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Authors: Frank Herbert

Tags: #Ciencia ficción

Casa capitular Dune (37 page)

BOOK: Casa capitular Dune
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El odiaba aquellas excursiones bordeando la autocompasión.
¡Entonces tómatelo a broma!

—Tú nunca has sido nada como corresponde. —Masajeó el ligero abultamiento de su abdomen.

—¡
Soy
como corresponde!

—Esa es una palabra que dejaron fuera cuando te fabricaron.

Ella apartó sus manos y se sentó para mirarlo.

—Se supone que las Reverendas Madres no aman nunca.

—Sé eso. —
¿Es tan evidente mi angustia?

Ella se sentía demasiado atrapada por sus propias preocupaciones.

—Cuando pase por la Agonía de la Especia…

—¡Amor! No me gusta la idea de la agonía asociada contigo, en ninguna de sus formas.

—¿Cómo puedo evitarlo? Ya estoy lanzada. Muy pronto me harán aumentar aún más la velocidad. Entonces voy a ir muy rápida.

El sintió deseos de volverse, pero los ojos de ella lo retuvieron.

—De veras, Duncan. Puedo sentirlo. En un cierto modo, es como un embarazo. Llega un momento en el que es demasiado peligroso abortar. Tienes que seguir adelante.

—¡Así pues, nos queremos el uno al otro! Obligando a sus pensamientos a trasladarse de un peligro al siguiente.

—Y ellas nos lo prohíben.

El alzó la vista hacia los com-ojos.

—Los perros guardianes están observándonos, y tienen colmillos.

—Lo

. Ahora les estoy hablando a ellos. Mi amor hacia ti no es una imperfección. Su frialdad es la imperfección. Son exactamente iguales que las Honoradas Matres!

Un juego donde una de las piezas no puede ser movida.

Deseaba gritarlo, pero las oyentes detrás de los com-ojos oirían más que palabras. Murbella tenía razón. Era peligroso pensar que podías engañar a las Reverendas Madres.

Algo veló los ojos de Murbella cuando lo miró de nuevo.

—Qué extraño parecías hace apenas un momento. —Reconoció en ella a la Reverenda Madre que podía llegar a ser.

¡Huye de ese pensamiento!

Meditar acerca de lo extraño de las memorias de él distraía a veces a Murbella. Pensó que sus anteriores encarnaciones lo hacían en cierto modo similar a una Reverenda Madre.

—He muerto tantas veces.

—¿Lo recuerdas? —La misma pregunta cada vez.

El agitó la cabeza, sin atreverse a decir nada que los perros guardianes pudieran interpretar.

No las muertes y los nuevos despertares.

Todo eso se había convertido en algo aburrido a causa de la repetición. A veces ni siquiera se había molestado en incluirlo en su almacén secreto de datos. No… lo que importaba era los encuentros únicos con otros seres humanos, la larga colección de rostros conocidos.

Esto era algo que Sheeana decía que quería de él.

—Trivialidades íntimas. Es el material que todo artista desea.

Sheeana no sabía lo que pedía. Todos aquellos vívidos encuentros habían creado nuevos significados. Esquemas dentro de esquemas. Cosas minúsculas adquirían una intensidad que desesperaba de compartir con nadie… ni siquiera con Murbella.

El contacto de una mano en mi brazo. El rostro sonriente de un niño. El brillo de los ojos de un atacante.

Incontables cosas mundanas. Una voz familiar diciendo:

—Si esta noche intento apoyar un pie en el suelo me caeré. No me pidas que me mueva.

Todo aquello había pasado a formar parte de él. Estaba ligado a su carácter. La vida lo había cimentado inextricablemente a él, sin que pudiera explicárselo a nadie.

Sin mirarle, Murbella dijo:

—Hubo muchas mujeres en esas vidas tuyas.

—Nunca las he contado.

—¿Las amaste?

—Están muertas, Murbella. Todo lo que puedo prometer es que no son fantasmas celosos en mi pasado.

Murbella apagó los globos. El cerró los ojos, y sintió la oscuridad envolverle mientras ella se deslizaba entre sus brazos. La abrazó fuertemente, sabiendo que ella lo necesitaba, pero sintiendo que su mente seguía sus propios caminos.

Un antiguo recuerdo extrajo una frase de un maestro Mentat:

—La mayor relevancia puede hacerse irrelevante en el espacio de un latido del corazón. Los Mentats deberían contemplar esos momentos con alegría.

No sintió ninguna alegría.

Todas aquellas vidas seriales seguían dentro de él como un desafío a las relevancias Mentat. Un Mentat penetraba en aquel universo fresco a cada instante. Nada viejo, nada nuevo, nada pegado con antiguos adhesivos, nada realmente conocido. Tú eras la red, y existías solamente para examinar lo que habías atrapado en ella.

¿Qué es lo que no pasó entre sus mallas? ¿Qué densidad utilicé en este asunto?

