Authors: Anne Holt
—Debe de haber muerto hace mucho —aventuró ella.
—Sí, o está muerto o es más viejo que Matusalén. Y creo que te puedo asegurar una cosa: el fiscal del Estado Kongsbakken nunca habría contribuido a condenar a un inocente.
—Pero en 1965... Cuando soltaron sin más a Aksel y nada...
En el teléfono móvil empezó a sonar una versión digital de
Para Elisa.
Yngvar se lo llevó al oído. La conversación apenas duró un minuto, y él no pronunció más que tres palabras: sí, no y gracias.
—Nada —dijo en voz alta y colgó el teléfono—. Grete Harborg está enterrada en Østre Gravlund, aquí en Oslo, junto a sus abuelos. Tres patrullas de la policía de Oslo han peinado la zona que rodea la tumba. Nada. Ni paquetes misteriosos ni notas. Seguirán buscando mañana, cuando amanezca, pero están bastante seguros de que no hay nada.
—Gracias a Dios —susurró Inger Johanne, que sentía una especie de alivio físico—. Gracias a Dios. Pero...
Él la miró. En la oscuridad de la noche sus ojos parecían oscuros, casi negros. Debería haberse afeitado. La manta se le había caído de los hombros y, cuando él se dio la vuelta para recogerla, ella vio su propio nombre escrito sobre sus anchas espaldas. Tragó saliva y no quiso mirar el reloj.
—Eso significa que seguimos sin poder estar completamente seguros de que Emilie haya sido secuestrada por la misma persona que asesinó a los otros niños —dijo—. Puede haber sido otra persona.
—Sí —asintió él—. Pero no lo creo. Tú tampoco lo crees. Roguémosle a Dios que no sea así.
La intensidad de la última expresión la sorprendió.
—¿Por qué...? ¿Qué quieres decir?
—Emilie está viva, puede estar viva. Si la ha secuestrado nuestro hombre, cabe suponer que tiene algún motivo para mantenerla con vida. Por eso espero que sea él. Sólo tenemos que...
—... encontrarlo.
—Me tengo que ir —anunció Yngvar.
—Supongo que sí —dijo Inger Johanne—. Llamaré un taxi.
Yngvar era un hombre corpulento y hacía tres horas que se había bebido un
gin-tonic.
Lo más probable es que estuviera en condiciones de conducir, y los dos lo sabían.
—Mañana vendré a recoger el coche —dijo él—. Así te traigo también la camiseta, a no ser que quieras que la lave antes.
En la puerta acarició a
Jack.
Luego se llevó los dedos índice y medio a la frente, a modo de despedida, sonrió y se dirigió al taxi que lo estaba esperando.
Había un hombre acurrucado junto a la pared de una cabaña. Iba bastante abrigado para aquella época del año, pero de todos modos tenía frío: le castañeteaban los dientes, de modo que intentó cubrirse mejor con la chaqueta. No tenía idea de dónde estaba. Los árboles rodeaban un claro frente al pequeño edificio destartalado. No era difícil entrar, incluso era posible que la cabaña no estuviese cerrada con llave. Una tenue luz rosa iluminaba el cielo por el este. El hombre tenía que encontrar un sitio donde esconderse, pero en realidad las cabañas de campo no eran lo más inteligente. A las cabañas podía llegar gente, aunque ésta en particular daba la impresión de estar deshabitada. Olía a alquitrán viejo y a urinario.
El hombre intentó levantarse, pero las piernas no le respondían. Se tambaleó y comprendió que iba a tener que encontrar pronto algo de comer.
—Comer —murmuró—. Comer.
La puerta parecía estar ahí de adorno; no consistía más que en unas cuantas tablas mal unidas que colgaban de un gozne. Casi se desprendió del quicio cuando él entró.
Estaba oscuro, aún más oscuro que fuera. Alguien había clavado las contraventanas a las ventanas. El hombre avanzó palpando la pared, y su mano dio con un armario. Por suerte tenía un encendedor, aunque hacía mucho que se le había acabado el tabaco y ya estaba notando el síndrome de abstinencia como un fuerte dolor bajo las costillas. Tabaco y comida. Necesitaba tabaco y comida y no tenía la menor idea de cómo lo iba a conseguir. A la luz del mechero consiguió abrir el armario. Estaba vacío, al igual que el siguiente. No había más que telarañas y una radio destrozada.
La cabaña constaba de una sola habitación. Sobre una mesa había una especie de maceta, un cenicero enorme con cuatro colillas. Al agarrar una de ellas le temblaron los dedos. El tabaco estaba tan seco que se salió del papel, y él tuvo que volver a introducir con cuidado las fibras, cosa que le llevó su tiempo porque no le resultaba fácil mantener abierto el hueco. Cuando por fin encendió el cigarro, se relajó. Después de fumarse cuatro colillas se le había pasado un poco el hambre, pero se había mareado. Así estaba mejor. Se hizo un ovillo debajo de la mesa y se quedó dormido.
