Catalina la fugitiva de San Benito (67 page)

BOOK: Catalina la fugitiva de San Benito
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—Aquí lo tenéis, excelencia. ¿Mandáis alguna cosa más?

—Podéis retiraros. —Y añadió dirigiéndose al soldado—: Y vos también. Deseo quedarme a solas con el prisionero, pero antes retiradle los grilletes. El doctor y yo somos viejos conocidos y me consta que es un hombre de honor y no va a intentar escapar.

—Sea como ordenáis.

Obedeciendo la indicación del portugués partieron el fámulo y el soldado, dejando al cazador frente a su presa. Ambos hombres se midieron con la mirada: en la del primero cabrilleaba el desdén, en la del segundo la serenidad.

—¡Cuánto tiempo sin saber de vos, querido amigo! Mi intención era venir a visitaros hace muchas jornadas pero, ya sabéis, los trabajos se suceden sin interrupción y los días pasan casi sin sentir... luego un mes... luego un año. Pero sentaos, amigo mío, no os veo bien para estar de pie.

El doctor, que se estaba frotando las muñecas doloridas todavía por el roce de los hierros, vio sorprendido cómo el portugués descendía del estrado y tomándolo por el brazo lo acompañaba hasta un pequeño escabel que había algo más atrás y lo ayudaba a sentarse. Luego volvió a ocupar su lugar en lo alto de la tarima.

—Creo que estáis pasando una amarga prueba, que podría aliviarse si quisierais colaborar un poco.

Al viejo doctor le era muy dificultoso enlazar las palabras, de manera que comenzó su discurso torpe y vacilante:

—Ni sé por qué estoy aquí ni creo haya motivo para este castigo extremo, aplicado a alguien que solamente ha dedicado su vida a impartir el bien a sus semejantes y nada ha hecho para merecer tamaño desafuero. Y sabed que si un día resplandece la justicia, a vuestra cuenta cargaré esta deuda.

—Me alegra oíros hablar así, ya que veo no se ha quebrantado vuestro ánimo, pero debo recordaros que no fui yo quien puso entre vuestros libros un volumen incluido en el
índice
y también que mi trabajo consiste en denunciar las irregularidades que observo en las misiones que me encomiendan; a otros compete el legislar y el decir lo que está bien o lo que debe ser juzgado.

—Aunque se me ha otorgado un tiempo cumplido para pensar en ello, me sigue pareciendo absolutamente injusto que por tal motivo se pueda truncar la vida de un hombre que, en todo caso, habría podido merecer una advertencia y si me apuráis una multa o una amonestación, pero jamás el castigo que se me esta infligiendo encerrado e incomunicado, va ya para dos años, en este inmundo lugar. Y todavía me parece más inicuo lo que hicieron con mis manos.

—¿Qué es ello, doctor?

El médico se desprendió lentamente de los sucios trapos que las cubrían y mostró dos extremidades purulentas y amoratadas que ofrecían un aspecto horrible y despedían un olor nauseabundo.

—Como comprenderéis, estas manos poco pueden hacer ya para aliviar algún mal o para traer al mundo a cualquier cristiano.

Fleitas se llevó a su voluminosa nariz un perfumado pañuelo y compuso un exagerado gesto de deliberada repulsión.

—¡Que lamentable suceso, doctor! Ved a lo que os ha conducido vuestra terca actitud.

—No entiendo a qué os referís. A mí me enseñaron mis mayores a conducirme siempre dentro de las normas que me dictaran mi conciencia y mi honra.

—A veces el costo de ambas es excesivo. Debierais ser más flexible, por vuestro propio bien.

—Y... ¿cuál es esa flexibilidad que me recomendáis?

—Ved que estáis en esta triste condición por causa de un delito perfectamente tipificado por el Santo Tribunal. Pero, tal vez se me ocurre que si declararais sobre otro asunto que mucho interesa al excelentísimo secretario provincial quizá se podría obviar vuestro inexcusable fallo y pudierais, con la ayuda de vuestra partera, continuar vuestra humanitaria tarea.

—¿Y cuál es ese otro asunto sobre el que debiera hablar?

