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Authors: Anne Holt

Castigo (6 page)

BOOK: Castigo
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—He oído decir que los caballos no distinguen los colores —continuó él—. Quizá tengan razón. Pero lo cierto es que
Sabra
odia todo lo que es azul, digan lo que digan. Además no le gusta nada la lluvia, está medio enamorada de otras yeguas, es alérgica a los gatos y la despistan los coches que tienen un motor de más de tres litros. —Titubeó por un momento e inclinó imperceptiblemente la cabeza antes de proseguir—: La cosa es que siempre podía explicar sus actos a partir de su carácter. De su modo de ser como... como caballo, simple y llanamente. Si se negaba a saltar una valla, no me hacía falta realizar un análisis muy detallado, como hacían muchos otros. Era capaz de... —Miró la foto de soslayo—. Se lo veía en los ojos. En el alma, si me permite expresarlo así. En el carácter. Porque la conozco, porque sé cómo es.

Inger Johanne sentía la necesidad de decir algo.

—Aquí no trabajamos así —agregó él, antes de que a ella se le ocurriera nada—. Aquí seguimos el otro camino.

—Todavía no entiendo qué quiere usted de mí.

Yngvar Stubø juntó de nuevo las manos, esta vez como si estuviera orando, y las posó ante sí, sobre la mesa.

—Dos niños secuestrados y dos familias destrozadas. Mi gente ha mandado ya más de cuarenta pruebas distintas al laboratorio para que las analicen. Tenemos varios cientos de fotografías de los escenarios de los hechos. Hemos interrogado a tanta gente que le daría dolor de cabeza saber el número exacto. Casi sesenta hombres están trabajando en este caso o, mejor dicho, en estos casos. Dentro de algunos días sabré todo lo que se puede saber del delito, pero eso no me llevará a ningún sitio, me temo. Yo quiero saber algo sobre el delincuente. Por eso la necesito a usted.

—Necesita un
profiler
—afirmó ella con calma.

—Exactamente. La necesito a usted.

—No —repuso ella, un poco demasiado alto—. No soy la persona que busca.

En un chalé adosado en Bairum, una mujer consultó el reloj. El tiempo se estaba comportando de un modo extraño; cada segundo no sucedía al anterior, los minutos no desfilaban uno detrás de otro. Las horas se amontonaban, y tan pronto tardaban una eternidad en transcurrir como pasaban en un instante. Cuando por fin te habías librado de ellas regresaban de improviso, como viejos conocidos con los que has reñido y no te dejan tranquilo.

El miedo de la primera mañana al menos fue algo tangible para ambos, algo que pudieron canalizar haciendo una ronda de llamadas: a la policía, a sus padres, al trabajo, y a los bomberos, que vinieron en balde, pues no estaba en su mano ayudarlos a encontrar a un niño de cabello castaño rizado que había desaparecido durante la noche. Lasse telefoneó a todos los sitios que se le ocurrieron: al hospital, que mandó una ambulancia que no encontró a nadie a quien llevarse; a los vecinos, que se detenían con cierta aprensión ante la puerta al ver el jardín lleno de policías uniformados.

Aquel miedo se podía encauzar hacia algo productivo. Desde entonces la situación había empeorado mucho.

Ella tropezó con algo en las escaleras del sótano.

Las ruedas supletorias de la bicicleta se habían caído de la pared. Lasse acababa de quitarlas de la bicicleta de Kim, que se había puesto tan orgulloso... Había salido haciendo eses con su casco azul, se había caído, se había vuelto a levantar. Había seguido adelante, sin ruedas supletorias. Las colgaron detrás de la puerta del sótano, en las escaleras, como un trofeo.

—Así puedo ver lo que he conseguido —le había dicho a su padre moviendo con el dedo el diente flojo de arriba—. Pronto se me va a caer. ¿Cuánto me va a tocar?

Necesitaban mermelada.

Los gemelos necesitaban mermelada. La mermelada estaba en la despensa del sótano, era del año pasado, y Kim había ayudado a recoger la fruta. Kim. Kim. Kim.

