Authors: Anne Holt
La mujer estaba muy asustada, e Yngvar no era capaz de comprender por qué. Su hijo había muerto, asesinado por un hombre desquiciado al que esta mujer estaba protegiendo. Se moría de ganas de inclinarse sobre la mesa, agarrarla de ese ridículo jersey rosa que llevaba y atizarle un bofetón. Quería sacarle la verdad a palos a ese escuálido cuerpo. Era fea. Tenía el cabello reseco, el maquillaje corrido, la nariz demasiado grande, los ojos demasiado juntos. Turid Sande Oksøy parecía un cuervo, e Yngvar se moría de ganas de lavarle la cara y extraer la verdad del cerebro de gallina que había detrás.
—¿Está completamente segura? —dijo tranquilamente, pasándose la mano por el pelo.
—Sí —insistió ella y levantó la vista frotándose con el pulgar la piel bajo los ojos.
—Pues entonces siento haberles molestado en balde —dijo él—. No hace falta que me acompañen a la puerta.
—¡Mierda! ¡Mierda!
Yngvar golpeó el tronco del árbol con tanta fuerza que le empezaron a sangrar los nudillos. Se le tensaron los músculos de la nuca. Estaba temblando y no le resultó fácil marcar un número en el teléfono. Intentó respirar más profundamente, pero los pulmones se le resistían. Ahora mismo no sabía quién estaba más aterrorizado, si él o Turid Sande Oksøy.
Se apoyó en el tronco del abeto para intentar relajarse. En la casa que acababa de dejar, las luces empezaron a apagarse en un cuarto detrás de otro, hasta que al final sólo quedó una luz amarilla y suave que brillaba tras las cortinas de una ventana del primer piso.
—¿Hola?
—Hola.
—¿Te he despertado?
—Sí.
No se disculpó. Al escuchar su voz por fin podía respirar más tranquilo. Le llevó diez minutos contarle cómo había ido el día. De vez en cuando se repetía, pero luego conseguía concentrarse y calmarse. Intentaba ajustar su relato a un orden cronológico, ser objetivo, preciso. Al final calló. Inger Johanne no dijo nada.
—¿Hola?
—Sí, estoy aquí —la oyó decir muy lejos.
Se puso el teléfono más cerca de la oreja.
—¿Por qué...? —preguntó—. ¿Por qué miente?
—Eso está claro —dijo Inger Johanne—. Debe de haberse liado con Karsten Åsli cuando ya estaba casada con Lasse. No puede haber otra razón, a no ser que esté diciendo la verdad, claro. Que sea verdad que no conoce al tipo.
—¡Está mintiendo! ¡Lo sé! ¡Sé que está mintiendo!
Volvió a descargar un golpe contra la corteza áspera. La sangre corría por la palma de su mano.
—¿Qué puedo hacer? ¿Qué coño voy a hacer ahora?
—Nada. Esta noche nada. Vete a casa, Yngvar. Ahora tienes que dormir. Ya lo sabes. Mañana puedes intentar hablar con Turid a solas. Tienes que mover cielo y tierra para averiguar todo lo posible sobre Karsten Åsli. Quizás encuentres alguna cosa, algo que con un poco de creatividad puedas aprovechar para conseguir una orden de registro. Pero mañana. Ahora vete a casa.
—Tienes razón —cedió él—. Te llamo a media mañana.
—Muy bien —respondió ella—. Hasta mañana.
Luego colgó y él se quedó mirando el teléfono durante algunos segundos. Le dolía la mano derecha. Inger Johanne no lo había invitado a ir a su casa. Yngvar fue hacia el coche arrastrando los pies y se marchó, obediente, a su casa de Nordstrand.
Por fin había encontrado comida. Laffen había forzado ya la puerta de tres casas pero no había tenido suerte. En esta cabaña, en cambio, había latas de conservas en varios armarios. No podía haber pasado mucho tiempo desde la última vez que alguien había estado allí porque en la panera quedaba algo de pan. Cuando le quitó la capa blanquecina y azul que lo recubría, no quedó gran cosa. Se quedó un rato mirando la pequeña bola correosa antes de metérsela en la boca. Sabía a oscuridad.
Había leña almacenada junto a la chimenea, y no le costó mucho encender un buen fuego. Desde la ventana del salón se veía bien el camino. De este modo, si veía que alguien se acercaba podía escaparse por la ventana de la parte de atrás. El calor que irradiaba el fuego lo amodorraba, pero primero quería comer algo, un poco de sopa, quizás, eso era lo más sencillo. Luego se iría a dormir. Eran más de las cuatro de la mañana y pronto iba a ser completamente de día. Sólo necesitaba un poco de comida y tabaco. Sobre la chimenea había medio paquete de Marlboro. Le quitó el filtro a uno de los cigarrillos, lo encendió y le dio una profunda calada. No podía acostarse hasta que se apagara el fuego.
Sopa de tomate con macarrones. Bien.
