Casa capitular Dune (76 page)

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Authors: Frank Herbert

Tags: #Ciencia ficción

BOOK: Casa capitular Dune
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Bellonda se fue, murmurando. Aquello era más propio de ella.

¿Cómo me guiarás ahora, Dar?

¿Deseas una guía? ¿Un tour dirigido por tu vida? ¿Es para eso para lo que morí?

¡Pero se llevaron también el Van Gogh!

¿Es eso lo que echarás en falta?

¿Por qué lo tomaron, Dar?

Una risa cáustica saludó aquello, y Murbella se alegró de que nadie estuviera escuchando.

¿No puedes ver lo que pretende Sheeana?

¡El esquema de la Missionaria!

Oh, más que eso. Es la siguiente fase: de Muad’Dib al Tirano a las Honoradas Matres a nosotras a Sheeana… ¿a qué? ¿No puedes verlo? Está ahí en el borde de tus pensamientos. Acéptalo del mismo modo que tragarías una bebida amarga.

Murbella se estremeció.

¿Lo ves? ¿La amarga medicina de una futura Sheeana? Hubo un tiempo en el que pensábamos que todas las medicinas tenían que ser amargas o de otro modo no eran efectivas. No hay poder curativo en lo dulce.

¿Tiene que ocurrir, Dar?

Algunos se ahogarán en esa medicina. Pero los supervivientes pueden crear interesantes esquemas.

Capítulo XLVIII

Los opuestos emparejados definen tus anhelos, y esos anhelos te aprisionan.

El Látigo Zensunni

—¡Les dejaste escapar deliberadamente, Daniel!

La vieja mujer se frotó las manos en la sucia parte frontal de su delantal de jardinero. Era una mañana de verano, las flores resplandecían, los pájaros trinaban en los árboles cercanos. El cielo tenía un aspecto ligeramente brumoso, con una radiación amarillenta cerca del horizonte.

—Vamos, Marty, no fue deliberado —dijo Daniel. Se sacó su sombrero de ala ancha y se pasó los dedos por la cerdosa mata de pelo gris antes de volver a colocárselo—. Me sorprendió. Sabía que nos veía, pero no sospechaba que viera la red.

—Y yo que tenía un hermoso planeta elegido para ellos —dijo Marty—. Uno de los mejores. Una auténtica prueba para sus habilidades.

—No sirve de nada lamentarse sobre ello —dijo Daniel—. Ahora están donde no podemos alcanzarles. Estaba extendido de una forma tan fina, sin embargo, que confiaba en poder atraparlo fácilmente.

—También tenían a un Maestro tleilaxu —dijo Marty—. Lo vi cuando pasaron por debajo de la red. Hubiera sido tan magnífico estudiar a otro Maestro.

—No veo por qué. Siempre silbándonos, siempre haciendo necesario el silenciarlos. ¡No me gusta tratar a los Maestros de esa forma, y tú lo sabes! Si no fuera por ellos…

—No son dioses, Daniel.

—Nosotros tampoco.

—Sigo pensando que tú los dejaste escapar. ¡Estabas tan ansioso por podar tus rosas!

—¿Qué le hubieras dicho al Maestro, de todos modos? —preguntó Daniel.

—Hubiera hecho un chiste cuando él hubiera preguntado quiénes éramos. Siempre preguntan eso. Le hubiera dicho: «¿Qué esperabas, al Propio Dios con una barba flotando al viento?»

Daniel dejó escapar una risita.

—Eso hubiera sido divertido. Les cuesta tanto aceptar que los Danzarines Rostro puedan ser independientes de ellos.

—No veo por qué. Es una consecuencia natural. Ellos nos dieron el poder de absorber las memorias y las experiencias de otra gente. Reúne a los suficientes de ellas, y…

—Son personalidades lo que tomamos, Marty.

—Lo que quieras. Los Maestros deberían saber que algún día reuniríamos las suficientes de ellas como para tomar nuestras propias decisiones acerca de nuestro futuro.

—¿Y el de ellos?

—Oh, le hubiera pedido disculpas después de haberlo colocado en su lugar. Puedes hacerlo perfectamente, ¿no crees, Daniel?

—Cuando adoptas esa expresión en tu rostro, Marty, yo voy a podar mis rosas. —Se dirigió a una hilera de arbustos de verdes hojas y flores negras tan grandes como su cabeza.

Tras él, Marty dijo:

—¡Reúne la gente suficiente, y tendrás una gran bola de conocimientos, Daniel! Eso es lo que le hubiera dicho. ¡Y esas Bene Gesserit en esa nave! Les hubiera dicho cuántas de ellas tenemos. ¿Has observado alguna vez lo alienados que parecen cuando los observamos?

Daniel se inclinó sobre sus rosas negras.

Ella lo miró a sus espaldas, las manos en las caderas.