Los gemelos sólo tenían dos años y necesitaban mermelada.

Delante de la despensa del sótano había algo tirado que no lograba identificar. Un paquete alargado. ¿Un fardo?

El fardo no era grande, quizá no llegaba al metro de longitud. Se trataba de algo empaquetado en plástico gris. Encima había una nota pegada con cinta adhesiva; un gran papel blanco con letras escritas con rotulador rojo. Cinta adhesiva marrón. Plástico gris. Una cabeza asomaba apenas del fardo, la cabeza de un niño de rizos castaños.

—Una nota —señaló ella con docilidad—. Ahí hay una nota.

Kim sonreía. Estaba muerto y sonreía. En la encía superior brillaba el hueco que había dejado el diente al caerse. La mujer se sentó en el suelo. El tiempo empezó a transcurrir de forma cíclica, y ella supo que era el comienzo de algo que nunca acabaría. Cuando Lasse bajó a buscarla, ella no tenía idea de dónde estaba. No soltó a su niño hasta que llegaron al hospital y alguien le puso una inyección. Un policía abrió el puño derecho del crío.

Allí encontraron un diente, blanco como el mármol, con una pequeña raíz teñida de color sangre.

A pesar de que el despacho era relativamente grande, el aire estaba ya muy cargado. Su tesis todavía estaba ahí, sobre un extremo de la mesa. Yngvar Stubø pasó el dedo índice sobre la imagen del paisaje invernal antes de elevarlo hacia ella.

—Usted es tanto psicóloga como jurista —señaló.

—Eso tampoco es así. No exactamente. Me diplomé en Psicología, en Estados Unidos, pero no estoy licenciada. En Derecho, en cambio... —Estaba sudando y le pidió agua a Stubø. De pronto se le ocurrió que estaba allí, contra su voluntad, por orden de un policía con el que ella no quería tener nada que ver, oyéndolo hablar de un asunto que no le concernía, que escapaba a su competencia—. Si no le importa, desearía marcharme —dijo cortésmente—. Lamentablemente no puedo ayudarle. Es evidente que tiene contactos en el FBI. Pregúnteles a ellos. Ellos cuentan con
profilers,
según tengo entendido. —Le echó una ojeada al escudo de la pared; era azul, llamativo y de mal gusto—. Yo soy científica, Stubø. Además, tengo una niña pequeña y este caso me resulta repugnante, me asusta. A diferencia de usted, yo tengo derecho a hablar así. Déjeme marchar.

Él sirvió agua de una botella sin corcho y le puso el vaso de cartón delante.

—Tenía usted sed —le recordó él—. Beba. ¿Lo dice en serio?

—¿Decir qué? —Se le derramó el agua y se percató de que estaba temblando. Una gota de agua fría le resbaló desde la comisura de los labios por la barbilla y el cuello. Se tiró del cuello del jersey.

—¿Que esto no le incumbe?

Sonó el teléfono, con un timbre agudo e insistente. Yngvar Stubø descolgó el auricular. La nuez le dio tres brincos evidentes, como si el hombre estuviera a punto de vomitar. No decía nada. Pasó un minuto. De los labios de Stubø salió un sí muy débil, poco más que un carraspeo. Pasó otro minuto. Después él colgó. Con lentitud se sacó uno de los tubos del bolsillo del pecho y empezó a acariciar el metal mate. Seguía sin abrir la boca. Inger Johanne no sabía qué hacer. De pronto, el hombre se guardó de nuevo el cigarro en el bolsillo y se tiró del nudo de la corbata.

—Ha aparecido el niño —le comunicó con voz ronca—. Kim Sande Oksøy. La madre lo ha encontrado en su propio sótano. Envuelto en una bolsa de plástico. El asesino le había dejado un mensaje. «Ahí tienes lo que te merecías.»

Inger Johanne se arrancó las gafas. No quería ver. Tampoco quería escuchar. Se levantó con la visión borrosa y alargó la mano hacia la puerta.

