Catalina la fugitiva de San Benito (23 page)

BOOK: Catalina la fugitiva de San Benito
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Aquella misma noche habló con su padre. Se reunió el consejo de la familia presidido por la venerable figura del abuelo y, tras intentar disuadirle aduciendo los peligros que le acarrearía el viaje, amén de los que allí encontrara por el mero hecho de pertenecer a una raza maldita, y ante su cerrazón, se pusieron todos a la tarea de ayudarlo. Lo primero fue proveerlo de documentación falsa que acreditara su condición y origen, cosa relativamente fácil para una familia dedicada a la restauración de antiguos libros, papiros y pergaminos de toda clase. En sus papeles figuraría como copista y bibliófilo versado en latín, portugués, arameo y castellano, y viajante de comercio. Su nuevo nombre fue Mateo Cuaresma y la fecha de su nacimiento la correspondiente a los años que tenía, que eran treinta y dos. Cuando ya todos los preparativos estuvieron terminados, la última noche su padre compareció en su alcoba.

—Tomad, hijo mío —le dijo—. Con mi bendición os entrego la llave de la casa de nuestros antepasados. Me gustaría saber con certeza quiénes somos y de dónde venimos antes de que el Señor me llame a la casa grande. Si el
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existe, sé que me concederá lo que le pido.

Y de esta manera, Josué Yed-Amircal, alias Mateo Cuaresma, fue al encuentro de su destino.

El viaje duró tres largos meses. Partió de Estambul en un barco mixto de carga y pasaje cuyo capitán, un viejo marino chipriota que debía ciertos favores a su padre, lo acogió a bordo por un módico precio a condición de que se acoplara a su rumbo y se aviniera a hacer cuantas paradas fueran necesarias a fin de que el barco siguiera la ruta que le marcaba su conveniencia, sin perjuicio ni impedimento alguno por su parte. La travesía por el mar de Mármara fue buena, el tiempo acompañó hasta que el barco asomó el mascarón de su proa al Egeo. Allí Josué supo lo que era un temporal. El paso de las Eubes lo hizo en el sollado sin poder levantarse de su coy, tal era el estado de su estómago, y cuando ya creía que el mar no podía aumentar su rudeza, el paso por el cabo Matapán le demostró cuan equivocado estaba. En un momento dado, no soportando el balanceo en el interior de la embarcación ni la fetidez de sus propios vómitos, subió a la cubierta; todos los hombres trabajaban bajo presión y el bajel, con una pequeña vela a proa y el resto del trapo recogido, subía y bajaba verdaderas montañas de agua. Parecía un milagro que coronara la siguiente cresta, y cuando tras un instante de duda iniciaba el descenso, adquiría una velocidad tal que encogía el espíritu y parecía mismamente que se precipitara a las puertas del Sitra-Ahra
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; y a la inversa, cuando llegando al final de un seno tocaba fondo y quería reaccionar crujiendo como un leño mojado en el fuego, entonces la siguiente ola se le echaba encima inundando la cubierta de espuma y barriéndola de proa a popa. Josué se agarró como pudo a una bita y asomando la cabeza sobre la amura de estribor se dispuso a enviar al fondo del mar los restos de comida que pudieran quedar en su estómago; se equivocó de lado y lo hizo por barlovento, y todo su vómito volvió sobre sí mismo acabando de descomponer su apariencia. Poco tiempo tuvo para ocuparse de sí. La violencia del temporal hizo que una eslinga
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de la carga se soltara y, al fallar la estiba
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, un fardo de unas cien libras o más barrió la cubierta llevándose por delante a un marinero de Rodas que quedó aplastado contra el espejo
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de popa. Entrando en el Jónico pareció calmarse la ira de Poseidón y, como si la embarcación saliera de una batalla naval, tras seis días más de navegación llegaron a Siracusa y allí se quedaron casi dos semanas reparando los desperfectos, calafateando el barco y esperando que los vientos fueran propicios.

Josué dedicó aquella parada forzosa a recabar información de los territorios que iba a visitar. Acudía muchas noches a los establecimientos de comidas del puerto y allí procuraba pegar la hebra con marineros o personas que por su aspecto parecieran estar de tránsito; así se enteró de que la guerra que España mantenía en Flandes y en el Palatinado continuaba y que en Portugal se respiraban aires de independencia. En cuanto al tema que le interesaba, parecía que la represión hacia su pueblo en ambos países continuaba aunque, tal vez, algo había remitido. Pensó que quizás, al necesitar dinero el primer ministro del rey de España, don Gaspar de Guzmán y Pimentel, duque de Sanlúcar la Mayor y conde de Olivares, había distendido su política antisemita para poder acudir a los banqueros de su pueblo que junto con los genoveses eran, como siempre, los amos de los caudales.

