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Authors: Anne Holt

Castigo (15 page)

BOOK: Castigo
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Inger Johanne quería ante todo ayudar a Yngvar Stubø. El caso constituía un desafío. Una perla académica. Un reto intelectual. Una competición entre ella y un delincuente desconocido. Inger Johanne sabía que se iba a dejar involucrar con demasiada facilidad, que trabajaría día y noche, como en una agotadora carrera por determinar quién era más fuerte, si ella o el criminal, quién era más listo, más rápido, más valiente. Por determinar quién era mejor.

Se sacó la nota del bolsillo, se la puso sobre las rodillas y la desarrugó. Alisó el papel con el canto de la mano y lo volvió a leer antes de romperlo de pronto en treinta y dos pedacitos que tiró al retrete.

27

Aksel Seier se levantó en cuanto amaneció, aunque llevaba toda la noche despierto. Se sentía extrañamente aturdido. Se llevó las manos a las sienes y estuvo a punto de caerse cuando se levantó de la cama. El gato se restregó contra sus pantorrillas desnudas maullando suavemente, y él lo levantó en brazos y se quedó un buen rato acariciando el lomo del animal con la mirada ausente puesta en la ventana.

Hubo una persona que creyó en él. Mucho antes de que llegara esta Inger Johanne Vik con sus palabras finas e incomprensibles, hubo alguien que comprendió que no había cometido aquel crimen por el que estaba condenado. Hubo otra mujer, en otro tiempo.

La conoció después de que lo pusieran en libertad, en su primera y vacilante visita a un bar. Casi nueve años sin probar el alcohol hacían lo suyo. La primera copa se le subió a la cabeza y, tras beber medio litro, se había mareado. De camino al baño perdió el equilibrio y se golpeó la cabeza contra el canto de una mesa. La mujer que estaba allí sentada llevaba un vestido de verano de flores y olía a lilas. Como la sangre manaba sin parar, ella lo invitó a su casa. «Está a la vuelta de la esquina», le dijo con entusiasmo. Todavía faltaban muchas horas para el alba. A él no le quedó más remedio que acompañarla. «Tienes una cara de bueno...», había dicho ella, riéndose un poco. Sus dedos le curaron la herida delicadamente con algodón y yodo que olía a rancio y que le dejó una mancha marrón en la nuca. Después le aplicó una venda. Con preocupación en la mirada, la mujer dijo que quizá deberían ir a urgencias, lo mejor sería que le dieran un par de puntos. Él percibía el olor a lilas y no se quería ir. Ella lo tomó de la mano y él le contó su historia, tal como era. Apenas llevaba semana y media en libertad. Todavía era joven y confiaba en poder enderezar su vida. Le habían rechazado cuatro solicitudes de trabajo, pero seguía habiendo posibilidades. Con un poco de paciencia las cosas se irían arreglando. Él era fuerte y trabajador. Además, había aprendido un par de cosas útiles en la cárcel.

La mujer se llamaba Eva y tenía veintitrés años. Cuando dieron las once menos cinco y él tuvo que marcharse por consideración a la casera, Eva salió con él. Caminaron durante varias horas por las calles, lado a lado. Cuando se rozaban, Aksel notaba la piel de ella a través de la tela del vestido. El calor de su cuerpo atravesaba la gruesa chaqueta de lana que él acabó por quitarse para ponérsela a ella sobre los hombros. Ella lo escuchaba muy seria. Aseguró que le creía y lo abrazó brevemente antes de meterse corriendo en el portal de su casa. A medio camino se detuvo y rompió a reír. Se había olvidado de devolverle la chaqueta. Empezaron a verse con frecuencia. Aksel no conseguía trabajo. Cuatro meses más tarde comprendió que con la verdad no iba a llegar a ningún sitio, de modo que se inventó un pasado en Suecia. Les contaba a los posibles empleadores que había trabajado en Tärnaby como carpintero durante unos diez años, y por fin consiguió trabajo como ayudante de un repartidor. Le duró tres meses. Alguien del almacén conocía a alguien que lo había reconocido. Lo echaron ese mismo día, pero Eva no lo abandonó.