—¿No os habéis referido a que otra de vuestras tareas es traer criaturas a esta mundo?

—Tal he dicho.

—Pues parece ser que hay una confusión al respecto de un parto al que vos asististeis hace ya muchos años, en Quintanar del Castillo.

—En esa villa he asistido a todos los partos de la esposa de don Martín de Rojo y a alguno de las mujeres de sus pedanías.

—A la primera me refiero.

—¿Y qué es lo que deseáis saber? —El viejo galeno ya sospechaba por dónde llovían los chuzos.

—Es al respecto del último. Parece ser que hay opiniones controvertidas sobre si doña Beatriz trajo al mundo un varón o una hembra.

—Sin duda su último vástago fue un varón.

—Parecéis estar muy seguro. Vuestra partera sostuvo lo contrario...

—Debe de estar confundida. La mujer ha traído al mundo a tantos cristianos que su memoria ya flaquea.

—Y si yo os dijera que tuvo el cuidado de tomar notas sobre sus parturientas, ¿qué me diríais?

—Pues os diría que se equivocó aquel día.

—¿No tenéis dudas al respecto?

—La familia Rojo es amiga mía desde que, recién terminada mi recepción como médico, atendí a don Bernardo, el padre, que en gloria esté, y me consta, tras parir tres hembras, lo deseoso que estaba don Martín de que su esposa alumbrara un varón, como así fue.

—¿Y quién estaba, además de vos y de vuestra comadrona, aquella noche, en la casa de don Martín de Rojo?

El viejo doctor no cayó en la trampa.

—Su hermana, la priora de San Benito, que asistía siempre a los partos de su cuñada. Ella se retiró apenas estuvo en el mundo la criatura.

—¿Teníais idea de que aquella misma noche entregaron otra criatura a su cuidado en el monasterio?

—Mi cabeza no está para tantos laberintos; algo creo recordar.

—Haced memoria. Al convento llegan muchachas deshonradas que van a parir y luego ceden el fruto de su pecado a las monjas para que ellas lo den en adopción a familias que puedan hacerse cargo de la criatura. Pero lo que ya no es tan común es que dejen en San Benito a recién nacidos.

—No es común, pero ha sucedido más de una vez.

—Vos erais médico de las monjas, ¿no es cierto?

—Cierto.

—¿Y la superiora no os puso al corriente de este extraño suceso?

—Yo únicamente acudía al convento cuando me avisaban que alguien requería mis humildes conocimientos. A lo mejor desde que tal hecho ocurrió hasta que acudí a visitar a alguna monja transcurrieron semanas, o tal vez meses, y si así fue el suceso ya no era una novedad y la madre Teresa no atinó a explicarme nada, amén de que no tenía por qué hacerlo.

—Bien, dejemos esto. ¿Vos conocisteis a una aspirante cuyo nombre era Catalina?

—Hasta ahí no llega mi cabeza. Como comprenderéis, no recuerdo los nombres de las treinta y tres monjas, las veinte y pico novicias, las postulantas y las aspirantes que moraban en San Benito.

—¿Tuvisteis noticia de que tras la muerte de la antigua priora una aspirante se escapó del convento?

—Algo llegó a mis oídos.

—¿Y cuál os dijeron que era la que había huido?

—No recuerdo su nombre, pero aunque me lo hubieran dicho difícilmente la habría recordado.

—¿E ignoráis, acaso, que su edad es la misma del hijo que tuvo don Martín de Rojo?

—Os repito que nada os puedo decir de todo este embrollo. Además, ¿qué tiene esto que ver?

—¿Ni tampoco que su huida coincidió con la muerte de la priora y que a ella se le achaca?

—Nada sé y por tanto, repito, nada os puedo decir.

—Es una lástima. El señor secretario provincial tiene la sospecha de que algo se oculta tras todo ello y que algo tiene que ver la familia Rojo que, por otra parte, no son cristianos viejos ni de confianza.

—Su ilustrísima se equivoca. —El concepto del honor se despertaba dentro del viejo físico y su vieja amistad con don Martín no flaqueaba ni siquiera en aquellas durísimas circunstancias en las que su existencia peligraba—. No hay mejor persona ni mejor hidalgo que don Martín.