Una noche, apenas había subido a bordo cuando el capitán lo hizo llamar para comunicarle que aprovecharían la subida de la marea del plenilunio para zarpar rumbo a Túnez. La noche lucía tan hermosa y la mar estaba tan en calma que decidió no dormir para ver la partida del bajel. Aproximadamente a las tres de la madrugada el capitán dio la orden y el contramaestre inició la maniobra. ¿Cómo podía ser el mar tan diverso? Recordaba la llegada, con la embarcación hecha unos zorros y las aguas revueltas y espumosas hasta casi la arribada a puerto, y ahora la balsa de su casa estaba por las tardes y cuando jugaban en ella los chiquillos más movida que aquella plana superficie azul donde el rielar de la luna marcaba una senda plateada a cualquier parte. Cuando al mediodía de la jornada siguiente doblaron la punta del cabo Passero, el capitán trazó el rumbo de la segunda etapa de su viaje. Como todo lo que desconocía le interesaba, se dirigió a la bitácora para ver cómo el marino era capaz de encontrar su camino sobre el mar. Tenía el hombre en sus manos una carta desplegada en la que fácilmente se adivinaba la punta de la bota que era la península Itálica, todo el norte de África desde Túnez hasta las columnas de Hércules y la parte sur de Iberia, un cartabón de cuyo centro salía una guita que recorría el borde numerado y frente a él y flotando en un cuenco de aceite una aguja imantada que siempre marcaba el mismo punto. Con estos artilugios, el capitán le mostró lo sencillo que era encontrar el sitio exacto de la costa adónde quería que el barco se dirigiera; Josué pensó que el progreso era imparable y que los hombres estaban destinados a dominar el mundo, y su pueblo había sido escogido para servir de guía a los hombres. De ahí que la envidia se hubiera cebado en él. Cuando se encontraron frente a las costas africanas navegaron en cabotaje
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y tocaron los puertos de Bizerta, Argel y Oran, donde descargaron unos productos y cargaron otros, sin olvidar jamás agua y comida; llegando a Ceuta atravesaron el estrecho para cruzar a través de las columnas de Hércules y llegar a Gades, ya en el litoral español. Después, tras otros dos días de navegación doblaron el cabo San Vicente, donde encontraron de nuevo el mar muy crecido, para luego subir hasta su destino final bordeando las costas de Portugal. Al cabo de dos paradas más y catorce días de navegación remontaron el estuario del Tajo y llegaron a Lisboa.

El sueño de Josué Yed-Amircal, alias Mateo Cuaresma, empezaba a cumplirse.

Lisboa

Josué tenía decidido todo lo que iba a hacer en llegando a su destino. Durante su largo viaje tuvo tiempo sobrado para meditar sus planes. Tras despedirse del capitán y agradecerle sus desvelos, bajó a tierra por la pasarela que habían tendido desde el barco hasta el puerto y se dispuso a poner en marcha sus proyectos. Lo primero fue alquilar una silla de manos e indicar a sus porteadores que le condujeran al barrio de la Alfama, pues había llegado a la conclusión tras largas charlas con su padre de que era allí donde había comenzado la aventura de su familia. Arrojó sus alforjas dentro de ella y se acomodó en su interior; el balanceo de su nuevo transporte le fue quitando el mareo que le había sobrevenido al poner los pies en tierra firme tras tantos días de navegación. Tres hombres se ocupaban de su acarreo; dos de ellos cargaban con su peso y el tercero caminaba a su lado, y supuso que iría relevando a los otros para que al turnarse el esfuerzo fuera menor.

Josué aprovechó la coyuntura para recabar información. De esta manera supo que en las casas del antiguo barrio judío vivía en la actualidad una mayoría de familias acomodadas y, sin duda, se daba la mayor concentración de libreros de la ciudad. Demandó luego al hombre la dirección de una buena posada para instalarse durante algunos días antes de hallar un acomodo que le conviniera. Éste, tras consultar al que iba tirando en la parte delantera de las parihuelas, le recomendó un figón de cierta calidad que por lo visto regentaba un cuñado suyo. Allí se detuvo la comitiva y, tras pagar el recorrido y dar una generosa propina, fue presentado entusiásticamente a la mujer del dueño, con la que acordó un precio; finiquitado el trato, pudo tomar posesión de un cuarto en el segundo piso que daba a la calle de las Ánimas del Purgatorio y, desde luego, todas las gestiones las hizo ya con su nuevo nombre, Mateo Cuaresma. El aposento era muy sencillo, pero estaba limpio y olía a desinfectante; Josué, tras tantos días de dormir en una hamaca, oler a brea, a galleta rancia y a pescado en salmuera, tuvo la sensación de haber regresado al hogar paterno. La estancia, que al principio pensó sería provisional, se fue alargando a su conveniencia, pues estando allí no tenía que preocuparse de comidas ni de otras cosas que le distrajeran del objetivo que se había trazado, amén de que el propietario, que era gente buena y sencilla, al comprometer su estadía por un tiempo largo le arregló el precio, teniendo en cuenta que él pagaba siempre por adelantado y con buena moneda. Su primera ocupación fue recorrer las empinadas calles del barrio y visitar a todos los libreros a quienes su trabajo pudiera interesar; y lo hizo al amparo de sus nuevos documentos y mostrándose como especialista en los conocimientos que ellos acreditaban.

