Authors: Anne Holt
—Vamos, contádmelo —rogó Bente—. ¿No me podríais decir lo que pasó?
Todas guardaron silencio. Inger Johanne empezó a recoger la mesa, pues todo el mundo había acabado.
—Creo que podríamos hablar de algo más agradable —dijo Halldis con cautela—. ¿Qué planes tenéis para el verano?
Cuando las amigas finalmente salieron dando tumbos, era más de la una. Bente llevaba dos horas dormitando y parecía aturdida ante la idea de marcharse. Halldis prometió llevarla en taxi a Blindern, donde vivía. Inger Johanne ventiló la casa a conciencia. A última hora se había abolido la prohibición de fumar, aunque ella no recordaba muy bien quién lo había decidido. Sacó cuatro cuencos y les echó vinagre. Después salió a la terraza.
Era la segunda hora del primer día de junio. Una luz azul oscuro, de principios de verano, empezaba a aparecer por el oeste. Durante los próximos dos meses no anochecería del todo en ningún momento. Hacía fresco, pero se podía estar al aire libre sin abrigarse. Inger Johanne se apoyó sobre las macetas, con los pensamientos mustios.
En los últimos tres días había hablado de Asbjørn Revheim en dos ocasiones.
Es cierto que Asbjørn Revheim era una figura central en la literatura noruega, incluso en la historia contemporánea del país. En 1971, o 1972, fue condenado por escribir una novela blasfema e impúdica, varios años después de la farsa de juicio contra el escritor Jens Bjorneboe, que debió de haber marcado el fin del interés de la fiscalía por la literatura. Revheim no se amilanó y, un par de años más tarde, sacó
Ciudad hundida, sube el mar,
la obra más soez y ofensiva hacia Dios jamás publicada en Noruega. Algunos especularon con la posibilidad de que le concederían el Premio Nobel, pero la mayoría opinaba que merecía otro paseo por los tribunales. No obstante, la fiscalía había aprendido la lección y, muchos años después, el fiscal general declaró que, de hecho, no había leído el libro.
Revheim era un escritor importante, pero estaba muerto, desde hacía ya tiempo. Inger Johanne no recordaba la última vez que había pensado en él, y mucho menos hablado de él. Cuando el último otoño había salido una biografía sobre él, ni siquiera la había comprado. Revheim escribía libros que habían significado mucho para ella cuando era más joven, pero hoy no tenía nada que decirle, tal y como era ahora su vida.
Dos veces en tres días.
La madre de Anders Mohaug pensaba que su hijo había estado implicado en el asesinato de la pequeña Hedvik en 1956. Anders Mohaug era discapacitado psíquico, se dejaba manipular y siempre andaba con Asbjørn Revheim.
«Todo parece demasiado sencillo —pensaba Inger Johanne—. Extremadamente sencillo.»
Tenía frío pero no quería entrar en casa. El viento le atravesaba la camisa. Le convenía comprarse algo de ropa. Las otras chicas parecían más jóvenes que ella. Incluso Bente, que bebía unas cantidades de alcohol que ya no eran como para echarse a reír condescendientemente y que fumaba treinta cigarrillos al día, presentaba mejor aspecto que Inger Johanne. O por lo menos un aspecto más moderno. Ya hacía tiempo que Line no la llevaba de compras.
Era demasiado sencillo.
Además, ¿quién podría tener algún interés en defender a Asbjørn Revheim?
«En 1956 no tenía más que dieciséis años», pensó llenándose los pulmones de aire nocturno. Quería despejarse un poco antes de acostarse.
Pero ¿y en 1965, cuando murió Anders Mohaug y su madre acudió a la policía cuando soltaron a Aksel sin explicación?
En ese entonces Asbjørn Revheim tenía veinticinco años y era un escritor consagrado. Había publicado ya dos libros, si no recordaba mal. Ya consagrado, con dos libros. Ambos habían suscitado encendidos debates. Asbjørn Revheim constituía una amenaza en esos momentos, no era digno de ser protegido.
Inger Johanne contemplaba la biografía que sostenía entre las manos, acariciando la cubierta. Line había insistido en que se quedara con ella. La foto era buena. El rostro de Revheim era estrecho, pero masculino. Sonreía ligeramente, casi con arrogancia. Tenía los ojos pequeños, pero las pestañas largas.
Al fin Inger Johanne entró, pero dejó la puerta de la terraza entreabierta, y percibió el suave olor a vinagre. Se percató de que estaba decepcionada porque Yngvar Stubø no la había llamado. Cuando se acostó decidió empezar a leer el libro, pero antes de apoyar la cabeza sobre la almohada, estaba profundamente dormida.
