Read Catalina la fugitiva de San Benito Online
Authors: Chufo Lloréns
—La Suprema no tiene la misma opinión que yo al respecto, y en cuanto algo se sale de sus normas es anatema, y confunde los remedios que yo suministro con brujería. Yo no mezclo al maligno en mis remedios.
—¿Y no tenéis miedo que vuestra actividad os reporte graves consecuencias?
—Hemos de vivir y mi ocupación, además de ayudar a muchos, nos socorre a nosotros. Los inviernos son largos y, con las nieves, nuestras ganancias merman.
—¿Y vuestros remedios son realmente eficaces?
—Depende de la fe que tengáis en ellos. Mal no harán a nadie y en mil oportunidades son efectivos. No hay ocasión que parando en un villorrio o en un pueblo no se me acerque alguien para agradecerme la consecución de un deseo cumplido o de un mal arreglado. Y además, si lo que me piden no tiene remedio, no les doy falsas esperanzas; no me gusta engañar a nadie.
—Y ¿qué es lo que, mayormente, arregláis?
—Cosas del cuerpo o males del espíritu, depende.
—¿Y tenéis remedio para despertar el amor en persona que ignora que la otra la ama?
—Depende.
—¿De qué depende?
—Entre otras cosas, del conocimiento y de la intimidad que se den entre las dos.
—Y ¿si ese conocimiento pasara porque el ser amado ignora el sexo del amador?
La vieja frunció el entrecejo.
—O sea que amáis a un muchacho que cree que vos sois un varón y os habéis escapado de vuestra casa porque él vive en la Corte.
Catalina, arrebolada, quedó perpleja unos segundos.
—Eso es lo que me ocurre. Pero ¿cómo habéis deducido todo ello?
—Las jovencitas tenéis para mí el pecho de cristal. Mejor será que comencéis por el principio. El remedio será tanto más eficaz cuantas más cosas me expliquéis. —Luego de esta reflexión, la vieja se levantó de su asiento y tomando de un anaquel dos vasos de metal y una botella en la que se veía un oscuro líquido con el cuerpo de un lagarto disecado flotando en él, los colocó en la mesa frente a las dos y escanció en ambos una generosa ración—. Tomad, esto os ayudará a soltar la lengua y a que el recato no os prive de ser sincera. —Acompañando la frase con la acción, se echó media ración al coleto entre pecho y espalda.
Catalina, al verla, imitó el gesto. Una llamarada profunda descendió por su garganta y la tos le hizo dejar el cuenco precipitadamente sobre la mesa en tanto con la siniestra intentaba abanicarse la boca y las lágrimas inundaban sus hermosos ojos. Cuando ya pudo, demandó a la vieja gitana:
—¿Pero qué me habéis dado? ¿Fuego del infierno?
—Mi licor suelta la lengua mejor que el potro
138
del Santo Oficio. Al principio abrasa un poco, pero luego... vais a ver lo bien que os encontráis. Bueno, a lo que íbamos, ponedme al corriente de esos contrariados amores.
Catalina se enjugó las lágrimas con el dorso de su mano y entendió que era el momento de abrir su corazón a Tarsicia. Entonces le fue relatando, punto por punto, los aconteceres que habían ido jalonando su corta pero intensa vida.
Al terminar la muchacha, la gitana habló:
—Niña, ¡por mi vida que vuestra historia es singular! Pero yo sé que sois de ley, porque sé leer en el fondo de los corazones de los hombres y el vuestro es oro molido. Nuestra raza hace de la amistad un culto; Tarsicia siempre será vuestra amiga. Y ahora imagino que vuestro deseo es llegar a Madrid, cuanto antes mejor, y hacer por encontrarlo. ¿Es así?
—Eso es lo que pretendo.
—Pero ¿os queréis presentar como paje o como doncella?
—Todavía no lo sé. Lo que sí tengo diáfano como la luz es que, si no lo veo, ¡moriré!
La gitana sonrió.
—Eso son palabras, niña. Nadie se muere de eso. De cualquier manera, lo que es indudable es que el filtro que os prepare necesita de la proximidad del amado para que surta efecto.
