Authors: Anne Holt
Había llegado su momento.
Apenas alcanzaba a oírla. Sin consultar el reloj, él sabía que marcaba las tres. Contuvo la respiración y se hizo el silencio. Cuando se asomó por la esquina de la casa, vio que había tenido más suerte de la que cabía esperar. Ella había bajado el cochecito hasta el jardín. En la terraza había una vieja hamaca que no dejaba sitio para el carrito del niño. Él no percibió otro sonido que su propia respiración acelerada y el rugido lejano de un avión que estaba a punto de aterrizar en Langnes. Abrió la cartuchera, se preparó y se acercó al cochecito.
El alero del tejado lo protegía de la llovizna de primavera, pero el niño estaba resguardado como para sobrevivir a una tormenta invernal. El cochecito tenía la capota levantada y una cubierta para la lluvia enganchada al canastillo. Por encima de todo lo demás, la madre había extendido también una especie de rejilla, quizá para mantener alejados a los gatos callejeros. El hombre quitó el protector de gatos no sin trabajo, y a continuación desabotonó y retiró la funda para la lluvia. El niño estaba metido en un saco de dormir azul y llevaba puesto un gorro. Estaban a finales de mayo, ¡y el niño llevaba gorro! Se lo habían atado a la barbilla con una cinta que desaparecía en un pliegue del regordete cuello. Ocupando casi todo el espacio en el cochecito, el niño dormía profundamente, con la boca abierta.
Más valía que no lo despertara.
Nunca iba a conseguir quitarle al niño toda esa ropa que sobraba.
—¡Mierda!
El pánico le recorrió todo el cuerpo, desde abajo, desde los pies, dejándolo sin aliento. Se le cayó la jeringuilla. Tenía que llevarse la jeringuilla. El niño bostezó y hacía gorgoritos. El niño era un agujero negro que respiraba. La jeringuilla. El hombre se inclinó, la recogió y la metió en la riñonera. El saco de dormir estaba relleno de plumas. Tapó con él el agujero que respiraba, sujetando la tela azul firmemente con los dedos. El niño se movió, intentando liberarse, pero resultaba extrañamente sencillo impedirlo. Él apretaba con fuerza, sin aflojar, y, finalmente, dejó de haber algo que se resistía bajo las plumas del tejido azul. Aun así, él no soltó el saco de dormir. Todavía no. Sujetaba y apretaba. El avión había aterrizado y todo estaba en silencio.
Por suerte se acordó de la nota.
—Me acordé de la nota —se decía a sí mismo cuando se metió en el coche—. Me acordé de la nota.
Aunque se quedó dormido dos veces al volante —lo despertó el patinazo hacia la valla protectora de la carretera, justo a tiempo para rectificar la trayectoria—, consiguió llegar hasta el lago de Maja sin parar más que para orinar y para rellenar el depósito con gasolina de los bidones, siempre en caminos secundarios. Tenía que dormir. En una carretera estrecha junto a un
camping
abandonado encontró un lugar donde esconder el coche.
No tendría que haberlo hecho.
Tendría que haber mantenido el control. Había que llevarlo todo a cabo tal y como lo había planeado. De pronto le resultaba imposible dormirse, a pesar de que estaba mareado de sueño.
Rompió a llorar. No era así como tendría que haber ocurrido. Éste era su momento. Por fin. Se cumpliría su plan, su voluntad. El llanto fue a más y lo hizo avergonzarse. Empezó a despotricar y a abofetearse a sí mismo.
—Por lo menos me acordé de la nota —murmuraba mientras se limpiaba los mocos con los dedos.
El timbre de la puerta la despertó. El timbrazo había sido corto, como si alguien estuviera intentando avisarla sin molestar a Kristiane.