Este era el punto de vista Mentat. Pero no había ninguna forma en la que los tleilaxu hubieran podido incluir todas aquellas células de los Idaho-gholas para recrearlo. Tenía que haber lagunas en su colección serial de células. Había identificado muchas de aquellas lagunas.

Pero no hay lagunas en mis memorias. Las tengo todas.

Era una red lanzada fuera del Tiempo.
Así es como puedo ver a la gente de esa visión… la red.
Era la única explicación que la consciencia Mentat podía proporcionarle, y si la Hermandad lo sospechaba, se sentiría aterrada. No importaba cuántas veces lo negara, dirían: «¡Otro Kwisatz Haderach! ¡Matadlo!»

¡Así que trabaja para ti mismo, Mentat!

Sabía que tenía en su poder la mayor parte de las piezas del mosaico, pero aún no encajaban en aquel ensamblaje, ¡Ajá!, de importantes preguntas Mentat.

Un juego donde una de las piezas no puede ser movida.

Disculpas por un comportamiento extraordinario.

—Desean nuestra participación voluntaria en su sueño.

¡Prueba los limites!

Los humanos pueden mantener el equilibrio sobre extrañas superficies.

Mantén el tono. No pienses. Hazlo.

Capítulo XXV

El mejor arte imita la vida de una forma compulsiva. Si imita un sueño, debe ser un sueño de vida. De otro modo, no hay ningún lugar donde podamos conectarnos. Nuestras conexiones no encajan.

Darwi Odrade

Mientras viajaban hacia el sur a través del desierto, a primera hora de la mañana, Odrade encontró el paisaje campesino turbadoramente cambiado con respecto a su anterior inspección, hacía tres meses. Se sintió justificada por haber elegido vehículos terrestres. El paisaje enmarcado en el grueso plaz que los protegía del polvo revelaba más detalles a aquel nivel.

Mucho más seco todo.

El grupo viajaba en un vehículo relativamente ligero… Sólo quince pasajeros, incluido el conductor. Accionado a suspensores, y con un sofisticado motor a reacción cuando no se hallaban directamente sobre el suelo. Capaz de unos buenos trescientos kilómetros por hora sobre carretera vitrificada en buen estado. Su escolta (excesivamente grande, gracias al desmedido celo de Tamalane) les seguía en otro vehículo que llevaba también ropas de recambio, así como un buen surtido de comida y bebidas para las paradas en el camino.

Streggi, sentada al lado de Odrade y detrás del conductor, dijo:

—¿No podríamos hacer que lloviera un poco aquí, Madre Superiora?

Odrade apretó los labios hasta convertirlos en una fina línea. El silencio era la mejor respuesta.

Habían partido tarde. Todos se habían reunido ya en el muelle de carga, y estaban listos para irse, cuando llegó un mensaje de Bellonda. ¡Otro informe de desastre que requería la atención de la Madre Superiora en el último minuto!

Era una de esas ocasiones en las que Odrade sentía que el único papel posible que le quedaba era el de intérprete oficial. Caminar hasta el borde del escenario y decirles lo que significaba:

—Hoy, Hermanas, hemos sabido que las Honoradas Matres han destruido otros cuatro de nuestros planetas. Todo eso hemos perdido.

Sólo nos quedan doce planetas (incluido Buzzell), y el cazador sin rostro con el hacha está mucho más cerca.

Odrade sentía el abismo abriendo sus fauces bajo ella.

Bellonda había recibido la orden de retener aquellas últimas malas noticias hasta un momento más apropiado.

Odrade miró a través de la ventana de su lado. ¿Cuál era un momento apropiado para tales noticias?

Llevaban avanzando hacia el sur desde hacía un poco más de tres horas, con la carretera vitrificada al quemador extendiéndose ante ellos como un río verde. Su serpentear les conducía por entre colinas de alcornoques que se extendían hasta el horizonte cercado por montañas. Se había dejado que los alcornoques crecieran enanos en plantaciones menos regimentadas que los huertos. Ascendían por las colinas en serpenteantes hileras. La plantación original había sido diseñada en terrazas, cuyos contornos oscurecidos ahora por una alta hierba amarronada aún eran visibles en algunos lugares.

—Aquí cultivamos trufas —dijo Odrade.

Streggi tenía más malas noticias.

—Me han dicho que las trufas tienen problemas, Madre Superiora. No llueve lo suficiente.

¿No más trufas?
Odrade dudó, al borde de enviar a una acólita de Comunicaciones de vuelta a su punto de origen para pedirle al Control del Clima si aquella sequía podía ser corregida.

Se reclinó en su asiento, sin hablar.
¡Complejidades!
Era tan fácil verse burlada por ellas. Un sendero tan enmarañado que eras incapaz de ver ninguna salida.
¡Entonces córtalo!
Sigue el ejemplo de Alejandro cuando se enfrentó a las complejidades gordianas. Alejandro y su hábil cuchillo. ¿O era una espada? No sintió deseos de indagar en busca de una mayor exactitud. Otras cosas exigían su atención.