Había agua en el grifo. Era una buena casa de campo. Él siempre había querido tener una cabaña así, un sitio donde se pudiera estar completamente tranquilo. No como su piso de Rykkinn, donde los vecinos se enfadaban en cuanto algún sábado se te pasaba limpiar las escaleras. Aunque nunca dejaba entrar a nadie en el piso, siempre se sentía vigilado. En un sitio como éste todo sería muy distinto. Si seguía adelante, si se adentraba en el bosque, quizás encontraría una casa donde pasar todo el verano solo. En verano, la gente que tenía cabañas en el campo solía irse más bien al mar. Después podría escaparse a Suecia, en otoño. Su padre había escapado a Suecia durante la guerra y luego le habían dado un montón de medallas por todo lo que había hecho.
Lo que no iba a permitir es que la policía volviera a atraparlo.
El cigarrillo le supo a gloria. Era el mejor pitillo que se había fumado nunca, aromático y suave. Se encendió otro al acabar de comer. Luego vació el paquete y contó los cigarrillos. Once. Tenía que ahorrar.
La policía creía que era idiota. Cuando lo arrestaron, hablaban entre sí como si él estuviera sordo o algo así. La gente solía hacer eso. Creían que no oía.
El tipo que se había llevado a los niños era listo. Los mensajes eran ingeniosos. «Ahí tienes lo que te merecías.» Los dos policías habían estado hablando de eso delante de él, como si fuera un idiota sin orejas. Laffen se había aprendido inmediatamente el texto de memoria. «Ahí tienes lo que te merecías.» Muy bueno. Buenísimo. Le echaba la culpa a otro. No estaba seguro de quién había recibido lo que se merecía, pero era algún otro, no era él quien se merecía eso. El tipo que se había llevado a los niños tenía que ser muy listo.
A Laffen lo habían detenido en varias ocasiones.
Lo trataban como a una mierda, siempre.
Cuando los niños correteaban desnudos por la playa, no se podía esperar otra cosa. Se lucían, sobre todo las niñas. Se meneaban, se contoneaban, lo enseñaban todo. Pero era él quien cargaba con la culpa, siempre. En ese sentido Internet era mejor. Asuntos Sociales le había pagado el ordenador. Incluso le había pagado un curso para aprender a usarlo.
Los helicópteros eran peligrosos.
Todavía estaba demasiado cerca de Oslo y oía helicópteros todo el día. Como la luz duraba hasta muy tarde por la noche y comenzaba muy temprano por la mañana, sólo había unas pocas horas de oscuridad en las que podía moverse. Avanzaba demasiado despacio. Tenía que alejarse más, eso estaba claro. Tendría que robar un coche. Sabía cómo hacerle un puente al motor, era una de las primeras cosas que había aprendido. Aunque la policía creía que era idiota, era capaz de robar un coche en menos de tres minutos. No uno de los nuevos, claro, de esos que tenían algún tipo de cierre electrónico. Ésos tendría que dejarlos estar. Pero podía buscar un modelo más viejo y conducirlo un buen trecho, hacia el norte. Era fácil saber dónde estaba el norte: por el día no había más que mirar el sol, y por la noche sabía encontrar la estrella Polar.
La comida hacía que le entrara sueño. La chimenea despedía un calor muy agradable. No podía dormirse hasta que se hubiera apagado del todo. Le importaba una mierda el peligro de incendio, pero mientras pudiera aparecer alguien que hubiera visto el humo, tenía que mantenerse despierto. Alerta.
—Estate preparado —murmuró Laffen antes de dormirse.
Karsten Åsli pugnaba por convencerse de que no tenía nada que temer.
—Rutina —dijo para sí y estuvo a punto de tropezar—. Rutina. Ru-ti-na. Ru-ti-na.
Tenía las zapatillas de deporte empapadas, y el sudor le caía en los ojos. Intentó secarse la frente con la manga del jersey, pero ésta estaba húmeda por el rocío de los árboles cuyas hojas había rozado.
Yngvar Stubø no había visto nada. En realidad era imposible que encontrara absolutamente nada que pudiera despertar sus sospechas. Joder, él mismo lo había dicho: había venido porque por rutina tenía que visitar a todos aquellos que hubieran tenido relación con alguno de los familiares. Claro que era rutina. La policía creía que ya sabía a quién estaba buscando. Los periódicos no hablaban de otra cosa: La Gran Caza del Hombre.
Karsten Åsli apretó el paso. Había estado a punto de perder el control. Yngvar Stubø era astuto. Aunque no sabía mentir tan bien como creía Aksel que lo hacían los policías, era astuto. Turid estaba aterrorizada en aquellos tiempos. Tenía miedo de que Lasse se enterara de algo. Miedo de su madre. Miedo de su suegra. Miedo a todo. Cuando Yngvar aseguró que Turid había dicho que se conocían, mentía. Pero Karsten, de todos modos, había estado a punto de perder el control.
Yngvar Stubø nunca habría debido preguntarle si tenía hijos.
Hasta ese momento Karsten se sentía como si estuviera a punto de ahogarse, pero cuando Stubø le preguntó por su hijo fue como si le estuviera echando un cable. La mar se calmó. Tierra a la vista.
El crío. El niño. El hijo de Karsten. Cumpliría tres años el 19 de junio. Ése sería el día en que culminaría su acción. Nada era casual en este mundo.