El Rey de América
gimió compungido desde el dormitorio de la niña e Inger Johanne lo dejó salir del cuarto antes de dirigirse a la puerta. Comprobó que la niña, por fortuna, seguía durmiendo tranquilamente entre los densos efluvios del sueño y la orina de perro. El perro le saltaba encima todo el rato y le arañaba las pantorrillas desnudas con las garras. Ella intentó quitárselo de encima, pero tropezó y se golpeó el meñique del pie mientras caminaba por el pasillo. Para evitar que volvieran a tocar el timbre, se acercó a la puerta cojeando a toda prisa y maldiciendo entre dientes.
Apenas se le veían los ojos. Parecía haber encogido de lo encorvado que iba, y ella percibió un ligero olor a sudor cuando él levantó la mano en un gesto preventivo. Bajo el brazo llevaba, como si fuera una caja, una maleta de piloto que tenía el asa rota, un bulto informe y con la tapa sin cerrar.
—Imperdonable —farfulló él—. Pero es que no he conseguido escaparme hasta ahora.
—¿Qué hora es?
—La una, de la mañana, vaya.
—Ya entiendo —dijo ella con cierta aspereza—. Entra. Voy a ponerme otra cosa.
Él se había sentado en la cocina, y
El Rey de América
le estaba mordisqueando la mano. Ella tendría que haberse imaginado que era Yngvar. Al despertarse no pensaba más que en impedir que el timbre volviera a sonar. Si Kristiane se despertaba en medio de la noche, se podía dar el día por comenzado. Se quitó la sudadera vieja de la facultad, tenía mejores jerséis que éste en el armario.
—Si piensas aparecer alguna otra noche, estaría bien que no llamaras al timbre. Usa el teléfono. Por la noche desconecto el del salón, pero el del... —Hizo un gesto hacia el dormitorio y le echó café a la cafetera—. El de mi cuarto suena poco, me despierta a mí, pero deja que Kristiane siga durmiendo. Es importante para ella, y para mí. —Intentó sonreír, pero su gesto se convirtió en un bostezo. Algo aturdida, cerró los ojos y sacudió la cabeza con fuerza.
—Me acordaré —prometió Yngvar—. Lo siento. Ya hay otra víctima.
Ella se llevó lentamente la mano hacia el cabello, pero la dejó caer y acabó agarrando con fuerza el tirador de un cajón.
—¿A qué...? —titubeó—. ¿A qué te refieres con «otra víctima»?
Yngvar enterró la cara entre las manos.
—Un niño de once meses de Tromsø —murmuró, alzando la vista—. Glenn Hugo. Once meses. ¿No lo has oído?
—Yo... esta noche no he visto la tele ni he escuchado la radio. Hemos... Kristiane y yo hemos estado jugando con el perro y hemos salido a dar un paseo y... Once meses. ¡Once meses!
La exclamación se quedó flotando entre ellos, durante un largo rato, como si la edad de la pequeña víctima encerrase algún acertijo, alguna clave oculta que explicase aquel absurdo asesinato. Inger Johanne sintió que le asomaban lágrimas a los ojos.
—Pero...
Soltó el cajón y se sentó a la mesa. Ella sintió la necesidad de posar la mano sobre las de él.
—¿Ya ha aparecido?
—No fue secuestrado. Lo asfixiaron en su cochecito mientras dormía la siesta como todas las tardes.
El perro se había tumbado en el rincón junto al horno. Estaba tirado de costado. Inger Johanne intentó fijar la vista en el estrecho tórax que subía y bajaba al ritmo de la respiración. Se le notaban las costillas bajo el pelaje corto y suave. Tenía los ojos entrecerrados, y su lengua brillaba rosa y húmeda, rodeada de marrón.
—Entonces no es él —dijo con contundencia pero con voz débil. Le costaba respirar—. Él no estrangula. Él... Secuestra y mata de un modo... de un modo que nosotros no entendemos. Él no asfixia a bebés dormidos. No es el mismo hombre. ¿Has dicho Tromsø? ¿Ha ocurrido en Tromsø?