—Eso es lo que ponía en la nota —dijo Yngvar Stubø—. «Ahí tienes lo que te merecías.» ¿Sigue pensando que esto no es asunto suyo?

—Deje que me vaya. Déjeme salir de aquí. —Se dirigió a tientas hacia la puerta e intentó agarrar el pomo. Todavía llevaba las gafas en la mano izquierda.

—Desde luego —oyó a su espalda—, le diré a Oskar que la lleve a casa. Gracias por venir.

11

Emilie no era capaz de entender por qué él permitía que Kim se marchase. Era injusto. Ya que ella había llegado antes, tendría que haberla dejado irse antes. Además, a Kim le había dado Coca-Cola, mientras que ella había tenido que conformarse con leche templada y agua con sabor a metal. Todo sabía a metal. La comida. Su boca. Hizo chasquear la lengua. Sabía a monedas que llevaban mucho tiempo en un bolsillo. Mucho, mucho tiempo. Mucho tiempo llevaba aquí. Demasiado tiempo. Papá ya no la estaba buscando. Papá debía de haberse rendido. Mamá no estaba en el cielo, sino en una urna, convertida en polvo y en nada y ya no existía. Había tanta luz...

Emilie se frotó los ojos e intentó olvidarse del fuerte resplandor proveniente de la lámpara del techo. Podía dormir. Dormía casi todo el rato. Era mejor así, soñaba. Además, casi había dejado de comer. Se le había cerrado el estómago y ya no le cabía ni la sopa de tomate. El hombre se enfadaba cuando venía a buscar los cuencos y los encontraba intactos. No se ponía como una fiera, pero se irritaba bastante.

Había dejado que Kim se fuera a casa.

Era injusto, y Emilie no conseguía entenderlo.

12

Yngvar Stubø tuvo que contenerse para no tocar el cuerpo desnudo. Instintivamente había levantado la mano hacia la pantorrilla del niño, con la intención de deslizarla sobre su piel tersa. Quería asegurarse de que ya no quedaba un soplo de vida en el crío. Tal y como yacía —boca arriba, con los ojos cerrados y la cabeza un poco ladeada, los brazos a los costados, una de las manos parcialmente cerrada y la otra abierta con la palma vuelta hacia arriba, como esperando que le dieran algo, un regalo, alguna golosina— daba toda la impresión de estar vivo. El tajo de la autopsia sobre el esternón, que formaba una T que se alargaba hacia el pequeño órgano sexual, había sido cerrado con delicadeza. La palidez de la cara habría podido deberse a la estación del año en que se encontraban; el invierno acababa de terminar y el verano se hacía esperar. La boca del niño estaba entreabierta. Para sorpresa de Stubø, lo asaltó el deseo de dar un beso al niño, de insuflarle vida. Quería pedirle perdón.

—Joder —masculló con voz medio ahogada—. Joder. Joder.

El médico lo miró por encima de las gafas.

—Nunca nos acostumbramos a esto, ¿verdad?

Yngvar Stubø no respondió. Tenía los nudillos blancos. Sorbió levemente por la nariz.

—Ya he acabado —le informó el forense, quitándose los guantes de látex—. Un niño precioso. Cinco años. Tienes todo el derecho del mundo a cabrearte. Aunque no sirva de mucho.

Stubø quería apartarse de allí, pero su cuerpo no lo obedecía. Acercó con cuidado la mano derecha a la cara del chico, que parecía estar sonriendo. Stubø dejó que su dedo índice le rozara el rostro, despacio, casi sin tocarlo, desde la cuenca de los ojos hasta la barbilla. Notó el tacto céreo de la piel y una sensación gélida en la punta del dedo.

—¿Qué ha pasado?

—Que no lo habéis encontrado a tiempo —respondió el patólogo con sequedad—. Supongo que eso es en esencia lo que ha pasado.