Aksel Seier nunca había sido el tipo de persona que toma las decisiones con rapidez; normalmente necesitaba al menos una noche. Pero prefería reflexionar durante una semana o dos antes de tomarlas. Incluso las decisiones más triviales, como la de comprar una nevera usada o una nueva cuando la vieja se estropeara del todo, le llevaban mucho tiempo. Todo tenía sus ventajas y sus inconvenientes; él quería sopesarlos, estar seguro de lo que hacía. La decisión de marcharse de Noruega en 1966 debería haberla tomado un año antes. Debería haber comprendido antes que no había futuro para él en un país que lo había mandado a la cárcel y lo había dejado pudriéndose allí durante nueve años sin motivo alguno, un país tan pequeño que nunca le permitiría olvidar, ni a él ni a los demás. Pero no era propio de él precipitarse. Quizá fuera un efecto secundario de los años que había pasado en la cárcel, donde el tiempo discurría tan despacio que era difícil desperdiciarlo.
Se había sentado sobre el murete de piedra que se alzaba entre el jardincillo de su casa y la playa. El granito rojo estaba recalentado por el sol, él sentía el calor a través del pantalón. La marea estaba baja y había algunos cangrejos medio muertos desperdigados a lo largo de la orilla del mar. Algunos tenían el caparazón arriba y semejaban tanques con cola. A otros las olas los habían dejado boca arriba, agonizando lentamente al sol con las patas al aire. Los cangrejos parecían monstruos prehistóricos en miniatura, un eslabón olvidado de la evolución que debería haber acabado con ellos hace mucho tiempo.
Así se sentía él.
Llevaba toda la vida esperando una rehabilitación.
Patrick, la única persona en todo Estados Unidos que conocía su pasado, le había aconsejado, mientras pulía un caballito dorado, que contactara con un abogado, o quizá con un detective. El tiovivo de Patrick era el mejor de toda Nueva Inglaterra. Había muchísimos detectives en el país, muchos de ellos muy eficientes, le aseguró. Si esa mujer había venido desde un sitio tan lejano como Noruega para decirle que creía en su inocencia, tantos años después, es porque seguramente había algo que averiguar. Por lo que sabía Patrick, los abogados eran caros, pero no era tan difícil encontrar alguno que sólo cobrara si ganaban el caso.
El problema era que Aksel no tenía ningún caso que ganar.
Por lo menos en Estados Unidos.
Aun así, lo cierto es que siempre había estado esperando. Resignado, y en silencio, nunca había perdido la esperanza de que alguien descubriera la injusticia que se había cometido contra él. Apenas le alcanzaban las fuerzas para rogar en voz baja, a la hora de acostarse, que la mañana trajera algo nuevo. Que alguien le creyera, alguien además de Eva y Patrick.
La visita de Inger Johanne Vik significaba algo.
Por primera vez en todos esos años estaba contemplando la posibilidad de regresar a su país.
Seguía considerando Noruega su país, aunque su vida estaba en Harwichport. Su casa, sus vecinos, las pocas personas a las que podía llamar amigos, todo lo que tenía estaba aquí, en un pueblecillo del cabo Cod. Y, sin embargo, Noruega siempre había sido su país.
Si Eva le hubiera pedido que se quedara, nunca se habría embarcado en el
MS Sandefjord.
Si ella más tarde, durante los primeros años después de que llegara a Norteamérica, le hubiera pedido que volviera, se habría enrolado en el primer barco de vuelta. Habría buscado trabajos temporales y se habría conformado con una vida modesta. Se habría mudado a otra ciudad, donde fuera posible conservar un trabajo durante un año o dos, hasta que su pasado lo asediara de nuevo y lo empujara hacia algún otro sitio. Si Eva hubiera querido acompañarlo, él habría estado dispuesto a ir a cualquier sitio. Pero él no tenía otra cosa que ofrecer que su amor, y Eva no era lo bastante fuerte. El estigma que pesaba sobre Aksel era demasiado grande. No para él, sino para ella, aunque supiera que era inocente. Daba la impresión de que ella nunca dudaba de eso, pero no soportaba las miradas de reprobación de los demás. Los amigos y vecinos la miraban mal y cuchicheaban, y la madre empeoraba aún más las cosas. Eva tiró la toalla. Aksel habría soportado la soledad si hubiera estado con Eva, pero Eva era demasiado débil para soportar una vida junto a él.
Más tarde, cuando ella quedó libre, era demasiado tarde para los dos.
Quizás ahora había llegado la hora. El destino había pegado un salto en una dirección inesperada, y había alguien ahí en su país que lo necesitaba. Es cierto que Eva no le pedía directamente que volviera en la carta que le había mandado en una fecha inesperada, pero estaba al borde de la desesperación.
Aksel tenía la tarjeta de visita de Inger Johanne Vik, por lo que si se marchaba podría ponerse en contacto con ella. Patrick tenía razón: aquella mujer había viajado hasta allí desde Noruega para hablar con él, así que tenía que creer en su inocencia. El sueño de llegar a limpiar su nombre alguna vez quizá se haría realidad. Asustado ante esa idea, se levantó, rígido y se rascó el trasero.
El hombre de la inmobiliaria le había ofrecido un millón, y de eso ya hacía bastante tiempo. Ahora el cabo Cod estaba en su apogeo. Como no era de esperar que hubiese un solo comprador en potencia a quien le interesara más la casa que el terreno, no tendría que preocuparse de la limpieza o las reformas.