Inger Johanne golpeó la mesa levemente con los puños, como si la distancia geográfica fuera la prueba que necesitaba. Se trataba de una muerte trágica, pero al mismo tiempo natural. Una muerte súbita de bebé obviamente era horrible, pero se podía vivir con ello. Por lo menos ella. Eso debía de servirle de consuelo a todo el mundo menos a la familia, a la madre, al padre.
—¡Tromsø! ¡No encaja!
Se inclinó sobre la mesa y lo miró a los ojos. Él desvió la vista hacia la cafetera y se levantó despacio, sin fuerzas. Abrió un armario, sacó dos tazas y se quedó un momento contemplándolas. Una de ellas tenía un dibujo de un Ferrari que el lavavajillas había convertido en una mancha de color rosa pálido. La otra tenía la forma de un dragón desconcertado con un ala rota. El asa figuraba la cola. Yngvar sirvió café en las dos y le alargó la taza con el coche a Inger Johanne. Las partículas del vapor del café se le adherían a ella a la cara. Sujetaba fuerte la taza con las dos manos. Quería que Yngvar le diera la razón. Tromsø estaba demasiado lejos, el
modus operandi
no encajaba. El asesino no había encontrado a su cuarta víctima. No podía ser así. El perro gimió en sueños.
—La nota —dijo él, cansinamente, y tomó un sorbo del líquido ardiente—. Ha dejado una nota. «Ahí tienes lo que te merecías.»
—Pero...
—Todavía no hemos hecho público ese detalle, no ha salido una palabra sobre eso en los periódicos. Lo cierto es que hemos conseguido guardarlo en secreto hasta ahora. Tiene que ser él.
Inger Johanne miró el reloj.
—Las dos menos veinticinco —dijo—. Faltan cuatro horas y treinta y cinco minutos para que se despierte el despertador de allí dentro. Pongamos manos a la obra. Supongo que has traído algo en esa maleta. Ve a buscarla. Nos quedan cuatro horas y media.
—¿Así que el único rasgo común es la nota?
Inger Johanne se recostó abatida en la silla y enlazó las manos detrás de la nuca. Había papelitos amarillos por todas partes. De la nevera colgaba una enorme cartulina que había estado enrollada y que hubo que fijar con cinta de embalar para que no se cayera. El nombre de los niños encabezaba cada una de las columnas, que contenían información de todo tipo, desde detalles sobre la alimentación hasta historiales médicos. La columna de Glenn Hugo era raquítica. Los únicos datos que había sobre el niñito que llevaba menos de un día muerto eran una posible causa de muerte (la asfixia), su edad y su peso. Un niño sano y normal de once meses de edad.
En una hoja de tamaño DIN-A4 que colgaron sobre el fogón, se indicaba además que los padres se llamaban May Berit y Frode Benonisen, de veinticinco y veintiocho años respectivamente y que vivían en la casa de la madre de ella, que tenía un patrimonio considerable. Los dos trabajaban en el Ayuntamiento, él en la sección de limpieza y ella como secretaria del alcalde. Frode había finalizado los estudios primarios y tenía a sus espaldas una carrera medianamente exitosa como futbolista en el TIL, mientras que May Berit había obtenido dos diplomaturas, en historia de las religiones y en filología española. Llevaban dos años casados, casi exactamente.
—La nota. Y que todos son niños. Y que todos están muertos.
—No. Emilie no, no necesariamente. De eso no sabemos nada.
—Correcto. —Yngvar se frotó el cuero cabelludo con los nudillos—. Las hojas de papel sobre las que están escritas las notas proceden de dos paquetes distintos. Se trata de papel normal, del que usa todo el mundo que tiene un ordenador. No se ha recogido ninguna huella. Bueno... —Volvió a frotarse la cabeza, levantando una sutil nube de caspa que sólo resultaba visible a la luz de la lámpara de pie que ella había traído del salón—. Es demasiado pronto para concluir nada sobre la última nota, claro. Todavía lo están investigando, pero creo que no deberíamos hacernos demasiadas ilusiones. Este tipo obra con cautela. Con mucha cautela. La letra de las notas parece diferente, por lo menos a primera vista. Quizá sea premeditado, lo va a estudiar un experto.
