—¡Qué curioso que estos bancos tengan nombres ingleses! —dijo—. Dígame, ¿son frecuentes los casos como éste?
—¡Oh, sí! Creemos que todo lo que hay en el mar nos pertenece. Llamamos a Setúbal «Saint Ubes» y a La Coruña «The Groyne», y así sucesivamente. A éste le llamamos Galloper
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, por su forma. Y hemos puesto a esos bancos el nombre de Anvil
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porque cuando sopla el viento del noroeste y hay pleamar, el agua del fondeadero choca contra ellos una y otra vez, primero contra uno, luego contra el otro, y el ruido se parece al de una herrería. Una vez vine aquí en un cúter, por Goulet —señalaba un paso estrecho entre la isla y la costa— en 1788 o 1789, con un fuerte viento del noroeste, al fondeadero interior, y eran tan gruesas las salpicaduras de las olas por encima del banco que uno casi no podía respirar.
—Existe una curiosa simetría en la disposición de esos bancos y esos promontorios; tal vez tengan alguna relación. ¡Qué laberinto de canales! ¿Cómo va usted a entrar? No por Goulet, supongo, pues está muy cerca de la fortaleza de la isla; le llamo así porque no creo que sea un cabo sino una isla, aunque en el mapa lo parece porque se ve con la punta hacia arriba.
—Depende del viento, desde luego. Pero si sopla viento del norte, podría atravesar el canal que hay entre Galloper y Morgan's Knock hasta el fondeadero exterior, pasar Saint Jacques y seguir o bien a los bancos Anvil o bien rodear la punta de West Anvil para llegar a la entrada del puerto. Luego, cuando bajara la marea, con la ayuda de Dios, seguiría por la Punta del Raz —aquí, después de East Anvil— y volvería a salir a alta mar antes de que en Convention fueran derribados nuestros mástiles. Tienen cañones de cuarenta y dos libras, armas muy potentes. Debemos entrar en la primera mitad de la pleamar, ¿comprende?, para hacer nuestro trabajo con la marea alta y poder salir en caso de que rocemos algo. Luego debemos irnos fuera en la bajamar, para que la marea no nos haga virar, pues ya entonces nos habrán sacudido un poco y no tendremos todo el control deseado. Nos van a sacudir, no hay duda. Nos dispararán con sus potentes cañones a menos que les tomemos por sorpresa; y los artilleros franceses están muy bien adiestrados. Me alegro de haberle dejado al señor G. una copia en limpio de mi
Modest
Proposal
,
lista para la imprenta.
—Entonces la marea es muy importante— dijo Stephen después de una pausa.
—Sí. La marea y el viento. Veremos si es posible que tengamos éxito. Podemos calcular los cambios de la marea. Pienso hacer entrar el barco allí con la isla justo al sur y la torre al sureste medio grado al este, con la marea alta, no la de mañana por la noche sino la de pasado mañana, el domingo. Y debemos rezar para que se levante una suave brisa del oeste o el noroeste que nos ayude a entrar; y tal vez también a salir.
Stephen estaba sentado junto a su paciente en la enfermería, que se balanceaba suavemente. Estaba casi seguro de haberle sacado de su estado crítico —desde hacía una hora había aumentado el ritmo de las pulsaciones, antes muy débiles, le había bajado la temperatura y su respiración era normal—, pero su triunfo sólo ocupaba un pequeño rincón de su mente, el resto lo ocupaba el miedo. Pudo escuchar o, mejor dicho, oír involuntariamente muchos comentarios buenos sobre él: «El doctor es de fiar… El doctor no dejará que nos maltraten… El doctor es un defensor de la libertad… Es instruido; sabe francés… Además, es irlandés…». El murmullo de aquella conversación del fondo dejó paso a un expectante silencio; los hombres le miraron ansiosamente, dándose codazos unos a otros, y un corpulento irlandés, que visitaba a un compañero, se puso de pie y volvió su rostro hacia él. En cuanto Stephen le vio hacer un movimiento, se escabulló de la enfermería. En el alcázar vio a Parker hablando con el teniente de Infantería de marina, mientras ambos observaban un navío de guerra de tres puentes que estaba al suroeste; éste surcaba el Canal con todas las velas desplegadas y las alas de babor y estribor, y las blancas olas de proa se deslizaban por sus costados. Sentados junto al portalón, dos guardiamarinas que no estaban de servicio formaban con cabos algo muy complicado.