Aksel Seier le dio la vuelta a un cangrejo con la punta de la bota y éste se quedó tumbado, como un casco alemán de la Primera Guerra Mundial en la arena. A pesar de que nunca tomaba una decisión sin antes meditarla a fondo, era consciente de que estaba a punto de dar un paso muy importante. Empezó a preguntarse si le sería posible llevarse al gato consigo.
—Al parecer tu teoría de los hermanastros estaba equivocada —dijo Sigmund Berli.
—Bien —dijo Yngvar Stubø—. ¿Pudiste hacer los análisis de sangre sin demasiadas dificultades?
—Prefiero no hablar de eso. He mentido más durante los últimos días que en toda mi vida. Prefiero no hablar. Por ahora sólo tenemos los resultados de las viejas pruebas de paternidad. Los análisis del ADN llevan más tiempo. Pero todo parece indicar que los demás padres realmente son los progenitores de sus hijos.
—Bien —repitió Yngvar—. Me alegra oírlo.
Sigmund Berli reaccionó.
—Vaya —dijo, dejando los papeles ante su jefe—. No pareces muy sorprendido. ¿Por qué tenías tanto empeño en comprobarlo, si en realidad no creías gran cosa en ello?
—Hace mucho que he dejado de sorprenderme por nada, y tú sabes tan bien como yo que hay que comprobarlo todo: aquello en lo que creemos y aquello en lo que no. Justamente ahora da la impresión de que todo el mundo ha entrado en una especie de histeria colectiva en la que todo...
—¡Yngvar! ¡Déjalo ya!
La caza de Olaf «Laffen» Sørnes se había convertido en una especie de asunto de interés nacional. No se hablaba de otra cosa ni en los medios de comunicación ni en las comidas ni en los lugares de trabajo. Yngvar comprendía que la mayoría de la gente estuviese convencida de que Laffen era un infanticida, pero que sus colegas también hubiesen sacado esa conclusión precipitada lo asustaba. Era evidente que Laffen no era más que un miserable
copycat.
Su ficha policial hablaba de una sexualidad perversa que sólo ahora lo había llevado a un intento real de secuestrar a un niño. Tanto la literatura como innumerables historias verídicas relataban hechos parecidos: cuando un crimen tiene una gran repercusión, a algunas personas ahí fuera se les despiertan sus peores instintos.
—Pero si es obvio —dijo Yngvar negando con la cabeza—. ¡Nada encaja! Piensa por ejemplo en la entrega por mensajería del cuerpo de Sarah. ¿Crees que Laffen hubiera conseguido organizar algo así? ¿Podría un hombre con un coeficiente intelectual de ochenta y uno concebir un plan como ése? ¡Por no hablar ya de llevarlo a cabo! —Descargó un puñetazo sobre el expediente de Laffen Sørnes que les habían facilitado en Asuntos Sociales y en el Hospital de Bærum, donde el hombre había estado ingresado para que le diagnosticaran una posible epilepsia—. Conozco a ese tipo, Sigmund. Es un pobre diablo que desde la pubertad no ha tenido cabeza más que para masturbarse. Coches y sexo: no hay otro interés en la vida de Laffen Sørnes. Triste, pero cierto.
Sigmund Berli se chupaba los dientes.
—Bueno, tampoco es que nos hayamos cerrado en banda, no es eso. Se sigue investigando en todas las direcciones, pero para empezar tienes que reconocer que es importante detener a este tipo, al fin y al cabo intentó...
Yngvar alzó las manos y asintió enérgicamente con la cabeza.
—Desde luego —lo interrumpió—. Evidentemente hay que detener a este hombre.
—Además —añadió Sigmund—, ¿cómo explicas que supiera lo de la carta? ¿Lo del mensaje de «Ahí tienes lo que te merecías»? Hemos analizado el papel y tienes razón, no es del mismo tipo que los otros, pero eso tampoco tiene por qué significar nada. Cada uno de los mensajes fue escrito en hojas de lotes diferentes, como tú bien sabes. Y sí... —Alzó la voz para evitar que Yngvar lo interrumpiera—. Los mensajes de Laffen estaban escritos en ordenador y los demás a mano, pero ¿cómo podía saberlo? ¿Cómo podía conocer este macabro detalle si no está implicado en el caso?
Era ya jueves 1 de junio y se notaba que el conserje había apagado la calefacción por aquella temporada. Fuera llovía con fuerza y en la habitación hacía fresco, casi frío. Yngvar se tomó su tiempo para sacar un cigarro de la funda de metal, y un cortapuros del bolsillo de la camisa.
—No tengo la menor idea —dijo—. Pero la verdad es que cada vez hay más gente informada de esto: muchos agentes de policía, algunos médicos, los padres. Aunque les hayamos pedido que mantengan la boca cerrada, no sería raro que hubieran mencionado los mensajes a sus conocidos. En total hay cerca de un centenar de personas que saben de la existencia de esos mensajes. —«Entre ellas Inger Johanne», pensó mientras encendía el puro—. No tengo la menor idea —repitió, exhalando una nube de humo hacia el techo.