Castigo (2 page)

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Authors: Anne Holt

BOOK: Castigo
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Al principio el joven lo negó todo en redondo. Con el tiempo, acabó por admitir que había estado en la zona comprendida entre Pipervika y Vippetangen la noche que mataron a Hedvik, pero aseguraba que lo único que había hecho era vender un poco de alcohol ilegal. Se negó a revelar el nombre del cliente.

Pocas horas después de la detención, la policía desenterró una vieja denuncia por exhibicionismo. Aksel tenía dieciocho años en ese entonces y, según él, sencillamente estaba borracho y se había puesto a orinar en la playa de Ingier una noche de verano. Pasaron tres chicas, y él sólo quiso tomarles un poco el pelo, declaró. Chorradas y tonterías de borracho. Él no era así. No se había exhibido, sólo les había tomado el pelo a tres niñatas histéricas.

La denuncia fue archivada, pero años después resurgió del olvido como un colérico dedo acusador, un estigma del que él creía haberse librado ya.

Cuando el nombre de Aksel apareció en los periódicos, en grandes titulares que llevaron a su madre a quitarse la vida el día de Nochebuena de 1956, la policía recibió tres nuevas denuncias. Una fue desestimada cuando la fiscalía descubrió que la mujer de mediana edad acostumbraba a denunciar una violación cada medio año. Las otras dos fueron tomadas más en serio.

Margrete Solli, de diecinueve años, había salido con Aksel durante tres meses. Era una mujer de principios firmes, cosa que casaba mal con Aksel, según comentó ruborizada y con la vista baja. En varias ocasiones él había conseguido por la fuerza lo que ella pretendía reservar para el matrimonio.

La versión de Aksel era distinta. Recordaba noches maravillosas junto al lago de Sogn, las protestas risueñas de ella y las palmadas que le propinaba en las manos cuando él las colaba por debajo de su ropa. Recordaba los ardientes besos de despedida y sus tibias promesas de matrimonio para cuando le concedieran el diploma de oficial. Le habló a la policía y al tribunal de una chica a la que, en cambio, sí hubo que convencer, pero con el método habitual. Al fin y al cabo, así eran las mujeres antes de que las llevaran al altar, ¿no?

La tercera denuncia procedía de una mujer a la que Aksel Seier decía no haber visto nunca. La violación presuntamente se había perpetrado hacía muchos años, cuando la chica tenía sólo catorce. Aksel protestó con vehemencia. No conocía a aquella mujer. Se mantuvo en sus trece, durante las nueve semanas de prisión preventiva y durante el largo y destructivo juicio. Nunca la había visto, ni había oído hablar de ella.

Pero mentía sobre tantas cosas...

Cuando el fiscal presentó acusación, Aksel finalmente facilitó el nombre del cliente que podía proporcionarle una coartada. El hombre se llamaba Arne Frigaard y había comprado veinte botellas de buen aguardiente casero por veinticinco coronas. Cuando la policía fue a comprobarlo a su casa de Frogner, se encontró con un sorprendido coronel Frigaard que puso los ojos como platos ante aquellas burdas calumnias. Mostró a los dos inspectores su armario de bebidas: todo productos de primera calidad. Lo cierto es que su mujer permaneció callada durante casi todo el rato, pero asintió con la cabeza cuando su vociferante marido aseveró que la noche de los hechos se había quedado en casa y se había acostado pronto porque tenía migraña.

Inger Johanne se pasó el dedo por el caballete de la nariz y tomó un sorbo de su té frío.

Nada parecía indicar que alguien se hubiera molestado en investigar la historia del coronel. A pesar de todo, Inger Johanne detectaba cierta ironía, o quizá más bien una distancia sarcástica, en la seca reproducción por parte del juez de la declaración del inspector de policía. El propio coronel nunca compareció ante el tribunal. Un médico certificó la migraña que padecía, ahorrándole así a un antiguo paciente el fastidio de enfrentarse a las acusaciones de haber comprado aguardiente barato.

Unos ruidos provenientes del dormitorio la sobresaltaron. Incluso tras los últimos cinco años en que el estado de la niña había mejorado mucho —solía dormir de un tirón, profunda y tranquilamente toda la noche; sólo debía de estar un poco constipada—, un escalofrío seguía recorriéndole la columna vertebral ante el menor atisbo de flemas o de tos. Todo quedó en silencio de nuevo.

Había un testigo especialmente interesante. Evander Jakobsen, de diecisiete años; cumplía condena en la cárcel. Pero estaba libre cuando se cometió el asesinato de la pequeña Hedvik y afirmaba que Aksel Seier le había pagado para llevar un saco desde la ciudad vieja hasta el puerto. En su primera declaración había asegurado que aquella noche Seier había recorrido con él las calles, pero no quería llevar él mismo el saco «para no llamar la atención». Más tarde cambió su testimonio: no había sido Seier quien le había pedido que cargase con el saco, sino otro hombre cuyo nombre no constaba. Según esta nueva versión de lo ocurrido, Seier lo había recibido en el puerto y se había hecho cargo del saco sin decir gran cosa. Se suponía que el saco contenía cabezas y manos de cerdo. Evander Jakobsen no lo había comprobado. Pero apestar, apestaba, de eso no cabía la menor duda, y el peso era aproximadamente el mismo que el de una niña de ocho años.

