Cartas sobre la mesa (11 page)

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Authors: Agatha Christie

BOOK: Cartas sobre la mesa
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—La felicito, madame. Su memoria para las cartas es magnífica... ¡verdaderamente magnífica! Puede decirse que se acuerda perfectamente de cada una de las cartas que se jugaron.

—Creo que sí.

—La memoria es un don maravilloso. Con ella, el pasado no existe. Me figuro, madame, que para usted las cosas pretéritas tienen la claridad de un hecho ocurrido ayer mismo. ¿No es eso?

Ella le dirigió una rápida mirada. Sus ojos eran grandes y oscuros.

Aquella expresión duró sólo un momento. Luego volvió a tomar el aspecto de dama de gran mundo. Pero Hércules Poirot no dudó. El disparo había dado en el blanco.

La señora Lorrimer se levantó.

—Debo marcharme en seguida. Lo siento mucho, pero no puedo retrasarme.

—Desde luego... desde luego. Le ruego que me disculpe por haberla entretenido.

—Siento mucho también no haber sido capaz de ayudarle en mayor medida.

—De todas formas, me ha ayudado —dijo Hércules Poirot.

—No sé de qué manera —replicó ella con decisión.

—Pues sí. Me ha dicho usted algo que deseaba saber.

La mujer no preguntó a qué se refería.

Poirot tendió la mano.

—Muchas gracias, madame, por su amabilidad.

La señora Lorrimer observó al estrecharle la mano:

—Es usted un hombre extraordinario, monsieur Poirot.

—Soy como Dios me ha hecho, madame.

—Todos lo somos, supongo.

—No todos, madame. Alguno de nosotros trata de corregir su modelo. El señor Shaitana, por ejemplo.

—¿A qué aspecto se refiere usted?

—Tenía un gusto muy depurado en
objets de virtu
y antigüedades... Debía haberse conformado con esto. Pero en lugar de ellos, coleccionaba otras cosas.

—¿De qué clase?

—Bueno... digamos..., sensacionales.

—¿Y no cree que estaba
dans son caractère
?

Poirot sacudió la cabeza gravemente.

—Desempeñó el papel de diablo demasiado bien. Pero no era el propio diablo.
Au fond
era un estúpido. Y por esa razón... murió.

—¿Porque era estúpido?

—Es un pecado que no se perdona nunca y se castiga siempre, madame.

Callaron.

—Me marcho —dijo por fin Poirot—. Mil gracias por su bondad, madame. No volveré por aquí, a menos que usted me llame.

La mujer levantó las cejas.

—Por Dios, monsieur Poirot; ¿por qué tengo que llamarle?

—Puede ser. Es sólo una idea que se me ha ocurrido. Si lo hace, vendré. Recuérdelo.

Hizo una reverencia y salió de la habitación.

Cuando se encontró en la calle murmuró para su capote:

—Estoy en lo cierto, estoy seguro de ello... ¡Tiene que ser eso!

Capítulo XII
 
-
Anne Meredith

La señora Oliver salió con alguna dificultad de detrás del volante de su automóvil de dos plazas. Es cosa sabida que los modernos constructores de automóviles suponen que sólo las rodillas de una sílfide podrán entrar bajo el volante. Además, está de moda el hacer los asientos de la menor estatura posible. Si se tiene esto en cuenta, es natural que una mujer madura de generosas proporciones, necesita hacer un esfuerzo sobrehumano para salir de un coche moderno. Por otra parte, el segundo asiento del coche de la señora Oliver estaba completamente ocupado por varios mapas, un bolso, tres novelas y un gran envoltorio que contenía manzanas. La novelista sentía una predilección extrema por esa fruta y era cosa notoria que se comió por lo menos cinco libras de un tirón, mientras planeaba la complicada trama de
Un muerto en el sumidero...
y que volvió en sí de sus lucubraciones, con un respingo y un incipiente dolor de estómago, una hora y diez minutos después de haber empezado una comida que se daba en su honor y a la que tenía que haber asistido.