—Señor Parslow —dijo Stephen—, tenga la amabilidad de preguntarle al capitán si puede recibirme.
—Iré cuando haya terminado esto —dijo Parslow tranquilamente, sin levantarse.
Babbington dejó a un lado su pasador, de una patada empujó a Parslow escaleras abajo y dijo:
—Iré yo, señor.
Un momento después volvió corriendo.
—El capitán está con Astillas ahora, señor, pero tendrá el gusto de recibirle dentro de cinco minutos.
«Tendrá el gusto» era una frase convencional; además, era obvio que la conversación del capitán Aubrey con el carpintero había sido desagradable, porque tenía una mirada afligida, casi desesperada, y sobre su escritorio había un trozo de madera podrida con un perno desprendido. Se puso de pie torpemente, doblando la cabeza bajo los baos, con aire desconcertado, confuso.
—Siento haber tenido que pedir esta entrevista, señor —dijo Stephen—. Es probable que haya un motín mañana por la noche, cuando el barco esté cerca de la costa francesa. Tienen intención de llevarlo a Saint Valéry.
Jack asintió con la cabeza. Esto confirmaba su idea de la situación, su interpretación de las miradas tristes y huidizas de los antiguos tripulantes de la
Sophie,
el comportamiento de los marineros, el hecho de que sacaran del pañol una bala de veinticuatro libras y la hicieran rodar por cubierta en la guardia de media. Su barco se hacía pedazos bajo sus pies y la tripulación faltaba a su deber y dejaba de ser leal.
—¿Puede decirme quiénes son los cabecillas?
—No. No, señor. Puede usted llamarme muchas cosas, pero no delator. Ya he hablado bastante.
No. Muchos cirujanos con un pie en este mundo y otro en el de los muertos preferían estar del lado de los amotinados, como aquel hombre en Nore y el infortunado Davidson, a quien habían colgado por eso en Bombay. Incluso Killick, su propio sirviente, incluso Bonden —ambos debían de saber lo que se estaba preparando— serían incapaces de delatar a sus compañeros, aunque le tenían mucho afecto a él.
—Gracias por venir a verme —dijo secamente.
Stephen se fue, y cuando la puerta se cerró, Jack se sentó con la cabeza entre las manos y sintió que una gran tristeza rayana en la desesperación le invadía. ¡Se habían juntado tantas cosas! Y ahora esa fría y horrible mirada. Se reprochaba amargamente no haber aprovechado la oportunidad para disculparse. «¡Si se lo hubiera dicho! Pero tenía una expresión hosca y habló muy rápidamente. Aunque, sin duda, también yo la habría tenido si un hombre me hubiera llamado mentiroso; eso no se puede soportar. ¿Qué diablos se apoderó de mí? Fue una estupidez, una salida de tono, me comporté groseramente, como un chiquillo poniendo verde a otro, como un cobarde. Pero puede vengarse de mí cuando quiera. Por otra parte, mi aspecto no podía ser mejor al comprender de repente que soy un miserable y él un verdadero amigo.» Sin embargo, durante todo ese periodo de reflexión, parte de su mente se ocupaba del problema más urgente y, casi sin transición, se dijo: «¡Dios mío, cuánto me gustaría que Macdonald estuviera aquí!». Lo deseaba no por el consuelo o el consejo que pudiera darle —sabía que Macdonald le tenía antipatía—, sino por su eficiencia. Macdonald era un excelente oficial y, en cambio, aquel mocoso, Smithers, no, aunque no era del todo inepto.
Sonó la campanilla.
—Avise a Smithers —dijo.