Esta historia tan poco creíble había hecho dudar al periodista de la sección de sucesos del periódico
Dagbladet,
quien calificó la declaración de Evander Jakobsen de «brutalmente inverosímil» y encontró apoyo en el
Morgenbladet,
cuyo reportero se mofaba sin tapujos de las declaraciones contradictorias que el joven pájaro enjaulado hacía desde la tribuna de los testigos.

Las reservas de los periodistas no sirvieron de gran cosa.

Aksel Seier fue juzgado por violar a la pequeña Hedvik Gåsøy, de ocho años. A continuación fue procesado por matarla con el fin de ocultar el primer crimen.

Lo condenaron a cadena perpetua.

Inger Johanne Vik amontonó con cuidado los papeles. En la pequeña pila sólo estaban la transcripción de la sentencia y unos cuantos recortes de periódico. No había documentos de la policía ni interrogatorios ni informes de expertos, a pesar de que quedaba claro que se habían redactado.

Los periódicos dejaron de escribir sobre el caso cuando se dictó la sentencia.

Para Inger Johanne Vik, la condena de Aksel Seier era más que un caso entre muchos otros; lo que lo hacía especial era el modo en que acababa la historia, un final que le quitaba a uno el sueño. Aunque eran ya las doce y media, ella no estaba en absoluto cansada.

Lo leyó todo de nuevo. Bajo el texto de la sentencia, enganchado con un clip a los recortes de periódico, estaba el inquietante relato de la anciana.

Finalmente Inger Johanne se levantó. Fuera había empezado a clarear. Tendría que levantarse dentro de unas pocas horas. La niña gruñó sin despertarse cuando ella intentó apartarla hacia un lado de la cama. Habría que dejar que siguiera durmiendo. De todos modos, a ella le resultaría imposible conciliar el sueño.

5

—Es una historia increíble.

—¿Lo dices en sentido literal? ¿O sea que simple y llanamente no me crees?

Acababan de ventilar la habitación y la enferma parecía algo más despejada. Estaba sentada en la cama, y en un rincón había una televisión encendida, aunque sin sonido. Inger Johanne Vik sonrió, acariciando levemente la colcha doblada sobre el respaldo del sillón.

—Claro que te creo. ¿Por qué no te iba a creer?

Alvhild Sofienberg no respondió. Su mirada pasó de la mujer más joven a la televisión, donde las imágenes relampagueaban sin sentido en la pantalla. La anciana tenía los ojos azules y el rostro ovalado. Daba la impresión de que sus labios habían desaparecido entre las oleadas de dolor intenso. El cabello se le había marchitado sobre el estrecho cráneo.

Quizás alguna vez había sido guapa; no era fácil determinarlo. Inger Johanne escrutó sus ajadas facciones intentando imaginarlas tal y como debían de ser en 1965, el año en que Alvhild Sofienberg cumplió treinta y cinco.

—Yo nací en 1965 —dijo Inger Johanne de pronto y dejó la carpeta a un lado—. El 22 de noviembre. Exactamente dos años después del atentado contra Kennedy. En esa época mis hijos ya eran grandecitos y yo acababa de licenciarme en Derecho.

La anciana sonrió, desplegando una sonrisa de verdad, y los dientes grises le brillaron en la tensa apertura entre nariz y barbilla. Cuando hablaba, las consonantes sonaban ásperas y las vocales desaparecían. Se estiró para agarrar un vaso de agua y bebió.

El primer empleo de Alvhild Sofienberg fue como funcionaria en la Dirección General de Prisiones. Se encargaba de tramitar las peticiones de indulto dirigidas al rey. Inger Johanne ya lo sabía; eso decían los papeles que referían la historia de la anciana obsesionada con una condena y unos viejos recortes de periódico amarillentos sobre un hombre que se llamaba Aksel Seier y que fue condenado por infanticidio.

—Un aburrimiento de trabajo, la verdad, o al menos me lo parece ahora. No recuerdo que entonces me disgustara, sino todo lo contrario. Tenía una formación, una educación superior, una... Me había licenciado, en aquellos tiempos eso era algo excepcional. En mi familia, al menos.

Volvió a mostrar los dientes, intentando humedecerse la fina boca con la punta de la lengua.

—¿Cómo conseguiste hacerte con todos los documentos? —le preguntó Inger Johanne al tiempo que le rellenaba el vaso con una jarra. Los cubitos de hielo se habían derretido y el agua despedía un leve olor a cebolla—. Es decir, las peticiones de indulto nunca han ido acompañadas del resto de la documentación del caso, de las transcripciones de los interrogatorios policiales y cosas así, ¿verdad? No entiendo bien cómo conseguiste...