Era como si la cría hubiese decidido morirse, él no entendía por qué. Le daba suficiente comida, suficiente agua, suficiente aire. Le daba todo lo que necesitaba para mantenerse con vida, pero ella no hacía más que quedarse ahí tirada. Había dejado de contestar cuando él se dirigía a ella, cosa que lo irritaba mucho. Era de muy mala educación. Como el hombre no soportaba el olor de la cría, había agarrado un par de calzoncillos viejos y les había cosido la bragueta. No podía comprar un par de braguitas de niña sin llamar la atención, puesto que en el pueblo lo conocía todo el mundo. Claro que habría podido ir a la ciudad, pero era mejor jugar sobre seguro. Había jugado sobre seguro todo el tiempo. Nunca lo encontrarían, y él no quería estropearlo todo despertando las sospechas de alguien al comprar braguitas de niña pese a no tener hijos. La gente estaba completamente histérica, en todas partes se hablaba de lo mismo: en la cooperativa, en la gasolinera de Bobben... En el trabajo podía ponerse los auriculares y aislarse de todo, pero durante la pausa de la comida no le quedaba más remedio que escuchar sus tonterías. En un par de ocasiones había engullido su bocadillo junto a la sierra, pero entonces el jefe se había acercado para preguntarle qué le pasaba. La comida era sagrada para todo el mundo, había que tomarla en el barracón. Así era la cosa, de modo que él había sonreído y lo había seguido.
Cuando hacía un par de días le había ordenado a la niña que se levantara de la cama y se lavase, ella estaba rígida como un robot, pero lo hizo. Fue renqueando hasta el lavabo, se quitó toda la ropa hasta quedarse desnuda, se lavó con los trapos que él le había traído y se puso las bragas limpias: verdes, desgastadas y con un descarado elefante en la parte delantera. Él se había reído. Las bragas le venían grandes a la cría, que tenía una pinta completamente ridícula cuando se volvió hacia él. Flaca y pálida, sujetaba la trompa de tela con la mano derecha.
Después él le había lavado la ropa. La había metido en la lavadora y le había echado suavizante durante el aclarado. Es cierto que le dio pereza plancharlo todo, pero ella podría haberse mostrado más agradecida de todos modos. En cambio, seguía ahí tumbada con sólo los calzoncillos puestos. Su ropa estaba apilada junto a la cama, cuidadosamente doblada.
—Oye —la llamó él en tono hosco desde la puerta—. ¿Sigues viva?
No hubo respuesta.
La criaja de mierda no le quería responder.
Le recordaba a una niña que iba a su colegio. Estaban montando una obra de teatro y la madre de él iba a venir a verla. Le había confeccionado el vestuario. Él hacía de oca salvaje y decía sólo un par de líneas. El traje no estaba demasiado bien: las alas estaban hechas de cartón, y una de ellas estaba bastante estropeada. Los demás se rieron. La niña guapa representaba el papel de cisne. Las plumas formaban un aura alrededor de ella, plumas blancas como la nieve hechas de papel de seda. Se tropezó con algo y se cayó del escenario.
La madre no apareció, él nunca supo por qué. Cuando llegó a casa, ella estaba sentada a la mesa de la cocina, leyendo. Ni siquiera lo miró cuando él le dio las buenas noches. La abuela le había dado una rebanada de pan con mantequilla y un vaso de agua. Al día siguiente lo obligó a ir al hospital a visitar al cisne y a pedirle perdón.
—Oye —dijo el hombre otra vez—. ¿Me vas a responder?
Algo se movió levemente bajo el edredón, pero no se oyó el más leve sonido.
—Ándate con cuidado —le advirtió él entre dientes y cerró de un portazo.
El cuarto estaba completamente a oscuras.
Emilie sabía que no se había quedado ciega. El señor había apagado la luz.
Papá habría ya dejado de buscarla, quizás hubieran celebrado ya el funeral.
Seguramente ella estaba ya muerta y enterrada.
—Mamá —dijo con voz ahogada.
El viernes por la mañana Kristiane se despertó con fiebre, o mejor dicho, no se despertó. Cuando Inger Johanne se levantó a las ocho y diez, después de que los ladridos de
Jack
la arrancaran del sueño, la niña seguía durmiendo, con la boca abierta. Tenía mal aliento, los mofletes rojos y la frente caliente.
—Duele —murmuró cuando Inger Johanne la despertó—. Sed en la tripa.
En realidad a Inger Johanne le venía bien quedarse en casa. Se puso un chándal viejo, llamó al trabajo para avisar y marcó el número de teléfono de su madre.
—Kristiane se ha puesto mala, mamá. No podemos ir esta noche.
—Cuánto lo siento. ¡Es una lástima! Había conseguido un salmón marinado estupendo, ya sabes que tu padre conoce a... ¿Quieres que vaya a cuidarla?
—No, no hace falta. Bueno, la verdad...
Inger Johanne necesitaba pasar un día en casa. Quería hacer un poco de limpieza para el fin de semana, quizás arreglar una de las sillas de la cocina que se había descuajaringado un poco bajo el peso de Yngvar. Kristiane era una niña muy peculiar. Se recuperaba a base de dormir, literalmente. La última vez que contrajo la gripe durmió durante cuatro días seguidos, hasta que un día se levantó a las dos de la mañana y anunció:
—Sana. Sanamanzana.