—Sin mencionar a los Mentats —dijo él—. Había dos de ellos en esa nave… los dos gholas. ¿No deseas jugar con ellos?

—Los Maestros siempre intentan controlarlos también —dijo ella.

—Ese Maestro va a verse en problemas si intenta mezclarse con el más mayor de los dos —dijo Daniel, dando un tijeretazo al tallo de una rosa, casi al nivel del suelo—. Esa sí es hermosa.

—¡Mentats! —exclamó Marty—. Se lo diría, ¿sabes? A diez centavos la docena, todos los que quieras.

—¿Centavos? No creo que hubieran comprendido eso, Marty. Las Reverendas Madres sí, pero no ese Mentat grande. No se extendía hasta tan atrás.

—¿Sabes lo que dejaste escapar, Daniel? —preguntó ella, acercándose hasta situarse a su lado—. Ese Maestro tenía un tubo de entropía nula en su pecho. ¡Lleno de células ghola!

—Lo vi.

—¡Por eso los dejaste escapar!

—No les dejé. —Sus tijeras hicieron chas-chas—. Gholas. Sea bienvenido a ellos.

Dedicatoria

Este es otro libro dedicado a Bev, amiga, esposa, segura ayuda, y la persona que le dio su título. La dedicatoria es póstuma, y las palabras que siguen, escritas la manaña siguiente de su muerte, deberían decirles a ustedes algo acerca de su inspiración.

Una de las mejores cosas que puedo decir acerca de Bev es que no ha habido nada en nuestra vida juntos que yo necesite olvidar, ni siquiera el apacible momento de su muerte. Ella me dio el último regalo de su amor, un pacífico tránsito sin temores ni lágrimas por su parte, que alivió mis propios temores. ¿Qué mayor don existe que el demostrar que no necesitas temer a la muerte?

La nota necrológica habitual dirá: Beverly Ann Stuart Forbes Herbert, nacida el 20 de octubre de 1926 en Seattle, Washington; muerta a las 5:95 p.m. del 7 de febrero de 1984 en Kawaloa, Maui. Sé que esto es una formalidad mucho mayor de la que ella hubiera tolerado. Me arrancó la promesa de que no habría un funeral convencional, «con el sermón de un predicador y mi cuerpo exhibido». Como ella decía, «yo no voy a estar en ese cuerpo entonces, pero merece una mayor dignidad de la que proporciona esa exhibición».

Insistió en que yo no fuera más lejos que en hacer que su cuerpo fuera cremado y sus cenizas esparcidas por su querida Kawaloa, «donde hemos gozado de tanta paz y amor». La única ceremonia… amigos y familiares en el esparcir de sus cenizas mientras suenan las notas de «Puente sobre aguas turbulentas».

Sabia que habría lágrimas entonces, y hay lágrimas mientras escribo estas palabras, pero en sus últimos días habló a menudo de que las lágrimas son fútiles. Reconocía las lágrimas como algo que forma parte de nuestros orígenes animales. El perro, decía siempre, aúlla ante la pérdida de su dueño.

Otra parte de la consciencia humana dominaba su vida: el espíritu. No en ninguno de los empalagosos sentidos religiosos ni en ninguno de los otros sentidos que los espiritualistas asocian a la palabra. Para Bev, era la luz de la consciencia humana brillando en todo lo que encontraba. Debido a ello, puedo decir pese a mi dolor e incluso dentro de ese dolor que la alegría llena mi espíritu debido al amor que ella me dio y sigue dándome. Nada en la tristeza ante su muerte es un precio demasiado alto de pagar por todo el amor que compartimos.

Su elección de la canción para ser cantada en la ceremonia de esparcir sus cenizas procedía de lo que a menudo nos decíamos el uno al otro… que ella era mi puente y yo el suyo. Eso resume nuestra vida matrimonial.

Empezamos a compartirla con una ceremonia ante un ministro en Seattle el 20 de junio de 1946. Nuestra luna de miel la pasamos en una torre de vigilancia forestal contra incendios en la cima de un otero, el Kelley Butte, en el Bosque Nacional de Snoquaimie. Nuestros aposentos eran un cuadrado de tres metros y medio de lado con una cúpula encima de tan sólo metro y medio de lado, y la mayor parte del espacio disponible estaba ocupado por el rastreador de fuegos a través del cual detectábamos cualquier humo que viéramos.

En aquel angosto espacio, con una Victrola accionada a cuerda y dos máquinas de escribir portátiles que ocupaban un espacio considerable encima de la única mesa, sentamos el esquema de lo que sería nuestra vida juntos: trabajo combinado con la música, escribir, y todas las demás alegrías que la vida proporciona.