—¿Vos recordáis haber visto alguna vez en la piel de alguno de vuestros pacientes una mancha escarlata que tuviera la forma de un ojo del que gotearan tres lágrimas?

El doctor vaciló un instante, cosa que no pasó inadvertida al portugués.

—Habré visto a lo largo de mi vida miles de lunares o pecas de las más variadas formas y tonalidades. Avicena
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dice en su
Libro de la curación,
en el apartado de «Señales exteriores y secreción de humores que anuncian enfermedades interiores del cuerpo», que si no son negras o pigmentadas y principalmente abultadas no son importantes, y por lo tanto no me fijo en ellas; amén de que si son de la clase que os describo nada se puede hacer cuando se desencadenan.

—¿De nuevo me habláis de un autor prohibido?

—Cuando yo lo estudié, no lo estaba.

—Está bien, doctor, ya veo que no queréis dejaros ayudar. Lo que ocurra a partir de este momento escapa a mis posibilidades. Me hubiera gustado poderos asistir, pero vuestra terquedad es cerrazón.

—Dios sabe que se está cometiendo conmigo un desafuero. Alguien cargará, en su conciencia, esta monstruosidad.

—Lamento lo que os suceda, pero no olvidéis que las cosas pueden iros mucho peor.

—Estoy en las manos de Dios.

—Pues, si os empeñáis, quedad con Él.

Luego de emitir su última y velada amenaza don Sebastián Fleitas de Andrade se puso en pie, dando por terminada la entrevista. Hizo sonar la campanilla que estaba sobre la mesa y cuando entraron los guardianes emitió una seca orden que restalló en los oídos del galeno cual si fuera un latigazo.

—¡Lleváoslo!

El viejo doctor, tras ser de nuevo esposado, se puso en pie penosamente y salió entre los guardianes arrastrando las cadenas de los pies, consciente de que acababa de firmar su sentencia de muerte.

Tres cartas

Querida amiga:

No podéis imaginaros cómo os recuerdo y cuánto ha sangrado mi corazón por vuestra ausencia. ¡Me gustaría tanto estar con vos y poderos relatar la cantidad de cosas increíbles que me han sucedido en este tiempo! Como podéis imaginaros ya he llegado a la ciudad donde vive vuestro primo, he acudido a la dirección que me disteis y allí estaba. Le he entregado la carta para que os la haga llegar y me ha dicho que, a lo más tardar, en quince días estará en vuestro poder.

Si pudierais verme no me reconoceríais. Sigo mi viaje y cuando llegue al destino definitivo os escribiré a través del mismo conducto, pues ya me he puesto de acuerdo con él.

La vida es mucho más atractiva de lo que yo me imaginaba, y todo lo que me contabais de lo que era enamorarse ya me ha sucedido. He conocido a un ser maravilloso, mejor dicho, lo he vuelto a encontrar; ha sido la casualidad más increíble que darse pueda y esto me asevera que la providencia divina existe, ya que de otra manera es imposible que sucediera. Ahora voy a su encuentro, y mi gozo es inenarrable. Creeréis que mi cabeza no rige, pero de momento no os puedo decir más.

Sigo de la misma manera y condición que vos sabéis del día que os vi por última vez y me he convertido en un hábil espadachín, amén de haber adquirido otras habilidades que me serán muy útiles en la nueva vida que voy a emprender.

Daría cualquier cosa para poder estar con vos, como tantas otras veces, y explicaros un sinfín de cosas que por carta son harto difíciles de explicar, pero mi corazón me dice que llegará el día que este deseo mío se verá cumplido.

Cuando recibáis ésta, enviad la respuesta a vuestro primo, yo ya haré por hacer llegar hasta él mi dirección (cuando la tenga) y de esta forma recibir vuestras noticias. Contadme muchas cosas de vuestro mundo y de las gentes que lo habitan, ya me entendéis.

