en un lejano rincón, dándose golpes y empujones, pero sin pronunciar palabra. La tabernera trajo las velas. Luego le preguntó a Jack si quería algo más. Él miró hacia afuera, donde la penumbra lo envolvía todo, y le dijo que no… que cuánto le debía, y que incluyera lo de los hombres de la salita.

—Diecinueve peniques —dijo la mujer.

Mientras Jack buscaba en sus bolsillos, ella le miraba a la cara con descaro, inquisitivamente; en sus ojos, que no paraba de mover dentro de las órbitas, se reflejaba una mezcla de desconfianza y ávida curiosidad, y su labio superior estaba distendido dejando ver sus tres dientes amarillentos. No le gustaba el hecho de que llevara una capa encima del uniforme; no le gustaba la sobriedad de sus hombres, ni que se hubieran mantenido apartados; además, no eran caballeros, porque los caballeros pedían vino, no cerveza. Él no había respondido a las insinuaciones de Betty ni a su discreta propuesta de darle alojamiento; ella no quería maricones en su casa, prefería su sitio vacío a su compañía.

Jack se asomó a la salita, le dijo a Bonden que le esperara en el bote y salió por la puerta posterior, topándose con un grupo de prostitutas y soldados. Dos prostitutas se peleaban en medio del callejón, tirándose de los pelos y haciéndose jirones los vestidos, pero todos los demás estaban muy alegres. Otras dos le llamaron; luego se le acercaron y le dijeron al oído cuáles eran sus habilidades y sus precios y que tenían un certificado de salud.

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