Alvhild intentó enderezar la espalda. Cuando Inger Johanne se inclinó sobre ella para ayudarla, percibió de nuevo el olor a cebolla vieja, cada vez más intenso. El aliento de la mujer empezaba a heder a putrefacción y le inundaba a Inger Johanne las fosas nasales provocándole arcadas, que ella tuvo que disimular con algo de tos.

—Huelo a cebolla —murmuró la vieja—. Nadie sabe a qué se debe.

—Quizá sea... —Inger Johanne señaló la jarra con el dedo—. He notado un poco...

—Al contrario —carraspeó la anciana—. El agua se impregna de mi olor. Tendrás que aguantarte un rato. Los solicité, simple y llanamente. —Señaló la carpeta, que había caído al suelo—. Como he escrito ahí, no soy del todo capaz de explicar qué despertó mi interés. Quizá fuera la sencillez de la solicitud de indulto. El hombre llevaba ocho años en la cárcel y nunca había admitido su culpabilidad. Ya había solicitado el indulto en tres ocasiones y siempre se lo habían denegado, pero él no apelaba la decisión. No alegaba enfermedad, como hacen casi todos. No había escrito páginas y páginas sobre su precario estado de salud, sobre la familia que lo esperaba en casa, los niños que le echaban de menos o cosas así. La solicitud constaba de una sola línea, dos frases: «Me han condenado siendo inocente. Por eso solicito el indulto.» Esto me fascinó. Por eso pedí los documentos. Estamos hablando de... —Trató de alzar las manos—. Casi un metro de documentos. Los leí una y otra vez, y cada vez estaba más convencida. —Bajó las manos, con los dedos temblándole del esfuerzo.

Inger Johanne se agachó para recoger la carpeta del suelo. Se le puso la carne de gallina porque la ventana estaba entreabierta y había corriente. La cortina ondeó de improviso, y ella dio un respingo. En la televisión el telediario fulguraba en tonos azules y, de repente, a Inger Johanne empezó a irritarle que el aparato estuviera encendido para nada.

—¿Opinas lo mismo que yo? ¿Era inocente? Estoy convencida de que lo condenaron injustamente y alguien intentó taparlo todo. —La voz de Alvhild Sofienberg había adquirido un tono cortante, agresivo.

Inger Johanne volvía las hojas envejecidas en silencio.

—Supongo que es bastante obvio —dijo, casi inaudiblemente.

—¿Qué has dicho?

—Que sí, que estoy de acuerdo contigo.

Fue como si la enferma perdiese de pronto las pocas fuerzas que le quedaban. Se hundió en la almohada, cerró los ojos y se le relajó el rostro, como si por fin hubieran remitido los dolores. Sólo las fosas nasales le palpitaban ligeramente.

—Quizá lo más aterrador no sea que lo condenasen injustamente —murmuró Inger Johanne despacio—. Lo peor es que nunca consiguió... Lo que pasó luego, cuando lo soltaron, que... Me pregunto si seguirá vivo.

—Otro más —dijo Alvhild abatida, con la mirada clavada en el aparato de televisión. Subió el volumen con el mando a distancia que estaba atado a la cabecera de la cama—. Han secuestrado a otro crío.

Un niño pequeño aparecía sonriendo pudorosamente en una fotografía de aficionado. Tenía el cabello castaño y rizado y abrazaba un cochecito de bomberos de plástico rojo contra su pecho. Detrás de él, desenfocada, se apreciaba la figura de un adulto que reía cordialmente.

—La madre, quizá. Pobre mujer. Me pregunto si habrá alguna conexión. Con la niña, quiero decir, la que...

Kim Sande Oksøy había desaparecido la noche anterior de su casa en Barum, según informaba una voz metálica. El viejo aparato emitía las imágenes azuladas y el sonido amortiguado. El autor de los hechos se había introducido en el chalé adosado mientras la familia dormía. Una cámara que mostraba una toma aérea de una zona residencial enfocó una ventana del primer piso. Las cortinas se mecían levemente, y la cámara hizo zoom sobre el marco destrozado y sobre un osito de peluche verde que descansaba sobre una estantería en el interior. El policía, un joven de mirada algo indecisa y uniforme incómodo, exhortó a todos aquellos que pudiesen proporcionar alguna pista sobre su paradero a llamar a un número gratuito o a ponerse en contacto con la comisaría más cercana.

El niño no tenía más que cinco años. Hacía seis días que Emilie Selbu, de nueve años, había desaparecido cuando volvía a casa del colegio.

Alvhild Sofienberg se había quedado dormida. Tenía una pequeña cicatriz en la comisura del labio, una hendidura oblicua que le daba una apariencia risueña. Inger Johanne salió sigilosamente del cuarto, y cuando bajaba hacia la planta baja, vino a su encuentro una enfermera. Ésta no dijo nada, simplemente se paró en las escaleras y se arrimó a la barandilla. También olía ligeramente a cebolla y a productos de limpieza. Inger Johanne empezaba a marearse. Pasó por delante de la mujer sin estar segura de si alguna vez regresaría a aquella casa en la que el hedor putrefacto de la agonizante del primer piso se adhería a todo y a todos.

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