Esto no quiere decir que experimentáramos una constante euforia. Lejos de ello. Tuvimos momentos de hastío, de miedos y de dolores. Pero siempre hay tiempo para las risas. Incluso al final, Bev podía sonreír aún para decirme que la había colocado correctamente sobre sus almohadas, que había aliviado el picor de su espalda con un suave masaje, y que había hecho todas las demás cosas necesarias porque ella ya no podía hacerlas por si misma.

En sus días finales, no quiso que nadie excepto yo la tocara. Pero nuestra vida matrimonial había creado un lazo de amor y confianza tan grande que ella decía a menudo que las cosas que yo hacía por ella era como si las hiciera ella misma. Aunque yo tenía que procurarle los más íntimos cuidados, los cuidados que uno proporcionaría a un niño, ella no se sentía ofendida ni su dignidad se veía asaltada. Cuando la tomaba entre mis brazos para colocarla en una posición más cómoda o bañarla, los brazos de Bev siempre se colocaban alrededor de mis hombros y ella anidaba su rostro como había hecho tan a menudo en el hueco de mi cuello.

Es difícil transmitir la alegría de esos momentos, pero les aseguro que estaba ahí. Alegría espiritual. Alegría de la vida incluso en la proximidad de la muerte. Su mano estaba en la mía cuando murió, y el doctor que la atendía, con lágrimas en los ojos, dijo de ella lo que habían dicho ya muchos otros:

—Tenía un don.

Muchos de aquellos que vieron aquel don no lo comprendieron. Recuerdo cuando entramos en el hospital a primeras horas de la madrugada para que diera a luz a nuestro primer hijo. Estábamos riendo. Los enfermeros nos miraban con desaprobación. El nacimiento es algo doloroso, incluso peligroso. Algunas mujeres mueren dando a luz. ¿Por qué está riendo esa gente?

Estábamos riendo a causa de que la perspectiva de una nueva vida que formaba parte de nosotros dos nos llenaba de una gran felicidad. Estábamos riendo porque el nacimiento iba a producirse en un hospital edificado en el mismo lugar que el hospital donde había nacido Bev. ¡Qué maravillosa continuidad!

Nuestra risa era infecciosa, y muy pronto todos aquellos con quienes nos encontramos en nuestro camino hasta la sala de partos estaban sonriendo. La desaprobación se convirtió en aprobación. La risa era su don en los momentos de tensión.

La suya era también la risa de lo constantemente nuevo. Todo aquello con lo que se encontraba tenía algo nuevo que excitaba sus sentidos. Había en Bev una progresiva ingenuidad que era, a su propia manera, una forma de sofisticación. Deseaba descubrir lo que había de bueno en todo y en todos. Como resultado de ello, obtenía esa misma respuesta en los demás.

—La venganza es para los niños —decía—. Tan sólo la gente que es básicamente inmadura la desea.

Era conocida por llamar a la gente que la había ofendido y razonar con ella para echar a un lado sentimientos destructivos. «Seamos amigos.» No me sorprendió la fuente de ninguna de las condolencias que llegaron después de su muerte.

Fue típico de ella el que deseara que yo llamase al radiólogo cuyo tratamiento en 1974 fue la causa más directa de su muerte, y le diera las gracias por «proporcionarme esos diez maravillosos años más. Asegúrate de que comprende que sé que él hizo todo lo que pudo por mí cuando yo estaba muriendo de cáncer. Llevó sus conocimientos, sus habilidades y su arte hasta sus límites, y quiero que sepa que se lo agradezco.»

¿Es de sorprender que mire hacia atrás a todos esos años que pasamos juntos con una felicidad que trasciende de todas las palabras con las que pueda intentar describirlos? ¿Es de sorprender el que no desee ni necesite olvidar ni un sólo momento de ellos? La mayor parte de la gente tan sólo tocó su vida de una forma periférica. Yo la compartí de la forma más íntima, y todo lo que ella hizo me fortaleció. No me hubiera resultado posible hacer todo lo que la necesidad me exigió durante los diez años finales de su vida, fortaleciéndola a ella al mismo tiempo, si ella no me hubiera proporcionado antes esa fortaleza en los años anteriores, completamente y sin reservas. Considero que ésta ha sido mi mayor fortuna y mi más milagroso privilegio.

Frank Herbert,

Port Townsend, W.A.

6 de abril de 1984

FRANK HERBERT, nació en 1920 en Tacoma, Washington. Fue fotógrafo, camarógrafo de televisión, pescador de ostras y periodista, antes de empezar a escribir ciencia-ficción, publicando sus primeros relatos en 1952, en la revista Startling Stories.

Comenzó a escribir a los 8 años y a los 20 años vendía ya relatos para los pulps americanos, y después de la Segunda Guerra Mundial empezó a alternar su trabajo como periodista con la creación de relatos de aventuras, que firmaba con seudónimo. A principio de los 50 empezó a vender artículos y cuentos para revistas de mayor categoría.

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