Read Catalina la fugitiva de San Benito Online
Authors: Chufo Lloréns
Marcelo no era alto, pero era un hombre recio. Tenía los hombros poderosos, aunque las piernas eran combadas y cortas de tanto cabalgar, y no tenía nada de timorato ni de cobarde. No sería ésta la primera vez, a lo largo de sus viajes, que se topara con un grupo de maleantes a los que conseguía poner pies en polvorosa a garrotazos.
La vereda era estrecha y las ramas de los árboles le golpeaban el rostro. Los lindes de la floresta eran imprecisos e incluso a tramos, al estar borrados, le dificultaban seguir el camino. Había empezado a llover y unas gotas grandes y frías comenzaban a mojarle la cara; súbitamente y al tiempo que su cuartago balanceaba las orejas adelante y atrás, le pareció percibir desde el fondo de la espesura unos lamentos tristes e intermitentes, como si alguien ya no pudiera casi ni pedir auxilio y emitiera inconscientemente aquellos lastimeros gemidos. Detuvo el hombre su cabalgadura y escuchó unos instantes. Los lamentos se oían a su derecha. Puso pie en tierra y tomando al caballo por la brida, pues no quería arriesgarse a que al dejarlo atado tras de sí se lo afanaran, se internó en el boscaje, no sin antes desenfundar su fierro y poner en estado de alerta sus cinco sentidos. A medida que avanzaba el volumen de los lamentos aumentaba, señal de que iba en la dirección debida, y la frecuencia de los mismos disminuía, signo inequívoco de que la conciencia, o mejor la vida, del que los emitía se iba apagando. Finalmente arribó a un calvero del bosque y allí estaba el hombre: era un fraile pequeño, cetrino y magro de carnes, que yacía en medio del fango con la cabeza descalabrada, la evidencia era un plastrón de sangre coagulada que empapaba sus cabellos y un hilillo que le salía del oído derecho; todo el exterior estaba revuelto. Marcelo inspeccionó los alrededores, pero los que habían cometido el desaguisado, una vez cumplido su objetivo que no era otro que el robo, habían desaparecido del lugar de los hechos. Entonces ató su montura a un tronco y, tras coger del arzón de su silla una calabaza hueca en la que llevaba vino rebajado con agua, se acercó al hombre y, arrodillándose a su lado, con mucho tiento le levantó la cabeza con una mano mientras con la otra le acercaba la embocadura de su primitiva frasca a los resecos labios; todo ello sin dejar de tener su estoque a mano por si acaso. El fraile, como niño de pecho que instintivamente agarra el pezón de la teta, comenzó a tragar sin recuperar la conciencia. Luego Marcelo depositó con tiento la cabeza del joven en el suelo y tras acercarse al caballo extrajo de la alforja un trozo de lienzo y, empapándolo en el vino de la calabaza, se lo pasó al herido por la lastimada frente. Poco a poco, muy lentamente, el descalabrado volvió en sí y miró a Marcelo con temor y desconfianza. Pero su mente regresó a la penumbra. Entonces el correo, en tanto seguía pacientemente aliviando la herida del hombre con las friegas de vino observó que el tundido era un carmelita y que junto a él había un sinnúmero de pisadas de diferentes tamaños, prueba irrefutable de que había sido atacado por varios hombres. También vio desparramados sobre las holladuras aquellos enseres y objetos que no les debían haber parecido de utilidad; todo yacía en el fango, alrededor del frailecillo. El hombre se despertó de nuevo y con un hilo de voz indagó:
—¿Quién sois y dónde estoy?
—No temáis. Soy un correo de la posta real y estáis en un camino secundario que puede ir y venir de muchos sitios. Pero os diré que principalmente os conduciría a Santiago u os regresaría de Ponferrada.
—Ya voy recordando... —El hombre respiraba con dificultad—. He sido atacado y desvalijado por varios hombres; me han molido a palos e imagino que me han robado.
—Por lo que intuyo, así ha debido ser. No sé lo que llevabais en vuestra alforja, pero lo que aquí han dejado no parece tener demasiada utilidad para las gentes que acostumbran llevar a cabo estos desaguisados.
—¡Mis libros! ¿Están mis libros?
Marcelo miró alrededor, extrañado de que en aquel trance el hombrecillo solamente pensara en sus libros.
—Parece que por aquí andan algunos.
—¡Acercádmelos por caridad!
El correo recostó suavemente la cabeza del carmelita en su propio zurrón y se levantó para recoger cinco volúmenes que andaban desperdigados por el barro.