—¿Por qué no han segado esa hierba debajo de los robles? Hubiéramos debido almacenarla para alimentar al ganado durante el invierno. Mis órdenes fueron explícitas.

La gente a su alrededor retrocedió un poco ante su tono. Odrade podía ser cáustica cuando se irritaba.
Mirad como trató a Tam esta mañana.
Todas sabían qué era lo que más rápidamente la irritaba: la ocultación de los errores. Alguien iba a ser llamado al orden porque aquella hierba no había sido almacenada.

A la Madre Superiora no se le escapa nunca nada.

Miró hacia atrás a sus ayudantes. Tres hileras, cuatro personas en cada hilera, especialistas para ampliar sus poderes de observación y cumplir sus órdenes. ¡Y aquel otro vehículo que les seguía! Uno de los más grandes de su tipo en la Casa Capitular. ¡Treinta metros de largo, al menos! ¡Atestado de gente! El polvo torbellineaba a su alrededor.

Tamalane solía acatar las órdenes de Odrade. La Madre Superiora sabía ser punzante cuando se irritaba, y todo el mundo lo sabía. Tam había traído a demasiada gente en aquella ocasión, pero Odrade lo había descubierto demasiado tarde como para hacer cambios.

—¡Esto no es una inspección! ¡Es una maldita invasión!
Sigue mis directrices, Tam. Se trata de un pequeño drama político. Hace más fácil la transición.

Volvió su atención al conductor, el único hombre en aquel vehículo. Clairby, un experto en transporte, pequeño y avinagrado. Rostro fruncido, piel del color de la tierra recién mojada. El conductor favorito de Odrade. Rápido, seguro, y consciente de los límites de su máquina.

Coronaron la cresta de una colina y los alcornoques se hicieron más espaciados, siendo reemplazados al frente por plantaciones de frutales rodeando una comunidad.

Hermosa a aquella luz, pensó Odrade. Edificios bajos de blancas paredes y techos de tejas anaranjadas. Al final de la ladera se abría una calle de entrada formando un umbrío arco, y alineada detrás, la alta estructura central conteniendo las oficinas regionales.

Aquella vista tranquilizó a Odrade. La comunidad mostraba un aspecto próspero, ablandado por la distancia y por una neblina que se alzaba de los huertos que la rodeaban. Las ramas aún estaban desnudas por el invierno, pero seguramente eran capaces de al menos otra cosecha.

La Hermandad exigía una cierta belleza en sus entornos, se recordó a sí misma. Un regalo que había proporcionado sostén a sus sentidos sin restar nada a las necesidades del estómago. Comodidades allá donde eran posibles… ¡pero no demasiadas!

Alguien detrás de Odrade dijo:

—Creo que algunos de estos árboles están empezando a echar hojas.

Odrade echó una mirada más atenta. ¡Sí! Pequeños asomos de verde en oscuros botones. El invierno había recedido allí. El Control del Clima, debatiéndose por mantener la sucesión de las estaciones, no podía evitar ocasionales errores. El creciente desierto estaba creando allí temperaturas más altas demasiado pronto: sorprendentes zonas de calor habían ocasionado que las plantas echaran hojas o brotes justo en el momento de una brusca helada. La muerte de plantaciones enteras se estaba convirtiendo en algo demasiado común.

Un Consejero de Campo había extraído el antiguo término «Verano Indio» para un informe ilustrado con proyecciones de un huerto en plena floración siendo asaltado por la nieve. Odrade notó que su memoria se agitaba ante las palabras del consejero.

Verano Indio. ¡Qué apropiado!

Sus consejeras, compartiendo aquella pequeña visión del trabajo de su planeta, reconocían la metáfora de una merodeante helada avanzando sobre las ruedas de un calor inapropiado: una inesperada revivificación de un clima cálido, un tiempo en que los incursores podían atosigar a sus vecinos.

Recordando aquello, Odrade sintió el frío del hacha del cazador.
¿Cuán pronto?
No se atrevió a buscar la respuesta.
¡No soy un Kwisatz Haderach!

Se sintió cercana a la autocompasión.
¿Por qué yo? ¿Por qué recae todo esto sobre mis hombros? ¿Por qué debo ser yo la que camine por la cuerda floja cruzando el abismo?

Las Otras Memorias no le dejaron continuar con aquello. Ácidos comentarios brotaron de las muertas que experimentaban la vida a través de sus sentidos.

—¡Fue tu propia elección, Hermana! ¿Y quién mejor?

Sin volverse, Odrade se dirigió a Streggi:

—Este lugar, Pondrille, ¿has estado alguna vez ahí?

—No era mi centro de postulante, Madre Superiora, pero supongo que es similar.

Sí, todas esas comunidades eran muy parecidas: compuestas en su mayor parte por estructuras bajas construidas en mitad de jardines y huertos, centros escolares para adiestramiento especializado. Era un sistema de cribado para Hermanas en perspectiva, la red con la malla más fina en el camino hacia Central.

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