Authors: Anne Holt
En un frío sotano en algún lugar de Noruega se halla encerrada Emilie, una niña de nueve años. Desconoce donde está y el motivo de su encierro. Tampoco sabe quién es el hombre que regularmente le ofrece comida y bebida; sin embargo, su instinto le dice que se comporte bien con él. Los días se suceden y la intranquilidad se va apoderando del país. Yngvar Stubo, el comisario del servicio de criminología noruego encargado del caso, decide solicitar la ayuda de Inger Johanne Vik, una psicóloga que en el pasado trabajó como profiler para el FBI.
Anne Holt
Castigo
Vik, Stubo 1
ePUB v1.1
Enylu18.12.11
Título original:
Det Sot er Mitt
Traducción: Cristina Gómez Baggethun
1.ª edición: junio 2005
1.ª reimpresión: julio 2005
Ó Anne Holt, 2001
Ó Ediciones B, S. A., 2005
Bailén, 84 – 08009 Barcelona (España)
www.edicionesb.com
Publicado por acuerdo con Salomonsson Agency.
Esta traducción se ha llevado a cabo con la ayuda económica de Norla.
Printed in Spain
ISBN: 84-666-2027-3
Depósito legal: B. 35.118-2005
Impreso por LIMPERGRAF, S.L.
Mogoda, 29-31 Polígon Can Salvatella
08210 – Barberà del Vallés (Barcelona)
A mis papás
Al final el techo se pintó de azul. El señor de la tienda insistió en que un color tan oscuro haría que la habitación pareciera más pequeña, pero se equivocó. El techo, por el contrario, se elevó casi hasta desaparecer. Como quería yo de pequeño: una bóveda de oscuridad nocturna, estrellas y un fino gajo de luna justo sobre la ventana. En aquella ocasión fue la abuela la que eligió por mí, la abuela y mamá. Un dormitorio de chico en amarillo y blanco.
La felicidad es algo que apenas recuerdo, como un leve roce en una reunión con extraños, algo que desaparece antes de que te dé tiempo a volverte. Cuando estuvo preparado el cuarto y sólo faltaban dos días para que él por fin llegara, me puse contento. La felicidad es un sentimiento cándido y, al fin y al cabo, yo ya me aproximo a los treinta y cuatro. Pero estaba contento, claro, me hacía ilusión.
La habitación estaba lista. Un niño estaba sentado a horcajadas sobre la luna. Rubio y con una caña de pescar: una vara de bambú con un corcho sujeto al sedal y, en el extremo, colgada del anzuelo, una estrella. Una gota de color dorado había escurrido hacia el marco de la ventana, como si el cielo se estuviera derritiendo.
Mi hijo por fin iba a llegar.
Emilie había salido del colegio e iba camino de casa. Pronto sería Diecisiete de Mayo, iba a ser el primer Día Nacional que pasaría sin mamá, y el traje regional se le había quedado demasiado corto, a pesar de que mamá le había bajado el dobladillo ya un par de veces.
Esa noche Emilie se había despertado a causa de una pesadilla. Papá estaba durmiendo, ella oía sus ronquidos a través de la pared mientras se medía el traje regional contra el cuerpo. La banda roja del borde había encogido hasta quedarle a la altura de las rodillas. Eso era porque ella crecía demasiado rápido. «Creces como una seta, tesorito», solía decirle papá. Emilie pasó la mano sobre el tejido de lana y acto seguido dobló las rodillas y agachó la cabeza. La abuela siempre decía: «Grete era un tallo de habas, no es de extrañar que la niña también crezca.»
A Emilie se le cansaban los hombros y los muslos de tanto encogerse, y la culpa de que fuera tan alta era de mamá. Pronto la banda roja no le llegaría ni a las rodillas.
A lo mejor podía pedir un traje nuevo.
La mochila pesaba mucho. Emilie había estado recogiendo fárfaras, y el ramo era ya tan grande que papá tendría que ponerlo en un jarrón. Había cortado los tallos largos, no como cuando era más pequeña y partía los tallos muy cerca de las flores, de modo que luego había que meterlas en una huevera.
