Authors: Anne Holt
—Entonces ¿por qué estabas allí?
—Por nada. Sólo... Simplemente estaba allí. Mirando. No está prohibido mirar, ¿verdad?
El hombre se tiró de la manga izquierda y asomó una escayola blanca como la tiza.
—Me han roto el brazo. Yo no he hecho nada.
Eran ya las tres y media de la mañana. Yngvar Stubø llevaba veintiuna horas despierto. Sólo Dios sabía cuándo había pegado ojo por última vez el detenido. Yngvar Stubø le dio una palmadita en la rodilla y se levantó.
—Prueba a tumbarte ahí sobre el catre —le indicó amablemente—. En cuanto se haga de día lo solucionamos todo y te vas a casa.
Mientras cerraba cuidadosamente la puerta a su espalda, pensó que el hombre vestido de camuflaje podía llegar a convertirse en un problema. Apenas era capaz de trazar el plan más sencillo, por no hablar de llevar a cabo tres complicados secuestros y la arriesgada devolución del cadáver de un niño. Por otro lado, el tipo tenía carné de conducir, así que probablemente sabía leer y escribir. El título de conductor profesional que le había atribuido Hermansen era sin embargo una enorme exageración. Laffen Sørnes recibía una pensión por invalidez y dos veces por semana repartía comida caliente a los ancianos de Stabekk. Sin cobrar.
El problema no residía en el exhibicionista, sino en el hecho de que hasta el momento no había ningún otro sospechoso. Habían desaparecido tres niños, y uno de ellos ya estaba muerto. Todo lo que había encontrado la policía, tras tres semanas de investigación, era un exhibicionista de mediana edad en un Ford Escort.
El exhibicionista podía llegar a constituir un enorme problema.
—Dejad que se vaya —dijo Yngvar Stubø.
Hermansen se encogió de hombros.
—Pues muy bien. Entonces no tenemos nada. Ya está. Cuéntaselo tú a los buitres que están ahí fuera. —Hizo un gesto hacia la ventana.
—Dejad que el exhibicionista se vaya a casa en cuanto amanezca —bostezó Yngvar Stubø —. Y, por el amor de Dios, conseguidle al tipo otro abogado. Uno que se moleste en asegurarse de que no mantengan a su cliente despierto toda la noche. Ése es mi consejo. No es nuestro hombre. Y tú... —Se sacó un puro del bolsillo de la camisa y extendió el dedo índice—. Yo no soy nadie para decirle a la policía de Asker y Bærum lo que tiene que hacer. Pero yo de ti... multaría a los cabrones que le han roto el brazo. Como no lo hagas, esto se va a convertir en el salvaje Oeste antes de que termine la semana. Recuerda mis palabras. Un puto Texas.
En el campo, en un valle al noreste de Oslo, en una casa construida en la ladera, estaba sentado un hombre con un mando a distancia en la mano. Estaba navegando por el teletexto, que le permitía leer en cualquier momento las noticias como a él le gustaban: breves y concisas. Despuntaba el alba. La luz blanca del día sin estrenar que entraba por la ventana de la cocina lo hacía sentirse renacido todos los días. Soltó una carcajada aunque estaba solo.
«Hombre (56) arrestado por el caso Emilie.»
Jugueteaba con los botones del mando a distancia. Las letras se agrandaban, se encogían, se ensanchaban, se estrechaban. Hombre arrestado. ¿Se habían creído que era un aficionado? ¿Que ahora se iba a poner hecho una furia? ¿Que iba a perder la cabeza sólo porque habían pillado a la persona equivocada, porque atribuían sus actos a otro hombre? ¿Se había creído la policía que esto lo llevaría a obrar con precipitación, a cometer errores, a ser descuidado?
Soltó otra risotada, casi eufórica, que retumbó en la habitación de paredes desnudas. Sabía exactamente qué pensaba la policía. Creían que era un psicópata y daban por sentado que se envanecía de sus crímenes. La policía quería herir su orgullo, tentarlo para que diese un paso en falso, para que se jactara de lo que hacía. El hombre con el mando a distancia lo sabía, había leído, había estudiado. Sabía lo que iba a hacer la policía cuando descubriera que él estaba ahí fuera, que había un tipo que raptaba y asesinaba niños sin un motivo claro. Querían provocarlo.
Se los estaba imaginando. Tenían toda la información sobre los niños en una gran pizarra. Fotos, datos, documentos informáticos impresos. Edad, sexo, pasado. El historial de los padres. Fechas. Estaban buscando conexiones. Alguna pauta. Seguramente le concedían mucha importancia al hecho de que Emilie desapareciera un jueves, Kim un miércoles y Sarah un martes. Ahora creían que empezaban a ver la luz y confiaban en que algo sucedería el lunes. Cuando llegara el momento y el siguiente niño desapareciera en domingo, entrarían en pánico. «No hay una pauta —se dirían unos a otros—. ¡No sigue una rutina!» La desesperación los dejaría paralizados y les resultaría insoportable cuando desapareciera otro niño más.