El arroyo tenía mucho caudal, caudal de primavera. Casi era un río.
Karsten se detuvo e intentó recuperar el aliento. Se descolgó la mochila del hombro y sacó el bote de potasio. Previamente había llenado una pequeña bolsa de plástico con algunos gramos, más que suficiente para su última misión. Obviamente lo había hecho fuera de la casa, pues sabía perfectamente que el más mínimo rastro de la sustancia bastaría para pillarlo. No es que la policía fuera a ir a comprobarlo, pero Karsten Åsli operaba dentro de unos márgenes de seguridad. Todo el tiempo. Nunca había abierto el bote dentro de casa.
Los polvos se mezclaron con el agua. Agua color de leche que empezó a correr cuesta abajo. La solución se diluía, se aguaba, hasta quedar casi transparente. Al final, metro y medio por debajo de donde estaba él, todo había desaparecido. Dio unos golpecitos al bote contra una piedra y después encendió una pequeña hoguera con el serrín seco que traía en la mochila. El bote de cartón no ardía bien, pero cuando rasgó un periódico entero y lo echó al fuego, por fin prendió. Al final lo pisoteó todo para apagarlo.
Había comprado el potasio en Alemania, hacía más de siete meses. Por si acaso, se había dejado crecer la barba durante varias semanas antes de ir a una farmacia de un suburbio de Hamburgo. Esa misma noche se afeitó en un motel barato antes de salir hacia Kiel para tomar el transbordador de vuelta.
Por fin se había deshecho del potasio. Se había deshecho de todo menos de lo que iba a necesitar el 19 de junio.
Karsten Åsli se sentía aliviado. No tardó más de un cuarto de hora en llegar a casa.
Cuando estaba haciendo estiramientos en el umbral, se acordó de que hacía varios días que no bajaba a ver a Emilie. Ayer, antes de que apareciera Stubø, había decidido darle una última comida. Tenía que librarse de ella, pero no había decidido cómo. Tras la visita de Stubø tenía que tener aún más cuidado de lo que había previsto. Emilie tendría que esperar. Unos días, al menos. Allí abajo tenía agua, y de todos modos no comía nada. No había ninguna razón para bajar al sótano.
Ninguna en absoluto. Sonrió y se preparó para ir al trabajo.
El señor había desaparecido. Ya no existía.
Emilie tenía sed. Había agua en el grifo. Intentó levantarse, pero las piernas le habían adelgazado tanto... Trató de andar. No podía, a pesar de que se apoyaba contra la pared.
El señor había desaparecido. Quizá papá lo hubiera matado. Seguro que papá lo había encontrado y lo había cortado en pedacitos. Pero papá no sabía que ella estaba ahí, no la iba a encontrar nunca.
Tenía una sed horrible. Gateó hasta el grifo. Luego se reclinó sobre la pared y abrió el agua. Los calzoncillos se le resbalaron hasta los tobillos. Eran calzoncillos de chico, por mucho que la bragueta estuviera cerrada. Bebió.
Su ropa seguía doblada junto a la cama. Regresó tambaleándose a la cama, ahora a duras penas podía andar. Los calzoncillos se quedaron junto al lavabo. A Emilie la tripa se le había convertido en un gran agujero sin nada de hambre dentro. Luego tenía pensado ponerse la ropa. Era su propia ropa y quería llevarla puesta, pero primero tenía que dormir.
Lo mejor era dormir.
Papá había cortado al señor en pedacitos que había tirado al mar.
Seguía teniendo muchísima sed.
Quizá papá también estuviera muerto. No llegaba nunca.
Lo primero que le vino a Inger Johanne a la cabeza fue que éste era el que sobraba.
Tras las primeras frases introductorias empezó a parecerle sencillamente anodino. Geir Kongsbakken no irradiaba nada, no tenía ningún encanto. A pesar de que nunca había conocido ni a su padre ni a su hermano, Inger Johanne tenía muy claro que ambos habían sido personas que causaban una honda impresión, para lo bueno y para lo malo. Asbjørn Revheim, por su parte, había sido un hombre arrogante y provocador, un gran artista, una persona persuasiva y que no reconocía límites, ni siquiera para su propio suicidio. Astor Kongsbakken seguía rodeado de un halo de anécdotas sobre su dedicación y su ingenio en el trabajo. Geir, el hijo mayor, tenía un pequeño bufete de abogados en la calle Øvre Slottsgate, un despacho con un solo abogado del que Inger Johanne nunca había oído hablar. Las paredes estaban revestidas con madera, y las estanterías eran marrones y pesadas. El hombre al otro lado de la mesa también era pesado, sin ser gordo. Daba la impresión de no tener los contornos bien definidos, y no resultaba en absoluto interesante. Poco pelo. Camisa blanca. Gafas insulsas. Voz monótona. Era como si estuviera compuesto de los pedazos que el resto de la familia no quería.
—¿Y en qué podría ayudar a la señora? —preguntó con una sonrisa.
—Yo... —Inger Johanne carraspeó y volvió a empezar—: ¿Recuerda el caso Hedvik, señor Kongsbakken?
Se lo pensó, los ojos se le entrecerraron.