—Aquí tenéis vuestros libros. ¡A fe mía que algunos hombres de Dios sois extravagantes! Casi os matan y os preocupáis de si vuestros libros, que poco valen, han desaparecido u os los han dejado. —Y al esto decir, Marcelo puso ante los ojos del fraile los volúmenes que con tanto interés reclamaba.
El fraile alzó la cabeza del zurrón e hizo un esfuerzo para intentar mirarlos; luego del breve examen pareció descansar tranquilo.
La lluvia arreciaba y la noche se iba a echar encima. Marcelo debía tomar una decisión pues, amén del peligro que representaba quedarse en la floresta, el aspecto del hombre era francamente malo y necesitaba de cuidados urgentes. El correo se inclinó sobre él.
—¿Sabéis qué vamos a hacer?
El fraile ni se movió.
—A pocas leguas de aquí y apenas desviándome de mi ruta hay un convento de vuestra orden cerca de Palacios de Sanabria, allí os conduciré y allí os podrán auxiliar.
Estas palabras obraron de revulsivo. El herido abrió los ojos y con una mano se agarró al jubón de Marcelo en tanto que sus exangües labios se movían intentando balbucear unas palabras. Marcelo aproximó su oído a la boca del otro.
—¡No me llevéis allí, por lo que más queráis! ¡No me llevéis!
—¿Qué os ocurre? ¿No son cofrades vuestros?
—¡Ahí no me llevéis!
Marcelo, que hacía su vida cerca de hombres de la Iglesia, no ignoraba las rencillas que había entre ortodoxos y reformados, pero no hasta el extremo de negar ayuda a uno de sus hermanos, y pensó que tal vez la negativa del fraile se debía a que no quería acudir a un convento de su orden pero de la otra facción.
—Lamento vuestras diferencias, pero no hay otra... Tengo que seguir camino y no puedo cargar con vos. —Y no añadió: «Además os veo muy mal.»
Recogió los restos de las pertenencias del fraile y los colocó en su raída bolsa, que sujetó al arzón del caballo. Después cargó con el liviano peso del tundido clérigo y lo colocó al través delante de la silla de su cabalgadura; finalmente, luego de dar un vistazo sobre aquel campo de agramante, enfundó su espada y montando a su vez en el jaco se dirigió al camino para, orientándose por la estrella del Pastor que había ya salido, encaminar sus pasos hacia el monasterio del Carmelo.
El hombrecillo se balanceaba al compás del paso del cuartago y Marcelo tenía la sensación de llevar un fardo; la noche se fue cerrando al tiempo que la lluvia amainaba. Al cabo de una hora larga de cabalgar llegaron al convento. Una luz brillaba en la puerta y era la única referencia de que dentro habitaba gente. Marcelo había tenido tiempo durante el trayecto de madurar un plan; su bondad natural le había impelido a prestar ayuda a aquel desgraciado, pero lo que no iba a hacer era demorar su vuelta a casa a causa de las engorrosas preguntas a las que lo someterían en caso de que intentara dejar al hombre entre los suyos dando la más somera explicación. Dejó el caballo con su carga a una distancia prudencial de la puerta y se adelantó a inspeccionar el terreno; apenas descabalgó, el jaco aliviado se rebulló inquieto. El fraile abrió los ojos y se dio cuenta de dónde estaba. Entonces con un esfuerzo supremo introdujo su diestra en el bolsón de sus cosas e intentó, al tacto, buscar de entre los libros el tomo más pequeño; cuando lo encontró, lo extrajo y lo dejó caer al fondo de la alforja de su salvador, y se volvió a desmayar. Marcelo regresó junto al caballo, cargó sobre su recia espalda el liviano peso del hombrecillo y lo condujo hasta la entrada del convento para depositarlo con mimo en el primer escalón, dejando apoyada su cabeza en la bolsa de sus pertenencias. Luego tiró firmemente tres veces del bramante que movía el badajo de la campanilla de la entrada, y a continuación corrió hacia su caballo y, tomándolo de la brida, se ocultó en el primer recodo del camino y esperó. Al poco, un hermano salió de la portería. A lo primero no vio el bulto de los escalones, paseó su mirada a uno y otro lado y al nada ver se dispuso a reingresar en el edificio. Entonces fue cuando reparó en la forma que casi estaba a sus pies; se agachó sobre ella y, tras darse cuenta de que era un ser humano que estaba en malas condiciones, salió espiritado hacia el interior para volver a comparecer al poco, esta vez acompañado de tres frailes más que recogieron al herido con cuidado. En tanto éstos desaparecían en el interior, miraban recelosos a uno y otro lado por ver si daban con el alma caritativa que les había dejado aquel regalo.
Cuando Marcelo tuvo la certeza de que el hombre quedaba a resguardo y bien atendido, montó de nuevo en su rocín y se alejó, adentrándose en la noche que, tras su buena acción, le pareció mucho más estrellada.