Haciendo una contorsión final y después de dar un violento empujón con la rodilla a una puerta recalcitrante, la señora Oliver aterrizó, un tanto súbitamente, en la acera, frente a la cancela de Wendon Cottage, esparciendo a su alrededor gran cantidad de residuos de manzana.

Dio un profundo suspiro, se empujó el sombrero hasta colocarlo en una posición bastante estrambótica y miró con aprobación el traje de
tweed
que llevaba, pues se acordó a tiempo de que debía ponérselo para ir al campo. Pero frunció un poco el ceño al ver que sin darse cuenta no se había cambiado los zapatos de charol y tacón alto que usaba en Londres. Abrió la cancela y recorrió el enlosado camino que conducía a la puerta principal. Apretó el botón del timbre y luego ejecutó un alegre repiqueteo con el llamador... un objeto caprichoso que representaba la cabeza de un sapo.

Como nada sucediera, repitió la ejecución.

Al cabo de un intervalo que duró minuto y medio, la señora Oliver tomó una decisión y empezó a dar la vuelta a la casa, con paso rápido, en viaje de exploración.

Detrás del edificio había un pequeño jardín, arreglado al viejo estilo, con margaritas y crisantemos esparcidos por los diversos arriates. Más allá se veía un prado y después un río. El sol calentaba bastante, a pesar de que corría el mes de octubre.

Dos muchachas cruzaban en aquel momento el prado en dirección a la casa. Cuando entraron en el jardín, la que iba delante se detuvo.

La señora Oliver dio unos pasos hacia ella.

—¿Cómo está usted, señorita Meredith? Se acuerda de mí, ¿verdad?

—¡Oh... desde luego! —Anne Meredith extendió rápidamente la mano. Sus ojos abiertos tenían un aspecto sobresaltado. Luego pareció sobreponerse de la primera impresión.

—Ésta es una amiga que vive conmigo... la señorita Dawes. Rhoda, te presento a la señora Oliver.

La otra muchacha era alta, morena y de aspecto vigoroso. Preguntó con interés:

—¿Es usted la señora Oliver? ¿Ariadne Oliver?

—La misma —dijo la mujer, y luego añadió, dirigiéndose a la señorita Meredith—. Sentémonos en algún sitio, pues tengo muchas cosas que contarle.

—Desde luego. Tomaremos el té...

—El té puede esperar —interrumpió la novelista.

Anne se dirigió hacia un grupito de sillas de mimbre, algo estropeadas. La visitante escogió la que parecía más sólida, pues había tenido ya varias desagradables experiencias con aquellos débiles muebles veraniegos.

—Bueno, querida —dijo con viveza—. No nos andemos por las ramas acerca del asesinato que ocurrió la otra noche. Debemos ocuparnos de ello y hacer algo.

—¿Hacer algo? —preguntó Anne.

—Naturalmente —dijo la mujer—. No sé lo que pensará usted, pero yo no tengo ninguna duda acerca de quién lo hizo. Ese médico. ¿Cómo se llama? Roberts; esto es, Roberts. Un apellido galés. ¡Nunca me fié de los galeses! Tuve una niñera galesa que un día me llevó a Harrogate y volvió a casa sin acordarse de mí. Son muy inconscientes. Pero dejemos estar a mi niñera. Roberts lo hizo... ésa es la cuestión. Y quiero que aunemos nuestros esfuerzos para probarlo.

Rhoda Dawes... rió repentinamente... y luego enrojeció.

—Perdóneme. Pero es usted... es usted tan diferente a como me la había imaginado...

—Supongo que se habrá llevado una desilusión —dijo la señora Oliver serenamente—. Estoy acostumbrada. No se preocupe. ¡Lo que debemos hacer es probar que Roberts es el asesino!

—¿Y cómo podremos probarlo? —dijo Anne.