El gato saltó de su regazo y él decidió marcharse de Harwichport.

No planeaba ir muy lejos, sólo unas millas al norte, a Maine. Pasaría allí únicamente unos días. Seguro que la investigadora de Noruega no tardaría en tirar la toalla. No tenía nada que hacer aquí. Aunque daba la impresión de conocer la zona, era noruega, tenía un lugar adonde volver. Cuando descubriera que él había desaparecido, seguro que se rendiría. Él no era importante. Aksel pensaba ir a Old Orchard Beach; allí Patrick llevaba un tiovivo y en verano sacaba un buen dinero. Patrick y Aksel trabaron amistad en Boston, durante los primeros tiempos de Aksel en Norteamérica, cuando trabajaba como lavaplatos en un restaurante italiano del North End. Patrick se encargó de conseguir que dejaran a su amigo enrolarse con él en un pesquero de Gloucester y, tras dos buenas temporadas, los dos se sintieron ricos. Patrick pidió un préstamo y compró el tiovivo, lo que siempre había soñado. Aksel se gastó todos sus ahorros en la casa de Harwichport antes de que la nueva época de bonanza económica disparara los precios e imposibilitara que la gente normal pudiera comprarse una casa junto al mar en el cabo Cod. Los dos amigos se veían muy poco y tampoco se decían gran cosa cuando se veían, pero Aksel sabía que sería bienvenido en casa de Patrick. De eso no cabía la menor duda.

El gato soltó un maullido agudo; la gatera estaba cerrada. Aksel dejó entornada la puerta del jardín y sacó una maleta del fondo del armario del dormitorio.

En la cómoda había cuatro calzoncillos limpios. Los dobló con esmero y los metió en el fondo de la maleta. Cuatro pares de calcetines. Dos camisas. El jersey azul. Un par de camisetas de tirantes. No necesitaba nada más. La maleta todavía estaba medio vacía. Aksel ajustó las gomas sobre el jersey que había colocado encima de todo y se disponía a cerrar la cremallera, pero cambió de idea. Decidió meter también las cartas. Nunca antes las había llevado consigo en sus escasos y breves viajes a Boston o a Maine. Estaban donde siempre, sobre el tablero de ajedrez que nunca se usaba porque Aksel nunca recibía visitas, en un montón atado con un cordel. Esta vez sería mejor que se las llevara.

Al fin cerró la maleta.

Con tres latas de comida para gatos metidas en una bolsa y la maleta en la otra mano, salió y cerró la puerta. La señora Davis siempre estaba despierta a estas horas. En cuanto se acercó al coche, ella se asomó a la ventana de la cocina y le comentó alegremente que era un hermoso día. Aksel levantó la vista. Quizás haría buen tiempo hoy; la señora Davis tenía razón en eso. Las gaviotas dejaban caer valvas desde el cielo y se lanzaban en picado sobre la playa para comer. Dos barcos estaban saliendo de Allen Harbor. El sol ya brillaba alto sobre el horizonte. La señora Davis, con su eterno jersey rosa, cruzó el jardín y agarró la bolsa con la comida del gato. No era suficiente, le dijo él, iba a estar fuera unos días, ella tendría que comprar más. Él le pagaría a su regreso. ¿Cuándo? No lo sabía, la verdad. Tenía que visitar a alguien en el sur, en Nueva Jersey, farfulló y luego escupió. Podía llevarle un tiempo. Le agradecía mucho que le cuidara al gato mientras tanto.

—Gracias —murmuró, sin darse cuenta de que lo había dicho en noruego.


Sorry, sweety, he's
gone
[11]
.