Inger Johanne se podría aplicar por fin la mascarilla para el pelo que le había dado Line. Podría quedarse en la bañera tranquilamente, pero había un par de cosas que tenía que hacer antes del fin de semana.
—¿Podrías venir más tarde? —le pidió a su madre—. ¿A eso de... las dos?
—Claro que puedo, mi vida, con lo bien que se porta Kristiane cuando está enferma. Me llevo un bordado y una película de vídeo que me trajo el otro día tu hermana, una película vieja que dice que me va a gustar.
Magnolias de acero,
con Shirley McLaine y...
—Mamá, tengo aquí un montón de vídeos.
—Ya, pero es que tienes un gusto tan... especial...
Inger Johanne cerró los ojos.
—¡No tengo un gusto nada raro! Tengo películas de...
—Que sí, cariño, que tienes un gusto un poco peculiar, deberías admitirlo. ¿Te has cortado ya el pelo? Tu hermana está estupenda, ha ido con el peluquero ese nuevo tan moderno, el de la calle Prinsen, se llama... —La madre se rió—. Bueno, él es un poco... Es bastante normal que los peluqueros lo sean. Pero Dios, qué bien ha dejado a Marie.
—Seguro que sí. ¿Vienes entonces a las dos?
—A las dos en punto. ¿Quieres que compre algo de comer para las tres?
—No hace falta, tengo una sopa de verduras en el congelador. Es lo único que consigo que coma Kristiane cuando está enferma. Hay suficiente para nosotras también.
—Muy bien. ¡Hasta luego!
—Nos vemos.
El agua de la bañera estaba exactamente dos grados demasiado caliente. Inger Johanne se reclinó contra el cojín de plástico y aspiró el vapor a grandes bocanadas. Limón y camomila de una botella cara que Isak le había traído de Francia. Él le compraba un regalo siempre que viajaba al extranjero. Inger Johanne no entendía del todo por qué, pero le resultaba agradable. Su ex tenía buen gusto y mucho dinero.
—Yo también tengo buen gusto —murmuró.
Había tres toallas colgadas de las perchas. Una de ellas tenía un gran dibujo del Niño Tigre, las otras dos estaban rosa pastel de tanto lavarlas.
—Toallas nuevas —se dijo, tomando nota mental—. Hoy.
Las amigas le tenían envidia por su madre. Line la adoraba. «Es tan buena —decían las otras chicas—, te ayuda en lo que sea. ¡Está siempre enterada de todo! Lee y va al cine y al teatro, ¡y cómo viste!»
En efecto, su madre era buena. Demasiado buena. Era general de un ejército al servicio del bien, visitaba a presos en las cárceles y la habían nombrado miembro de honor en varias ONG, tenía unas manos muy diestras y se le daba francamente mal la comunicación directa. Quizá fuera porque nunca había trabajado fuera de casa. Había consagrado su vida a su marido, sus hijos y su labor humanitaria; una serie infinita de misiones y tareas por las que nunca recibía pago, pero que exigían que adoptase una actitud amable hacia todo y todos. La madre era una diplomática nata. Era prácticamente incapaz de construir una frase que expresase sin tapujos lo que verdaderamente quería decir. «Tu padre está preocupado por ti», por ejemplo, significaba «yo estoy muerta de miedo». «Marie tiene últimamente una pinta estupenda», era el modo de su madre de decir que ella parecía una pordiosera. Cuando la madre le llevaba una pila de revistas de mujer, Inger Johanne sabía de antemano que en ellas se hablaba de la última moda y de veinte maneras de conseguirse un marido.
—Tú tienes un trabajo muy duro —decía la madre, acariciándole un poco el brazo.
Entonces Inger Johanne entendía que los vaqueros, el forro polar y las gafas de hace cuatro años no entusiasmaban precisamente a su madre.
La verdad es que la mascarilla de pelo de Line resultaba bastante agradable. Le producía un ligero cosquilleo en el cuero cabelludo, e Inger Johanne realmente sentía cómo las puntas secas y abiertas absorbían los nutrientes bajo el gorro de plástico. El agua le había teñido la piel de rojo.
Jack
estaba durmiendo, y de la habitación de Kristiane no salía ni un ruido, aunque ella había dejado las puertas abiertas por si acaso.
El libro de Asbjørn Revheim estuvo a punto de caérsele al agua, pero lo atrapó en el aire en el último momento y quitó la taza de café del borde de la bañera para depositarla en el suelo.
El primer capítulo trataba de la muerte de Asbjørn Revheim. A Inger Johanne le parecía un modo bastante curioso de empezar una biografía. No estaba segura de querer leer nada sobre la despedida de Revheim, así que se saltó unas cuantas hojas. El segundo capítulo versaba sobre su infancia en Lillestrøm.
El libro cayó al agua. Ella lo sacó inmediatamente, pero ahora tenía algunas de las hojas pegadas entre sí, por lo que tardó un rato en encontrar el punto en el que se había quedado.