—Pero ¿y este testigo...? Este...
Inger Johanne se levantó y deslizó el dedo índice sobre una serie de papelitos amarillos pegados a la nevera, junto a la ventana.
—Aquí. Un señor del número 1 de la calle Soltun. ¿Qué es lo que ha visto en realidad?
—Un catedrático retirado. Un testigo muy creíble, hasta cierto punto. El problema es que... —Yngvar sirvió la sexta taza de café, y reprimió un eructo provocado por la acidez del estómago, con el puño sobre la boca—. No ve del todo bien, lleva gafas con bastante graduación. Pero en todo caso... Estaba arreglando la barandilla de la terraza, y desde ahí se ve muy bien este camino. —Yngvar usó un cucharón de madera para señalar un punto en el boceto de un mapa que estaba pegado con celo a la ventana—. Dice que, hacia la hora en que se cometió el crimen, se fijó en tres personas: una mujer de mediana edad, con un abrigo rojo, a la que cree haber visto antes, y un niño en bicicleta, al que supongo que podemos descartar. Los dos caminaban hacia el lugar de los hechos. Pero vio también a otro hombre, un tipo que según sus cálculos tendría entre veinticinco y treinta y cinco años. Éste venía andando en dirección contraria —volvió a apuntar al papel con el cucharón—, hacia la colina de Langnes. Eran algo más de las tres. El testigo lo sabe con seguridad porque su mujer salió justo después para preguntarle a qué hora le venía bien bajar a comer. Él miró el reloj y calculó que terminaría de arreglar la barandilla hacia las cinco.
—Y había algo en el modo en que el tipo caminaba...
Inger Johanne se concentraba en el mapa.
—Sí, el catedrático lo describió como... —Yngvar rebuscó en el taco de papeles—: «Alguien que intenta disimular la prisa.»
Inger Johanne adoptó una expresión escéptica al oír la frase.
—¿Y cómo se nota eso?
—Decía que el tipo andaba más despacio de lo que en realidad habría querido, como si en realidad estuviese deseando arrancar a correr pero no se atreviera. Una observación bastante aguda, la verdad, si es que es correcta. De camino hacia aquí he intentado caminar así, y quizá tenga sentido. Se adquiere un paso vacilante, algo forzado.
—¿El testigo ha aportado algo más a la descripción?
—Por desgracia, no.
A la copa dragón se le había roto la otra ala a lo largo de la noche. Ahora la bestia parecía aún más compungida, como un gallo manso y tullido. Yngvar le echó un chorro de leche al café.
—Sólo habló de la edad aproximada. Y de que iba vestido de gris o de azul, o quizá de gris y de azul. Tenía un aspecto muy neutro.
—Sensato por su parte. Si de verdad era nuestro hombre, claro está...
—También describió su pelo. Llevaba una melenita corta y espesa, como la de un caballero. El catedrático no se atreve a asegurar nada más. Evidentemente, vamos a hacer un llamamiento para que cualquiera que estuviera en la zona se ponga en contacto con nosotros. Así que ya veremos.
Inger Johanne se frotó la región lumbar y cerró los ojos. Aparentemente se había quedado completamente en Babia. La luz de la mañana empezaba a iluminar el cielo. De pronto, ella se puso a recoger todos los papeles amarillos, a descolgar los carteles, a plegar los mapas y las columnas. Lo ordenó todo meticulosamente: las notas en sobres, las hojas de papel grandes apiladas con sumo cuidado. Por último, lo guardó todo en la vieja maleta y sacó una lata de Coca-Cola de la nevera. Clavó una mirada inquisitiva en Yngvar, pero éste negó con la cabeza.