—Siéntese, señor Smithers. Dígame los nombres de sus infantes de marina, por favor. Muy bien. También está su sargento, claro. Ahora, escúcheme con atención. Piense detenidamente en cada uno de esos hombres por separado y dígame cuáles son de fiar y cuáles no.
—Por supuesto que todos lo son, señor —dijo Smithers.
—No, no. Piénselo, piénselo —dijo Jack tratando de que aquel sonriente
chaqueta roja
asumiera alguna responsabilidad—. Piénselo y contésteme cuando haya terminado de pensar con detenimiento. Es muy importante.
Le lanzó una mirada feroz y penetrante, con buen resultado. Smithers se puso nervioso y empezó a sudar. Indudablemente estaba haciendo un esfuerzo mental; sus labios se movían, nombrando a toda la lista. Después de un rato dio la respuesta:
—Todos son fiables, señor, menos un hombre llamado… bueno, tiene el mismo apellido que yo, aunque no tenemos ninguna relación, desde luego… Es un irlandés papista.
—¿Responde usted por ellos? ¿Está completamente seguro de lo que dice? ¿Completamente seguro?
—Sí, señor —dijo Smithers, mirándole fijamente, muy desconcertado.
—Gracias, señor Smithers. No debe hablarle a nadie de esta conversación. Es una orden tajante, irrevocable. Y no debe usted mostrar intranquilidad. Por favor, dígale al señor Goodridge que venga enseguida.
—Señor Goodridge —dijo, de pie junto a la mesa con la carta marina—, tenga la amabilidad de decirme cuál es nuestra posición.
—¿Exacta, señor, o con una aproximación de una o dos leguas? —preguntó el segundo oficial, inclinando la cabeza hacia un lado y cerrando el ojo izquierdo.
—Exacta.
—Tengo que traer el diario de navegación, señor.
Jack asintió con la cabeza. El segundo oficial volvió y, después de usar la escuadra y los compases, marcó la carta marina.
—Aquí, señor.
—Ya veo. ¿Navegamos con las mayores y las gavias?
—Sí, señor. Habíamos acordado navegar despacio hasta la marea del domingo, si usted se acuerda, señor, así no tendríamos que permanecer tanto tiempo en alta mar, ya que se nos reconoce con facilidad.
—Creo… creo —dijo Jack observando la carta marina y los datos del diario de navegación—, creo que podríamos aprovechar la marea de esta noche. ¿Qué me dice, segundo oficial?
—Si se levanta viento, señor, podremos, pero a toda vela. Sin embargo, no creo que se levante viento, pues el barómetro está subiendo.
—El mío no —dijo Jack, mirándolo—. Me gustaría ver al señor Parker, por favor. Entretanto, sería conveniente llevar las alas, las sobrejuanetes y las sosobres a las cofas.
—Señor Parker, puede haber un motín de un momento a otro. Tengo la intención de comenzar la misión del
Polychrest
lo antes posible, y así podré dominar la situación. Navegaremos a toda vela para llegar a Chaulieu esta noche. Pero antes de desplegarlas, le hablaré a la tripulación. Ordene al condestable cargar los dos cañones más cercanos a popa con metralla. Los oficiales, con sus armas cortas, se reunirán en el alcázar cuando suenen las seis campanadas, dentro de diez minutos. Los infantes de marina formarán en el castillo, armados de sus mosquetes. Antes de ese momento no hay que apresurarse ni mostrar preocupación. Cuando todos los marineros estén reunidos, los cañones girarán hacia delante, y dos de los guardiamarinas de más antigüedad estarán junto a ellos. Después de que le hable a la tripulación y se desplieguen todas las velas, ningún hombre será golpeado ni azotado hasta nueva orden.
—¿Puedo hacer una observación, señor?
—No, gracias, señor Parker. Esas son mis órdenes.
—Muy bien, señor.