Llevaron los frailes al herido a la enfermería y mientras los demás se reunían para el rezo de las completas, dos de los hermanos se dedicaron a limpiar las heridas del moribundo y a comprobar su estado. Lo colocaron sobre una mesa y procedieron a desnudarlo. De repente ambos se miraron y, sin nada decir, el más alto se dirigió a la capilla y se acercó al reclinatorio del prior.
—Padre.
Las completas se detuvieron y toda la comunidad se volvió ante lo insólito de aquella interrupción.
—¿Tan importante es lo que me tenéis que comunicar como para detener los rezos?
—El hombre que nos han dejado a la puerta del convento no es un descalzo.
—¿Ah no? ¿Qué es entonces?
—Es un judío, paternidad...
—¿Cómo lo sabéis?
—Su prepucio, paternidad. Está circuncidado.
—¿Qué me estáis diciendo? ¡Enviad de inmediato aviso al Santo Oficio!
—No hace falta, prior, se está muriendo.
Sebastián Fleitas había recalado en la capital. En esta ocasión, una misión que solamente a él concernía era la que le había conducido a Madrid. Se dirigió al edificio del Santo Tribunal por si algún recado del doctor Carrasco, que era la única persona que conocía su paradero, le aguardara. Al no haberlo, encaminó sus pasos al número 8 de la calle de las Beatas, no sin pasar primeramente por las gradas de San Felipe, que siendo el mentidero de Madrid le ofrecería sin duda la ocasión de pulsar el humor de las gentes y enterarse de refilón de los dimes y diretes de aquella corte que vivía para los festejos, los toros y el teatro. Mucho tiempo hacía que las cosas iban de mal en peor, y para que el pueblo llano olvidara sus cuitas y dejara aparcada la terrible sangría de Flandes don Gaspar de Guzmán, conde duque de Olivares, dedicaba sus empeños en complacer al monarca preparándole monterías en la Casa de Campo y comedias en el Corral del Príncipe o en el de la Cruz en las que tuviera papel preponderante la Calderona
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, ya fueran éstas del gran Lope, de Gracián, Góngora, Cervantes o, como en esta ocasión, del conde de Villamediana, que iba a estrenar en el nuevo teatro ubicado en el Buen Retiro su obra dedicada a la reina,
La gloria de Niquea.
Había pasado mucha agua bajo los puentes desde el día en que, tras oír el laudatorio sermón del padre Jerónimo Florencia referido a la celeridad con que en la actualidad se despachaban los asuntos en los concejos de Castilla a diferencia de tiempos pasados en los que regía el país el duque de Lerma, el rey, cuando estaban retirando el servicio de mesa tras su comida, vio entrar a don Gaspar, que se dirigía humildemente a un rincón, y entonces pronunció la mágica y deseada frase: «Conde de Olivares, cubríos», haciéndolo en aquel instante Grande de España. Pero desde ese día habían transcurrido ya muchas lunas y el talante de los españoles había cambiado. Los corros se iban formando y los contertulios se agrupaban según los temas que allí se trataran: unos hablaban del último estreno, otros de la aventura de una conocida dama y los más de la guerra. Entre todos se fue paseando el portugués, aguzando el oído y parando atención cuando su instinto perdiguero le decía que allí podría haber noticia que a él interesara. Hizo tiempo en estos menesteres y tras consultar con su nuevo reloj, regalo de su ilustre protector, el obispo Carrasco, dirigió sus pasos a la calle del Naranjo a fin de llegar con tiempo suficiente a su cita, pues odiaba hacerlo con retraso. El número 8 correspondía a la estrecha fachada de una casa de dos pisos vistos y el tercero retrancado hacia el interior, como casi todas las casas de aquel barrio, así construidas con la finalidad de pagar menos alcabalas a la arcas del municipio; subió por la angosta escalera y llegando al tercer piso el inquilino, antes de que él llegara, abrió la puerta.
—Vuestros pasos son inconfundibles, excelencia, y el maderamen de la escalera os ha delatado.
—No he intentado ocultarme de vos. Cuando visito a mis amigos o deudos, no tengo por qué ser receloso. Mis cuidos los guardo para mis enemigos.
—Ésta es vuestra casa y yo vuestro más seguro servidor. —Al esto decir, el individuo cedió el paso al portugués con una media reverencia torpe y servil que quiso ser elegante y resultó, en verdad, penosa debido a la limitación que la invalidez proporcionaba al personaje.
Ambos hombres pasaron al interior y el cojo, que tal era la condición del anfitrión, cerró la puerta y fue en pos de su ilustre visitante.
—¿Queréis beber algo?