El hombre se acercó a la ventana. Pronto tendría que irse a trabajar. Primero tendría que bajarle comida a las niñas, y agua. Copos de maíz con agua. Se le había acabado la leche.
Emilie había entrado en vereda: se mostraba dulce, alegre y amable, exactamente como él había esperado. Aunque había dudado de que valiese la pena llevársela a ella, ahora se alegraba de haberlo hecho. Obviamente Emilie tenía algo especial. Cuando el hombre se enteró de que su madre había muerto, decidió dejarla tranquila, pero afortunadamente cambió de opinión. Era una chiquilla agradecida. Daba las gracias cortésmente por la comida y se alegró de recibir el caballo, a pesar de que casi no había dicho nada cuando él le regaló la Barbie. El hombre todavía no sabía muy bien lo que iba a hacer con Emilie, al final, cuando todo hubiera pasado. En realidad no tenía mucha importancia. Había tiempo de sobra.
Sarah, en cambio, era una pequeña bruja.
Él habría debido preverlo. La marca del mordisco que ella le había pegado en el brazo estaba roja e hinchada. El hombre se acarició con cuidado la piel, irritado por no haber estado más alerta.
Mientras contemplaba la ladera a través la ventana, con los ojos entrecerrados ante el intenso sol de la mañana, se preguntó por qué no había empezado antes. Se había conformado con demasiadas cosas durante demasiado tiempo. Había dado demasiado, soportado demasiado y recibido demasiado poco. Se había rendido demasiadas veces. Todo empezó cuando tenía cuatro años. Probablemente antes, pero eso era lo primero que alcanzaba a recordar.
Alguien le había enviado un regalo. No sabía quién. Su madre lo había ido a buscar a correos.
Al hombre del mando a distancia le gustaba rememorar el pasado; era importante para él mirar atrás. Apagó la televisión y se sirvió otro café. En realidad habría debido estar preparando los copos de maíz con agua, pero su memoria era su fuerza motora y había que atenderla cuando era necesario. Cerró los ojos.
Estaba arrodillado ante la mesa de la cocina, sobre una silla de madera, dibujando. Tenía ante sí un vaso de leche, todavía notaba el sabor dulce que se le adhería a la garganta, el calor del radiador del rincón; estaban a principios de invierno. La madre entró en el cuarto. La abuela se acababa de ir a trabajar. El paquete era gris y se había arrugado con el transporte. Estaba atado con un cordón con tantas vueltas y tantos nudos que la madre tuvo que cortarlo con las tijeras, aunque por lo general guardaban el cordón y el papel.
El regalo era un traje de esquí azul, con un aro en la cremallera de la chaqueta. Sobre el pecho llevaba estampado el dibujo de un camión con grandes ruedas. El pantalón tenía una goma que ceñía el pie y tirantes que se cruzaban tras la espalda. La madre lo vistió y le permitió quedarse de pie sobre la mesa de la cocina, con el regusto dulce en la boca. La lámpara topó contra su cabeza al bascular lentamente de un lado para otro. La madre le sonrió. El traje azul era ligero, no pesaba nada. Él levantó los brazos cuando ella le cerró la cremallera. Dobló las rodillas, convencido de que podía volar. La chaqueta era calentita y suave, y él quería salir a la nieve con el dibujo del camión en el pecho. Miró a su madre y se echó a reír.
El hombre soltó el mando a distancia. Ya eran casi las ocho, iba mal de tiempo. Obviamente las niñas del sótano no se morirían de hambre si se saltaban una comida, pero más valía hacerlo cuanto antes. Abrió el armario de la cocina y se miró en un espejo para afeitarse que estaba colgado en el interior de la puerta.
La abuela había vuelto porque se le había olvidado algo y se había quedado petrificada al verlo.
Le dieron el traje de esquiar a alguien, a algún otro niño, a un niño que se lo merecía más, según la abuela. De eso se acordaba él muy bien. La madre no protestó. Alguien le había mandado un regalo, era suyo, pero no se lo daban. Tenía cuatro años.
Su rostro en el espejo tenía un aspecto horrible. No se sentía así. Se sentía fuerte y resuelto. El paquete de copos de maíz estaba vacío. Las niñas tendrían que pasar hambre hasta que regresara. Se las apañarían perfectamente.
Inger Johanne Vik había trabajado durante toda la noche, algo desconcertada. El portero de noche del Augustus Snow Inn era un chico que debía de haber mentido sobre su edad para que le dieran el trabajo. Era evidente que se había ennegrecido el bigote con rímel, porque a lo largo de la noche había ido empalideciendo y le habían salido unas manchas negras en torno a la nariz, llena de espinillas que él no dejaba en paz. Le había facilitado a Inger Johanne los datos de la conexión a Internet del hotel para que pudiera conectarse desde su habitación. Si surgía algún problema, no tenía más que avisar al servicio de habitaciones. El chico le dedicó una sonrisa radiante mientras se pasaba el dedo gordo y el índice por el bigote, que ya casi había desaparecido del todo.