Cubrió el cadáver con una sábana blanca. Así tapado, el cuerpo del niño parecía aún más pequeño, casi encogido. La mesa de acero inoxidable era muy larga. Estaba pensada para adultos. Tenía las medidas justas para el cuerpo de un adulto responsable de sí mismo, muerto de un ataque al corazón, por ejemplo, por llevar una dieta demasiado rica en grasas y fumar demasiados pitillos, por entregarse a los vicios de la vida moderna. No era una mesa para niños.

—No me vengas con eso —replicó Stubø por lo bajo—. A los dos nos ha afectado mucho esto...

Guardó silencio mientras el forense se lavaba las manos a conciencia. Era como una ceremonia, como si de lo que se estuviera intentando librar con agua y jabón fuera de la muerte.

—Tienes razón —murmuró el médico—. Lo siento. Salgamos.

Su despacho estaba justo al lado de la sala de autopsias.

—Cuéntame —dijo Yngvar Stubø, dejándose caer en un desgastado sofá de dos plazas—. Quiero todos los detalles.

El forense, un hombre escuálido que se aproximaba a los sesenta y cinco años, se quedó de pie junto a la silla de su despacho con una expresión ausente, casi de aturdimiento. Vaciló por un momento, como si no se acordara muy bien de lo que tenía que hacer. Después se pasó la mano por el pelo y se sentó.

—No hay detalles.

Aunque el despacho no tenía ventanas, el ambiente en su interior era fresco, casi frío, y estaba sorprendentemente libre de humo. Sobre el débil rumor del acondicionador de aire se oía una lejana sirena de ambulancia. Stubø se sentía encerrado. Allí dentro no había signos que le permitiesen orientarse: ni luz del día, ni sombras, ni nubes huidizas que le indicasen dónde se encontraba.

—Se le ha practicado una autopsia a un niño identificado de cinco años —dijo el médico con cadencia monótona, como si estuviera leyendo un informe invisible—. Sano. De altura y peso normal. Según los allegados, no padecía enfermedad alguna, y tampoco se han detectado señales de enfermedad durante la autopsia. Los órganos internos están intactos y sanos. Ni el esqueleto ni el tejido conjuntivo presentan daños. Tampoco hay señales de violencia externa u otro tipo de daños. La piel está intacta, salvo por un rasguño en la rodilla derecha que el niño evidentemente se hizo por lo menos hace una semana y, por tanto, antes del secuestro.

Stubø se frotó la cara. La habitación daba vueltas. Necesitaba algo de beber.

—Tiene los dientes enteros y sanos —prosiguió el forense—. Un juego completo de dientes de leche, excepto por uno de los incisivos superiores, que sin duda se le cayó pocas horas antes de que... —Se debatió en la duda por unos instantes y cambió de idea—. Antes de que muriera el pequeño Kim —añadió finalmente en un susurro—. En otras palabras...
Mors subita.

—Causa de muerte desconocida —dijo Yngvar Stubø.

—Exactamente. Aunque lo cierto es que...

El patólogo tenía los ojos enrojecidos. A Stubø su enjuto rostro le recordaba el de una cabra vieja, sobre todo porque el hombre llevaba perilla.

—Tenía algo de diazepam en la orina. No mucho, pero...

—¿Diazepam? ¿Aquello que lleva el... Valium? Entonces ¿fue envenenado? —Stubø irguió la espalda y apoyó el brazo sobre el respaldo del sofá. Necesitaba agarrarse a algo.

—No, en absoluto. —El patólogo se rascó la barbita con el dedo índice—. No murió a causa de una intoxicación. Aunque soy de la opinión de que un niño de cinco años sano no tiene por qué tomar medicamentos con diazepam, desde luego no se trata de un envenenamiento. Por supuesto, es imposible saber la dosis que le fue administrada originalmente, pero en el momento de la muerte la dosis era mínima, en modo alguno... —se acarició la barbilla y posó en Stubø los ojos entornados— suficiente para dañarlo. Su cuerpo había eliminado ya la mayor parte, a no ser que sólo le hubieran administrado esa dosis ridículamente pequeña. No entiendo con qué objeto le hicieron tomar eso.

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