La señora Davis ladeó la cabeza y se puso muy seria, como si estuviera en un funeral.

—Se fue esta mañana, me temo. A Nueva Jersey, creo. No sé cuándo volverá, quizá tarde semanas, ¿sabes? —añadió la señora en inglés.

Inger Johanne se quedó mirando al gato que descansaba en brazos de la mujer y se dejaba acariciar. Tenía los ojos de un color amarillo que daba miedo, casi fosforescente, y clavó en Inger Johanne una mirada arrogante, como si estuviera burlándose de ella, de una intrusa que se había creído que Aksel iba a estar esperándola en las escaleras, lleno de expectativas ante lo que ella tenía que contarle, listo para someterse a su interrogatorio, recién afeitado y con la cafetera en el fuego. El gato bostezó. Sus pequeños y blancos dientes relucieron cuando los ojos quedaron reducidos a dos rayas. Inger Johanne dio media vuelta y se dirigió al coche.

Lo único que podía hacer era dejar su tarjeta de visita. Por un momento contempló la posibilidad de darle la tarjeta a la mujer, pero luego pensó en el gato de aspecto amenazador y decidió acercarse a la casa de Aksel. Escribió un mensaje rápidamente sobre la parte de atrás de la tarjeta y la metió en el buzón. Por si acaso, introdujo otra por debajo de la puerta.

—Parecía un poco alterado, ¿sabes?

La señora, que sin duda tenía ganas de hablar, caminaba hacia ella con el gato en brazos.

—No está acostumbrado a recibir visitas. La verdad es que no es muy sociable. Pero tiene un corazón...

El gato se dejó caer perezosamente al suelo, y la señora se llevó las manos al pecho en un gesto dramático.

—Tiene un corazón de oro puro, te lo aseguro: de oro puro. ¿De qué lo conoces?

Inger Johanne esbozó una sonrisa distraída, como si no hubiese entendido bien. Estaba claro que debía hablar con la mujer, a quien por lo visto no se le escapaba nada de lo que sucedía en ese trecho de la calle. A pesar de todo, Inger Johanne giró sobre sus talones y subió al coche. Estaba molesta y aliviada al mismo tiempo. Se reprochaba el haber dejado que Aksel se fuera del restaurante sin antes haberle arrancado un compromiso más concreto. La enfurecía que él la hubiera engañado y se hubiera largado. Al mismo tiempo, el numerito de la desaparición constituía toda una declaración por sí misma. Inger Johanne no era bien recibida en la vida de Aksel Seier, con independencia de lo que tuviera que decirle.

Aksel Seier quería navegar solo. Ella quedaba exenta de toda responsabilidad para con él.

Era jueves 25 de mayo, y ya podía regresar a casa. En realidad tendría que llamar a Alvhild, pero mientras conducía hacia Route 28, decidió no hacerlo. Tenía muy poco que contar. Ni siquiera recordaba lo que había visto en la pequeña casa de Aksel Seier y la había sorprendido tanto que la había mantenido despierta durante media noche.

28

Una furgoneta de reparto se aproximaba al edificio. Estaba lloviznando. Había un atasco en la autopista junto al estadio de Ullevaal a causa de un accidente de tráfico. El caos se había extendido como un tumor. El vehículo de reparto había tardado una hora en hacer un recorrido que normalmente le habría llevado veinte minutos. Por fin se acercaba al domicilio de entrega. El conductor miró con irritación a un taxi que se había quedado atravesado y estaba obstaculizando el tráfico. Un joven que se estaba bajando de su coche con mucha dificultad porque estaba escayolado e iba con muletas le dedicó un corte de manga y señaló frenéticamente a un coche de policía situado quince metros más adelante.

—¡Joder! —bramó—. ¿No te das cuenta de que la calle está cortada?