Debía de estar cansada, sólo de pensarlo bostezaba. Tenía sueño, pero no como siempre. El desfase horario solía afectarla mucho más. Eran ya las dos de la mañana. Calculó la hora que sería en casa, las ocho. Kristiane llevaba ya un buen rato despierta. Sin duda estaba deambulando por la casa de Isak, con el perro nuevo, seguramente Isak seguía dormido y el perro habría hecho pis por todas partes, pero Isak dejaría que la orina se secara sin molestarse en limpiarla.
Inger Johanne se masajeaba la dolorida nuca mientras dejaba que los ojos vagaran por el cuarto. En el suelo, ante la puerta, había una nota. Debían de haberla dejado ahí desde antes de que ella volviera, porque si se la hubiesen llevado mientras ella estaba allí habría oído los crujidos de la vieja escalera que subía al tercer piso. No había oído a nadie. Nadie más se alojaba ahí; la habitación al otro lado del pasillo estaba vacía y cerrada. Había ido tres veces a buscar café, había salido y entrado de la habitación sin reparar en la nota. La había recibido a las 18.00 horas.
Please call Yngvard Stubborn.
Important. Any time. Don't mind the time difference
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Stubborn. Stubø. Yngvar Stubø. En la nota figuraban tres números de teléfono: el de casa, el del trabajo y el del móvil, supuso ella. No pensaba llamar a ninguno. Pasó el pulgar con cuidado sobre su nombre. Después arrugó el papel. En vez de tirarlo, se lo metió rápidamente en el bolsillo y se conectó a la página del periódico
Dagbladet.
Había desaparecido una niña pequeña. Otra más. Sarah Baardsen, de ocho años, había sido secuestrada en un autobús repleto de gente en la hora punta, cuando se dirigía a casa de su abuela. La policía todavía no tenía pistas. La opinión pública estaba alarmada. En torno a la capital, de Drammen a Aurskog, de Eidsvoll a Drabak, se habían suspendido indefinidamente todas las actividades voluntarias para niños y se habían organizado grupos para los desplazamientos al colegio y de regreso a casa. Algunos padres exigían compensación por tener que quedarse en casa, pues debido a la suspensión de las actividades extraescolares no había garantías de que los críos estuvieran vigilados todo el tiempo. No había personal para reforzar la custodia. La Central de Taxis de Oslo había fletado taxis especiales para niños, con taxistas mujer que daban prioridad a las madres que viajaban solas con niños. El presidente del Gobierno había llamado a la calma y la sensatez, mientras que el defensor del menor había llorado en la televisión. Una vidente había tenido una visión de Emilie en una porqueriza, y una colega sueca la respaldaba. Hay muchos fenómenos que la ciencia no puede explicar, había declarado la Asociación Agraria de Noruega y se había comprometido a registrar todas las porquerizas del país antes del fin de semana. Un político del Partido del Progreso había propuesto al Parlamento, completamente en serio, que se reinstaurase la pena de muerte. Inger Johanne notó que se le erizaba el vello de los antebrazos y se bajó las mangas del jersey.
Obviamente no pensaba ayudar a Yngvar Stubø. Los niños secuestrados se habían convertido en los suyos propios, del mismo modo que no podía ver imágenes de los niños hambrientos de África y de las prostitutas de siete años de Tailandia sin pensar en Kristiane; siempre veía en ellos a su propia hija. Apagar la tele, cerrar el periódico. No quería ver. Johanne no quería saber nada de este caso. No quería escuchar.
En realidad, esto no era del todo cierto.
El caso la alteraba, acaparaba su atención de un modo tan violento que se le cortó la respiración cuando, de pronto, como en una revelación no deseada, comprendió que en realidad tenía ganas de dejarlo todo. Inger Johanne quería olvidarse de Aksel Seier, mandar a paseo su nuevo proyecto de investigación, darle la espalda a Alvhild Sofienberg. Lo que deseaba en realidad era embarcarse en el primer avión con rumbo a casa y dejar que Isak se siguiera ocupando de Kristiane. Después quería concentrarse en lo único que le importaba: encontrar a esta persona, este ser que andaba por ahí secuestrando los niños de los demás.
En realidad ya había empezado a trabajar, sólo conseguía concentrarse en otras cosas durante períodos cortos. Desde que Yngvar Stubø se puso en contacto con ella la primera vez, ella había estado, inconscientemente, intentando formarse en la cabeza una imagen provisional del autor de los hechos, pero con miedo, con reticencias. No tenía suficiente base ni información. Antes de marcharse había estado rebuscando en cajas viejas, con la excusa de ordenar. Los apuntes de su época de estudios en Estados Unidos estaban ahora en las estanterías lacadas de su despacho. Pero los iba a guardar en otro sitio, sólo pretendía llevar a cabo una limpieza a fondo. Nada más, se había dicho a media voz mientras apilaba libros en grandes montones sobre la mesa.