Os amo con todo mi corazón y os añoro. Recibid un fraternal abrazo de vuestro amigo,

Alonso Díaz

***

A 16 de septiembre, 1618, Madrid

De Don Jerónimo Villanueva A Don Martín de Rojo

Distinguido y dilecto amigo:

Pláceme dirigirme a vos con nuevas noticias de los asuntos que nos ocupan.

Gracias a los buenos oficios del padre Antonio de Sotomayor, confesor de Su Majestad, conseguimos que una comisión formada por tres padres de la Compañía de Jesús, de probada rectitud, se desplazaran a San Benito con el fin de indagar e informar acerca de varías cuestiones que nos interesaban sobremanera. No os cuento, por prolijas, sus conclusiones, pero al respecto de lo que a vos compete debo deciros que hay sospechas de que la muerte de la antigua priora, vuestra querida hermana, no fuera todo lo natural que debiera, y también parece ser que quisieron culpar de ella a una antigua aspirante de la que erais tutor y que iba a hacer sus votos menores en las fechas que desapareció.

Corre la voz, por aquellos predios, que por la intercesión de vuestra hermana se están produciendo hechos milagrosos que los reverendos padres han visto con recelo y más bien atribuyen a la candidez de aquellas buenas gentes y a las ganas de algunas personas de tener una santa en el convento.

Todo ello me da pie a intentar rescatar de su triste condición al amigo que con tanta insistencia me rogáis haga por él cuanto pueda, ya que al haber sido el doctor Gómez de León médico del convento, su testimonio sobre muchas de las cosas que allí han sucedido sería determinante. De momento mi gestión va encaminada a que su caso pase a la competencia de la autoridad del rey en lugar de la del Santo Oficio. Cuando consigamos esto ya nos moveremos para ver de resolver su situación. El empeño no es imposible, pero sí largo y proceloso. Otrosí, en relación de vuestro asunto referido a la posibilidad de que entréis en una de las órdenes de caballería, debo deciros que tras muchos esfuerzos se ha conseguido que uno de los dos informantes nos sea favorable. Se trata de don Francisco de Úbeda, hombre probo, de toda y probada fidelidad al monarca y que es, además, deudo de mi casa. No podemos decir lo mismo del otro, que ha sido impuesto por la Suprema y no ha sido posible el evitarlo; su nombre es don Nuño Bastos y debéis andar con mucho cuido con él pues es taimado y enredador pero hábil y celoso de sus atribuciones.

Como podéis ver por mis noticias, vuestros asuntos no caen en el cajón de los olvidos. Tened la certeza de que haremos todo lo posible para satisfacer vuestros deseos.

Sin otro particular y rogando transmitáis nuestro más cordial saludo a nuestro común amigo, el señor duque de Alburquerque, recibid las muestras de mi más distinguida consideración.

Firmado y rubricado

Jerónimo Villanueva

Pronotario de Aragón

***

Madrid, 22 de septiembre, 1618

Excelentísimo Sr. D. Benito de Cárdenas,

Marqués de Torres Claras Benavente

Querido padre:

Me dispongo a contestar la vuestra de agosto pasado, pues aun a riesgo de que me tildéis de mal hijo debo deciros que aquí en la Corte los días transcurren sin sentir, y que abrumado por mis obligaciones y por la cantidad de nuevas experiencias que se acumulan he ido dejando de un día para otro el hacerlo hasta que la conciencia me ha indicado que de esta noche no debía pasar.

Ni sé por dónde empezar de tantas cosas que quiero contaros. Primeramente deciros que mi formación en la Casa de los Pajes continúa caminando por los pasos que merecen los ilustres apellidos que me habéis dado; soy el primero en dos de las cinco materias que se imparten y de las otras tres puedo decir que marcho dignamente. Os adjunto las cartas de mis preceptores, que os prueban todo lo que os adelanto. Una única nube se cierne en mi horizonte al respecto, y pese a que ya os he hablado del problema otras veces, llega a ser tan incómodo que insisto en él pues está tomando un grave sesgo. Es la presencia, en mi grupo, de un estudiante ligero y fanfarrón cuyo nombre es Cristóbal López Dóriga; su talante y maneras de perjudicar al grupo me soliviantan y presumo que un día u otro tendré con él un incidente. Le ríe las gracias, cual bufón de Corte, un caballerete, Álvaro de Rojo, al que las malas lenguas atribuyen los éxitos académicos del otro y así, de esta manera, pretende pagarle su protección y ayuda; ya he tenido, con él, un par de litigios y temo que el tercero esté próximo. En fin, seguiré los consejos de mi viejo ayo y procuraré evitar un mal lance. ¿Cómo está don Suero? ¿Y Tomasa, mi querida ama? ¿Y fray Anselmo, sigue tan quisquilloso como siempre?