La opinión de Parker no tenía valor para Jack. Si hubiera querido pedirle consejo a alguna persona a bordo, se lo habría pedido a Goodridge. Sin embargo, como capitán del barco, era él y sólo él quien tenía la responsabilidad. Y en cualquier caso, pensaba que sabía más de motines que cualquiera de los que estaban en el alcázar del
Polychrest;
los conocía desde el otro lado, pues había estado con una tripulación descontenta en el puerto militar del cabo de Buena Esperanza, cuando le habían degradado de la categoría de guardiamarina. Sentía un gran afecto por sus marineros, y aunque no sabía con certeza lo que ocurriría en la cubierta inferior, sí sabía lo que no ocurriría.
Miró su reloj. Se puso su mejor chaqueta y se dirigió al alcázar. Sonaron seis campanadas en la guardia de mañana. Sus oficiales iban reuniéndose con él silenciosos y graves.
—Todos los hombres a popa, señor Parker, por favor —dijo.
Los agudos pitidos, el estruendo bajo las escotillas, la estampida, las chaquetas rojas pasando entre la multitud hacia proa. Silencio. Sólo se oían levemente en lo alto los golpes de los rizos de las velas.
—¡Marineros! —dijo Jack—. Sé muy bien lo que están tramando. Sé muy bien lo que están tramando y no lo toleraré. ¡Son ustedes unos simples si prestan oído a esos políticos y leguleyos sabihondos, a esos charlatanes y embusteros. Algunos de ustedes están con la soga al cuello. Sí, con la soga al cuello! ¿Ven allí al
Ville de Paris
? (Todos los rostros se volvieron hacia el lejano navío, allí en el horizonte.) Sólo tengo que hacerle una señal a él, o a otra media docena de cruceros, y les colgarán de los penoles con música y todo. ¡Son ustedes unos malditos tontos por escuchar esas palabras! Pero no voy a hacerle ninguna señal al
Ville de Paris
ni a ningún otro navío del Rey. ¿Por qué no? Porque el
Polychrest
va a entrar en acción esta misma noche, por eso. No permitiré que en la Armada se diga que los tripulantes del
Polychrest
tienen miedo a los cañonazos.
—¡Eso es! —dijo una voz.
Era Joe Plaice, que estaba en primera fila, como embobado.
—¡No es por usted, señor! —dijo otro que no podía distinguirse—. ¡Es por él, el viejo Parker, el maldito cabrón!
—Voy a entrar con el
Polychrest
esta noche —continuó Jack, en un tono fuerte y convincente—, y voy a machacar a los franceses en Chaulieu, en su propio puerto, ¿han oído? ¿Hay algún hombre aquí que tenga miedo a los cañonazos?
Gruñidos por todas partes, pero no malhumorados, risas y gritos de «¡ese maldito cabrón!»
—¡Silencio de proa a popa! Bueno, me alegro de que no haya ninguno. Hay entre nosotros algunos marineros torpes —mirad lo mal anudado que está ese briolín—y algunos que hablan demasiado, pero nunca he pensado que hubiera a bordo un cobarde. Pueden decir que el
Polychrest
no es muy rápido virando por avante, pueden decir que no aferra sus gavias con mucha gracia, pero si dicen que es cobarde, si dicen que no le gustan los cañonazos, entonces mienten. Cuando nos lanzamos contra el
Bellone,
no hubo ni un solo marinero que no luchara como un león. Así que ahora entraremos en Chaulieu y machacaremos a Bonaparte. Esa es la forma de terminar la guerra; esa es la forma de terminarla, no escuchando a un montón de embaucadores y listillos. Y cuanto antes se acabe y puedan irse a su casa, mejor; ya sé que esa manera de proteger nuestro país no es un camino de rosas. Ahora les diré una cosa, y ténganla muy en cuenta: no habrá ningún castigo por este asunto, ni siquiera se mencionará en el diario de navegación, les doy mi palabra. No habrá ningún castigo, pero esta noche todos los marineros y los grumetes deben cumplir sus obligaciones, deben prestar mucha atención, pues Chaulieu es un hueso duro de roer —un intrincado conjunto de fondeaderos con fuertes corrientes—, y deben sujetar bien los cabos y halarlos con ánimo, ¿me han oído? Será una batalla rápida y feroz. Ahora escogeré a algunos hombres que irán a la gabarra y después largaremos todas las velas que sea posible llevar desplegadas.