Era lo que faltaba. Al conductor no le daba la gana llevar el paquete a pie hasta el bloque de apartamentos. Llevaba conduciendo desde las seis y media de la mañana y además estaba constipado. Tenía ganas de que el fin de semana empezara de una vez. Los viernes por la tarde eran un infierno. Quería entregar este maldito paquete, irse a casa y meterse en la cama, a tomarse una cerveza y ver una película de vídeo. Bastaría con que el puto coche de policía se moviera un poco. A pesar de que toda la calle estaba cortada, no parecía que estuviese sucediendo nada emocionante. Dos hombres de uniforme estaban charlando delante del coche. Uno de ellos fumaba y miraba el reloj como si quisiera irse a su casa, al igual que él. Finalmente el taxi consiguió dar la vuelta, pero no sin aplastar un par de arbustos que crecían en la acera. El conductor de la furgoneta de reparto apretó ligeramente el acelerador y dejó que el vehículo avanzara lentamente mientras bajaba la ventanilla.

—Hola —saludó el policía sombríamente—. No puede pasar por aquí. Está cerrado el acceso.

—Sólo tengo que entregar un paquete.

—No va a poder ser.

—¿Por qué no?

—Eso en realidad no es de su incumbencia.

—Pero me cago en... —El conductor se asestó una palmada en la frente—. ¡Esto es mi trabajo! Llevo aquí un paquete, un jodido paquete enorme que tengo que entregar ahí arriba, en casa de...

Hacía gestos hacia el bloque de vecinos mientras buscaba algo en el desorden que tenía a su lado. Una lata de refresco medio llena que había en un soporte en el salpicadero se volcó, y un líquido amarillo se derramó por el suelo. El conductor perdió los nervios.

—¡Es ahí arriba! Lena Baardsen. 10 b, escalera 2. ¿Podrías explicarme cómo...?

—¿Qué ha dicho?

El otro policía se inclinó hacia él.

—Te estaba pidiendo que me explicaras cómo coño voy a hacer mi trabajo si...

—¿Para quién ha dicho que era el paquete?

—Lena Baardsen, 10 b. Es...

—Salga de la furgoneta.

—¿Que salga de la furgoneta? Yo...

—¡Salga de la furgoneta! ¡Ahora!

El conductor se asustó. El policía más joven había tirado el cigarrillo y se había apartado un par de metros. Ahora estaba hablando por un emisor-receptor. Aunque el conductor no alcanzaba a distinguir las palabras, el tono de su voz indicaba que se trataba de algo serio. El otro hombre de uniforme, un tipo de unos cuarenta años con un gran bigote, lo agarró con decisión del brazo cuando él abrió por fin la puerta del vehículo. Levantó las manos en el aire, como si lo estuviesen arrestando.

—¡Joder, tranquilízate! ¡Sólo quería entregar un paquete! ¡Un paquete!

—¿Dónde está?

—¿Dónde está? En la furgoneta, por supuesto. Está aquí detrás, si quieres...

—Las llaves.

—Joder, está abierto, pero no puedo dejar que cualquiera...

El policía señaló un punto del asfalto, a tres metros de la furgoneta. El conductor se retiró a regañadientes, bajando lentamente las manos.

—Quiero el número de placa, el nombre y todo —dijo airado—. No tenéis derecho a...

El policía no lo estaba escuchando. El conductor se encogió de hombros. Si el paquete no llegaba a manos de su destinatario, desde luego no sería por culpa suya. La oficina iba a tener que encargarse de esto. Sacó un cigarrillo, pero no conseguía encenderlo porque la lluvia y el viento habían arreciado. Se agachó y ahuecó las manos en torno a la llama. De pronto se irguió y se quedó petrificado.

—Joder —farfulló para sí, y el cigarrillo se le cayó al suelo.

Lo iban a despedir. Al ver el coche de policía, evidentemente tendría que haber dado media vuelta. Si hubiera estado un poco más despabilado, un poco menos acatarrado y cansado, habría girado más abajo, en la calle. Por si las moscas.

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