No le gustaba volver sola. A Marte y a Silje habían ido a recogerlas, pero ellas no le habían contado lo que pensaban hacer, se habían limitado a saludarla a través de la ventanilla trasera del coche de la madre de Marte.
Las fárfaras necesitaban agua. Algunas empezaban a ponerse mustias entre sus dedos. Como Emilie se esforzaba por no apretar mucho el ramo con las manos, una flor cayó al suelo. Ella se inclinó para recogerla.
—¿Te llamas Emilie?
Ante ella, el hombre sonreía. Emilie miró hacia atrás: justo aquí, en este sendero que unía dos calles muy transitadas, en este pequeño atajo que acortaba el camino a casa en más de diez minutos, no había un alma. Emilie murmuró algo ininteligible y retrocedió unos pasos.
—¿Emilie Selbu? Eres tú, ¿no?
Nunca hablar con extraños. No irse jamás con desconocidos. Ser siempre educada con los mayores.
—Sí —susurró, intentando pasar de largo.
La zapatilla, la zapatilla de deporte nueva con rayas rosas, se hundió en el barro y la hojarasca muerta. Emilie estuvo a punto de perder el equilibrio. El hombre la agarró del brazo y le acercó algo a la cara.
Hora y media más tarde se denunció a la policía la desaparición de Emilie Selbu.
—Nunca he conseguido sacarme este caso de la cabeza. La mala conciencia, quizá. Por otro lado, yo acababa de licenciarme en Derecho, y en aquellos tiempos se suponía que las madres con niños pequeños debían quedarse en casa. No estaba en mi mano hacer gran cosa.
En el fondo de aquella sonrisa había una súplica de que la dejaran sola. La conversación había durado más de dos horas, la mujer de la cama tenía problemas para respirar, y era evidente que la fuerte luz del sol le resultaba molesta. Agarraba la funda del edredón con fuerza.
—Sólo tengo setenta —jadeó—, pero me siento como una vieja. Tienes que perdonarme.
Inger Johanne se levantó y corrió las cortinas. Vaciló, pero no se dio la vuelta.
—¿Mejor? —preguntó finalmente.
La mujer cerró los ojos.
—Lo puse todo por escrito —dijo—. Hace tres años, cuando me jubilé y creía que iba a disponer... —elevó una mano débil— de mucho tiempo.
Inger Johanne Vik fijó la vista en la carpeta que descansaba sobre la mesilla, junto a una pila de libros, y la mujer asintió débilmente con la cabeza.
—Llévatela. A mí ya no me servirá de mucho. Ni siquiera sé si el hombre sigue vivo. Si lo está, tendrá... sesenta y cinco. O algo así. —Cerró los ojos y dejó caer la cabeza lentamente hacia un lado. Se le entreabrió la boca y, cuando Inger Johanne Vik se inclinó para tomar la carpeta roja, sintió el aliento de sus pulmones enfermos. Metió los papeles en el bolso sin hacer ruido y se dirigió sigilosamente hacia la puerta.
—Una cosa más, para terminar.
Dio un respingo y se volvió hacia la mujer.
—La gente me ha preguntado cómo puedo estar tan segura. Algunos piensan que todo esto no es más que la obsesión de una vieja inútil. Y es cierto que no hice nada en todos aquellos años en que... Cuando lo hayas leído todo, te agradecería que me hicieras saber... —Tosió levemente. Se le cerraron los ojos. Se hizo el silencio.
—¿Saber qué? —susurró Johanne Vik, sin saber si la mujer se había dormido o no.
—Sé que era inocente. Me alegraría que llegaras a la misma conclusión.
—Pero no es eso lo que voy a...
La anciana le asestó una palmada al colchón.
—Ya sé lo que vas a hacer. A ti no te interesa eso de la culpabilidad o la inocencia, pero a mí sí. En este caso me interesa, y quizás a ti también acabe por interesarte, cuando lo hayas leído todo. ¿Me prometes que volverás?