En vuestra próxima carta dadme nuevas de todos aquellos que contribuyeron a mi formación y que ahora, que estoy lejos de ellos, entiendo cuánto y cuan bueno hicieron por mí.

Por las tardes ya sabéis que asisto a las clases que imparte el maestro de armas don Luis de Narváez; dicen los mentideros de Madrid que, junto con Pacheco, es el más diestro de toda la Corte, aunque en honor a la verdad debo decir que entre el alumnado todavía no he encontrado un rival que se pueda equiparar en velocidad y maestría a mi antiguo paje Alonso Díaz. La otra tarde sin ir más lejos, hablé de él y de su facilidad para manejar la zurda a don Luis y me respondió que ello es gran ventaja en los lances para el que sabe hacerlo, ya que el hecho de que a medio ataque y cuando uno cree haber hallado el punto débil del contrincante éste cambie la guardia y te acose por el costado contrario es harto desorientador.

Por cierto, sigo sin explicarme, y eso que ya han pasado dos años, su forma de desaparecer de nuestra casa; cierto estoy que el día menos pensado nos dará cumplida explicación de sus actos y el porqué de su extraño comportamiento. Pienso a veces que tal vez el terrible golpe que le dieron en la cabeza, y que le ha impedido rememorar cosas de su pasado, le puede haber afectado hasta este punto.

He de daros una gran noticia que guardaba para el final. La otra tarde asistí en el Corral del Príncipe al estreno de la obra de Antonio Hurtado de Mendoza Cada loco con su tema, y que protagonizaba en su papel femenino la cómica Elena Osorio, a la que llama Gala en sus poemas y, dicen las lenguas de Madrid, que es su amante. Pues bien, estaba junto con Lorenzo en la parte anterior del degolladero, que es donde acostumbramos a ubicarnos, cuando se llegó hasta nosotros don Antonio de Mendoza, compañero vuestro de armas y cuya bellísima hija pasea por la calle Mayor acompañada de su dueña en un hermoso coche tirado por cuatro alazanes, y me saludó afectuoso. Tras recordar vuestros tiempos de Italia me dijo que soy vuestra viva imagen cuando teníais vos la edad que tengo ahora, y nos invitó a su palacio el sábado por la noche, donde en homenaje a un pariente suyo que ha sido virrey en Nueva España la compañía de la Osorio representará para un reducido número de invitados un fragmento de La dama boba y después en sus salones habrá un baile al que asistirá el todo Madrid. Ahora os comprendo cuando me decíais que era más importante el saberse manejar en una pavana o en un rugiero
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que tal vez adiestrarse con el estafermo. ¡Hasta tengo que recordar con gratitud las lecciones de aquel don Lindo
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que era monsieur de Lagarteare. En mi próxima carta ya os relataré cómo he salido de este comprometido lance.

Bueno, padre querido, ya he cumplido por esta vez con mi obligación. Espero quedar a la altura de nuestro apellido y dejar en buen lugar el blasón de Torres Claras, pero debo deciros que me preocuparía menos un duelo a espada que el compromiso a que me veré sometido el sábado próximo.

Beso vuestra mano y me despido con mi gratitud y respeto de siempre.

Vuestro hijo, que os admira y quiere,

Diego

P.D.: Estoy preocupado por Lucero, que está ya viejo. Ha venido el maestro veterinario y no sabe encontrar el mal que le aqueja. Si sigue así, me atrevería a rogaros que permitierais a don Suero desplazarse a la Corte. El es la persona, que yo sepa, que sabe más de caballos y de remedios del mundo.

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