—¡Oh! No seas tan derrotista, Anne —exclamó Rhoda Dawes—. Yo creo que la señora Oliver es la persona apropiada. Sabe mucho de estas cosas y actuará tal como lo haría Sven Hjerson.

Ruborizándose un poco al oír el nombre de su famoso detective finlandés, la señora Oliver dijo:

—Tenemos que hacerlo, y le diré por qué, muchacha. ¿Querrá que la gente murmuradora crea que lo hizo usted?

—¿Y por qué tienen que creerlo? —preguntó Anne mientras se le coloreaban las mejillas.

—Ya sabe cómo es la gente —contestó la novelista—. Los tres inocentes serán tan sospechosos como el que lo hizo.

La señorita Meredith comentó lentamente:

—Todavía no comprendo por qué acude usted a mí, señora Oliver.

—Porque, en mi opinión, los otros dos no importan. La señora Lorrimer es una de esas mujeres que se pasan el día jugando al
bridge
en su club. Las mujeres de tal clase deben estar forradas de planchas blindadas... ¡pueden cuidar perfectamente de sí mismas! Además, ya es vieja. No importa que alguien piense que ella lo hizo. Pero una muchacha es diferente. Tiene por delante toda una vida.

—¿Y el mayor Despard? —inquirió Anne.

—¡Bah! —respondió la señora Oliver—. ¡Es un hombre! Nunca me preocupo por ellos. Los hombres saben cuidarse y lo hacen verdaderamente bien. Además, el mayor Despard disfruta de una vida bastante peligrosa. Se está divirtiendo en casa, en lugar de hacerlo en el Irawady... ¿o acaso en el Limpopo? Ya sabe a qué me refiero... a ese río africano de color amarillo que les gusta tanto a los hombres. No; no me preocupo por esos dos.

—Es usted muy amable —dijo Anne.

—Ha sido una cosa muy brutal —observó Rhoda—. Anne está desconcertada, señora Oliver. Es terriblemente sensitiva. Y creo que tiene usted razón. Será mucho mejor hacer algo, que no estar sentadas recordando lo que pasó.

—Desde luego —dijo la señora Oliver— Si he de decirles la verdad, nunca me había encontrado hasta ahora con un asesinato real. Y he de añadir que una cosa así no cuadra mucho con mis métodos. Estoy acostumbrada a cargar los dados... ya sabe a qué me refiero. Pero no estoy dispuesta a dejar el caso y permitir que esos hombres disfruten ellos solos. Siempre dije que si una mujer estuviera al frente de Scotland Yard...

—¿Sí? —la señorita Dawes se inclinó hacia delante con los labios entreabiertos—. Si estuviera al frente de Scotland Yard, ¿qué haría?

—Detendría en seguida al doctor Roberts...

—¿Sí?

—Pero no tengo nada que ver con la policía —comentó la señora Oliver, eludiendo un terreno tan peligroso—. Soy una persona desconocida...

—¡Oh, no lo es usted! —dijo Rhoda, lisonjeándola atropelladamente.

—Y aquí estamos —continuó la novelista— tres personas que no tienen nada que ver con los medios oficiales... tres mujeres. Vamos a ver qué es lo que podemos hacer juntando nuestro ingenio.

Anne Meredith asintió con aspecto pensativo y dijo:

—¿Por qué cree usted que lo hizo el doctor Roberts?

—Es el hombre apropiado —replicó la señora Oliver sin dudar.

—¿No cree usted, sin embargo...? —Anne titubeó—. ¿Un médico no podría...? Quiero decir, que un veneno le resultaría más fácil.

—No lo crea. Un veneno o droga de cualquier clase, señalaría directamente a él. Fíjese de qué forma se dejan siempre en el coche los maletines llenos de drogas peligrosas, con el riesgo de que se las roben. No; precisamente porque es médico, se cuidó mucho de no usar nada que se relacionara con su profesión.

—Ya comprendo —dijo Anne, aunque en su tono demostraba alguna duda—. ¿Pero por qué cree usted que quería matar al señor Shaitana? —añadió—. ¿Tiene alguna idea sobre ello?