Inger Johanne Vik esbozó una sonrisa, o más bien una mueca vaga que no la comprometía a nada.
Emilie ya había desaparecido otras veces. Nunca durante demasiado tiempo, aunque en una de esas ocasiones, justo después de que muriera Grete, él tardó tres horas en encontrarla. Había buscado por todas partes. Inquieto, había empezado por efectuar una ronda de llamadas: a los amigos, a la hermana de Grete —que vivía a sólo diez minutos y era la tía favorita de Emilie— y a los abuelos, que no habían visto a la niña desde hacía días. Mientras marcaba número tras número, la preocupación empezó a ceder el paso a la angustia y los dedos a pulsar las teclas equivocadas. Echó a correr por el barrio describiendo círculos cada vez mayores. La angustia cedió el paso al pánico, y él rompió a llorar.
La encontró sentada en un árbol, escribiéndole una carta a mamá, una carta dibujada que quería enviar al cielo tras hacer con ella un avión de papel. Él bajó a su hija con ternura de la rama y lanzó el avión por una pendiente escarpada. El avión trazó un gran arco, deslizándose de un lado a otro hasta desaparecer tras dos grandes abedules que ellos bautizaron con el nombre de Camino al Paraíso. Durante las dos semanas siguientes él no le quitó el ojo de encima a la niña, pero se acabaron las vacaciones y tuvo que dejarla marchar al colegio.
Esta vez era diferente.
Él nunca había llamado a la policía antes, pues ya contaba con aquellos numeritos, con que ella desapareciera durante más o menos rato. Pero esto era otra cosa. El pánico lo embistió de pronto, como una ola. No sabía bien por qué, pero cuando Emilie no volvió a la hora acostumbrada, arrancó a correr hacia el colegio y no se percató siquiera de que a medio camino había perdido la zapatilla. La cartera de Emilie y un gran ramo de fárfaras estaban tirados en el sendero que unía dos calles principales, el atajo que ella en realidad nunca se atrevía a tomar sola.
Grete le había comprado la cartera a Emilie un mes antes de morir. La niña nunca la habría abandonado allí. El padre la recogió con aprensión. Quizá se estaba equivocando, podía tratarse de la cartera de otro, de un niño más descuidado quizás; es cierto que se parecía, pero todo era posible hasta que él, conteniendo la respiración, levantó la tapa y vio las iniciales en el interior: ES, escritas con la letra grande y angulosa de Emilie. Era su cartera, y ella nunca la habría dejado así tirada.
El hombre del que trataban los papeles de Alvhild Sofienberg se llamaba Aksel Seier y había nacido en 1935. A los quince años había empezado a trabajar de aprendiz de carpintero. Constaban muy pocos datos acerca de la infancia de Aksel: que se mudó de Trondheim a Oslo a los diez años, cuando su padre, al finalizar la guerra, consiguió trabajo en el taller mecánico de Aker. Antes de cumplir la mayoría de edad, el chico ya estaba fichado por tres delitos, aunque ninguno de gran importancia.
—Al menos según los criterios actuales —murmuró Inger Johanne Vik para sí mientras pasaba las hojas crujientes y amarilleadas por el tiempo. En los sumarios de los juicios se mencionaban dos atracos de quioscos y una huida en un coche robado, que fracasó cuando el destartalado Ford se quedó sin gasolina y lo dejó tirado en la calle Moss. Cuando Aksel Seier contaba veintiún años fue detenido por violación y asesinato.
La niña se llamaba Hedvik y no tenía más que ocho años cuando murió. La encontró un empleado de aduanas metida en un saco de arpillera junto al almacén del puerto de Oslo. Estaba desnuda y mutilada. Es cierto que no había pruebas materiales: no se hallaron rastros de sangre ni huellas dactilares ni pisadas ni marcas de otro tipo que vinculasen al autor con la víctima. Pero dos testigos sólidos que aquella madrugada habían salido a realizar una gestión legal lo habían visto cerca del lugar de los hechos.