Al atardecer del cuarto día entró en un pequeño taller cuyo olor le recordó el de su despacho de Estambul, al que llegó por indicación del patrón de su posada. Se encontraba detrás del mostrador un hombre de mediana edad, canoso y con las puntas de los dedos manchadas de tinta, cuya inteligente mirada se asomaba tras los gruesos cristales de unos anteojos. Mateo se presentó y, tras explicarle de parte de quién venía, mostrarle sus credenciales y ponerle al corriente de sus habilidades, le dijo que buscaba trabajo y que si sabía de alguien que pudiera precisar de sus servicios le haría mil mercedes. El otro, que por lo visto tenía tratos con su posadero, le dijo que le diera unos días de plazo y que ya le avisaría en caso de tener algo.

Los días pasaron y cuando ya Mateo estaba a punto de usar una carta de recomendación que le había dado el patriarca de la familia adoptiva de su abuelo para alguien de Lisboa que tenía negocios con él, recibió la llamada del librero.

Acudió Mateo a la cita y al punto agradeció al hombre su interés. El otro le respondió diciendo que el favor era mutuo, ya que le había proporcionado la ocasión de quedar bien con un excelente cliente que precisaba los servicios de alguien tan especializado como él, cosa harto difícil de hallar en aquella ciudad; y al esto decir le tendió un billete en el que, escrita con una historiada letra gótica, se podía leer la siguiente dirección: Rúa das Andas, número 21. Mateo preguntó al librero cuándo y a qué hora debía acudir a la entrevista y el hombre le respondió que podía hacerlo durante todo el día siguiente, que su cliente no iba a moverse de su casa.

Vistiendo su mejor traje, cuidando de ponerse un jubón cuyas hombreras estuvieran forradas de guata para así mejor realzar su enteca figura y calzando sus mejores borceguíes con el fin de causar una buena impresión, Mateo se dirigió a la dirección que le había proporcionado el librero. El número 21 de la citada calle correspondía a una mansión reciamente construida, en la que el paso del tiempo no había dejado huella; saltaba a la vista que sus ocupantes tenían la capacidad económica suficiente y el buen gusto necesarios para que tal cosa no ocurriera. Tiró de una cadenilla y en algún lado debió de sonar una campana que sus oídos no percibieron, pero sí los de un mastín que compareció ladrando, enseñando sus afilados colmillos y arañando con sus poderosas patas la base maciza de la verja tras la que él esperaba. Al cabo de un rato apareció una criada que llamando al perro por su nombre y tranquilizándolo, lo sujetó por el collar y se lo llevó para atarlo a una argolla que estaba junto a una caseta de madera que, supuso Mateo, sería su refugio. Tras abrir la cancela, dejar el paso franco y preguntarle su nombre y condición, lo acompañó al interior de la casa y luego de hacerlo esperar en el recibidor y anunciarlo lo hizo pasar a una agradable estancia donde se encontraba un caballero de mediana edad; el hombre se hallaba tras una mesa y al verlo se levantó presto de su asiento y se llegó hasta él en una tesitura afable y cortés. Luego de tomar asiento y presentarse, le dijo que su gran afición eran los libros antiguos y que su librería era una de las más notables y completas de Portugal. Y siendo así que ya le desbordaba, quería hacer un archivo por temas y por años con el propósito de ordenarla y saber hacia dónde debía dirigir su afición de coleccionista, pues tenía un solo hijo cuya profesión era la de marino y aquellos temas no le importaban en absoluto; casi nunca estaba en Lisboa y en esos momentos estaba embarcado en la expedición de Bartolomé Díaz, rumbo a las colonias portuguesas de ultramar. Él había dado voces con el fin de encontrar una persona apta para aquel trabajo y su librero le había indicado que, casualmente, creía haberla encontrado.

Luego de esta prolija explicación recabó datos e informes de Mateo, ya que quería saber a quién metía en casa, pues largas temporadas las pasaba en su casa de Coimbra, ya que dicha capital tenía una vida intelectual mucho más fecunda que Lisboa, y su colección poseía un gran valor. A Mateo le gustó desde el primer momento el hombre, y al punto extrajo de su bolsa sus credenciales y se las entregó; el otro, tras calarse sus anteojos se aproximó a la ventana y leyó atentamente. Después de pedirle los datos de dónde vivía, le comunicó que si le convenía el trabajo estaba contratado y que sus condiciones eran una libra y media a la semana, seis días de trabajo y la comida del mediodía, ya que al caer un poco alejada la vivienda de Mateo se le hacía una pérdida de tiempo muy grande desplazarse dos veces cada día. Mateo se congratuló de su buena suerte y aceptó las condiciones de inmediato; algo en su interior le dijo que estaba en la vía buena. Demandó al hombre, cuyo nombre era Manuel Castelobranco y Antunes, cuándo debía comenzar y éste le respondió que, si le convenía, podía hacerlo al día siguiente. Cuando le acompañó a la puerta de la entrada le hizo un comentario sobre el acento de su portugués y Mateo le respondió que había aprendido aquel idioma lejos de su patria. No hubo más preguntas al respecto.

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