—¿Idea? Tengo una gran cantidad de ellas. Realmente, ahí estriba la dificultad. Siempre tropiezo con lo mismo. No puedo pensar en una sola trama al mismo tiempo. Pienso por lo menos en cinco y luego sudo horrores para decidirme por una de ellas. Puedo imaginarme seis magníficas razones para el asesinato. Pero lo malo es que no hay medio de saber cuál de ellas es la verdadera. En primer lugar, tal vez Shaitana era un usurero. Tenía un aspecto bastante untuoso. Roberts estaba apurado y lo mató porque no pudo reunir el dinero suficiente para pagar el préstamo. O quizá Shaitana arruinó a un hermano o hermana del médico. O posiblemente Roberts es bígamo y Shaitana lo sabía. O tal vez Roberts se casó con una prima segunda de Shaitana que debía heredar de éste. O... ¿Cuántas lleva?

—Cuatro —dijo Rhoda.

—O... y ésta sí que es excelente... Supongamos que Shaitana conocía algún secreto del pasado de Roberts. Es posible que usted no se diera cuenta, pero Shaitana dijo algo muy peculiar durante la comida... justamente antes de hacer una pausa algo rara.

Anne se inclinó para apartar una oruga que vio en el suelo.

—No lo recuerdo —dijo.

—¿A qué se refirió? —preguntó Rhoda.

—Algo acerca de... ¿qué fue?... un accidente y veneno. ¿No se acuerda?

La mano izquierda de Anne se crispó sobre el brazo de mimbre de su sillón.

—No recuerdo en absoluto nada de eso —dijo reposadamente.

Rhoda observó de pronto:

—Debes ponerte una chaqueta. Ten presente que no estamos en verano. Ve y ponte una.

Anne sacudió la cabeza.

—No tengo frío.

Pero se estremeció ligeramente al decirlo.

—Oiga usted mi teoría —prosiguió la señora Oliver—. Me atrevería decir que uno de los pacientes del médico resultó envenado accidentalmente; pero fue cosa del doctor, desde luego. Hasta diría que mató a gran cantidad de gente por ese procedimiento.

Un repentino rubor subió a las mejillas de Anne.

—¿Es que los médicos acostumbran a matar a sus pacientes al por mayor? —preguntó—. ¿No cree que causaría un pésimo efecto entre su clientela?

—No hay duda de que existiría una buena razón —respondió la señora Oliver vagamente.

—Creo que la idea es absurda —comentó Anne con sequedad—. Absoluta y absurdamente melodramática.

—¡Oh, Anne! —exclamó Rhoda como queriendo excusarla.

Miró a la señora Oliver. Sus ojos, como los de un inteligente
spaniel
, parecían querer decirle: «Compréndala. Compréndala.»

—Opino que es una magnífica idea, señora Oliver —convino Rhoda con acento de convicción—. Y un médico puede conseguir algo que no deje rastro, ¿verdad?

—¡Oh! —exclamo Anne.

Las otras dos se volvieron hacia ella.

—Recuerdo algo más —dijo la joven—. El señor Shaitana se refirió a las posibilidades que puede tener un médico en un laboratorio. Debió dar a entender alguna cosa con ello.

—No fue el señor Shaitana quien dijo eso. —La señora Oliver sacudió la cabeza—. Fue el mayor Despard.

El ruido de unos pasos en el sendero le hizo volver la cabeza.

—Bien —dijo—. Hablando del ruin de Roma...

El mayor Despard daba entonces la vuelta a la esquina de la casa.

Capítulo XIII
 
-
El segundo visitante

Al ver a la señora Oliver, el mayor Despard pareció quedar desconcertado. Bajo su cutis bronceado, su cara tomó un encendido color ladrillo. La turbación le hacía obrar espasmódicamente. Se dirigió hacia Anne, y le preguntó con amabilidad:

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