—Pero... ¿me amará?
—No vayáis tan deprisa y meditemos con calma. Si os presentáis como un hombre, mucho os tendréis que disfrazar para que tras dos años de haber convivido con él día a día no os reconozca, amén de que solamente serviría vuestro disfraz para poderle administrar el filtro que os dé. No pretenderéis que se enamore de vos bajo la condición masculina; para bardaje
139
tenéis suficiente ración con el maestro de baile francés del que me habéis hablado.
—¡Callad, por Dios! Tal aberración ni cabe en mi cabeza referida a Diego. Me acercaré a él como mujer.
—No juguéis mal vuestra carta ni desperdiciéis bazas. En el amor y en la guerra todo vale: cuando convenga seréis una mujer y cuando sea oportuno os presentaréis a él como un muchacho.
—¡Explicaos, por Dios, que no os comprendo!
—Atended. Os presentáis en su casa con el fin de devolver la mula que hurtasteis a su padre. Tal como me habéis contado erais un siervo libre y nada le debíais; estabais a su servicio por mera gratitud y por vuestra libre voluntad, y un buen día decidisteis correr mundo ya que él tras romper su promesa os abandonó a vuestra suerte. Tal como dejasteis escrito en vuestra nota, tomasteis la mula de prestado y la queréis devolver. Bien, caso de que quisiera tomaros de nuevo como paje, por mucho que os atraiga la idea no debéis aceptar, pues de ser así difícilmente le podríais desvelar vuestra condición de mujer. ¿Me vais captando?
—Bastante hago con seguiros. Obnubilada me tenéis.
—Prosigamos. Cuando ya os sepa en la Corte, nada le puede extrañar si en cualquier ocasión o por cualquier motivo os vuelve a ver. De esta manera tendréis la oportunidad de usar el filtro que yo os enseñaré a preparar. Una parte de nuestro plan ya está pergeñado, vayamos ahora a la segunda parte: vuestro deseo es que se enamore apasionadamente de vos, ¿no es así?
Catalina, con los ojos abiertos como platos, asintió con la cabeza.
—Por lo que yo he entendido, no tenéis en la Corte dónde vivir.
—No conozco a nadie.
—Ni podéis alojaros en posada o albergue ya que me habéis dicho que el único papel que tenéis os asocia a la casa de Cárdenas, y eso por el momento no os conviene... amén de que os costaría un buen dinero que no os sobra, ya que excepto el que guardáis bajo la tabla desclavada de la pared donde se arrima vuestro catre no contáis con ningún otro. ¿No es cierto?
—¿Pero vos cómo sabéis eso?
—Mal iría si no conociera todos los rincones de mi casa —dijo la gitana sonriendo—. Prosigamos. Yo os daré dos cartas; la primera para una persona que os acogerá en su casa, ya que me debe un gran favor y es mi amiga, y allí, con certeza, nadie atinará en buscaros...
—Decidme cómo es eso.
—Ella es una pandorga
140
que regenta un mesón de ofensas
141
en la calle de los Francos. Entraréis a su servicio como mandil
142
. Os ganaréis un buen dinero y la comida, amén de que avisada por mí os dejará salir y entrar cuando os convenga, y este oficio os servirá de mampara si acude la ronda, ella siempre tiene muy buenas relaciones con el médico de mancebas y con los alguaciles que cubren la calle; los acostumbra a pagar en especias. Vuestra condición de varón os tendrá a cubierto de cualquier veleidad. ¿Me vais siguiendo?
—Proseguid —dijo la muchacha tragando saliva dificultosamente.
—Vamos a por la segunda carta. Tenéis una gran facilidad para este oficio y llegada la ocasión haríais una buena cómica: habláis con desparpajo, cantáis y bailáis muy bien y, caso de requerirlo la comedia, podéis hacer un excelente esgrimidor. Además podéis actuar de hombre o mujer indistintamente; anteriormente no estaba permitido pero a partir de que Francisca Baltasara lo hiciera, hace ya dos años, ahora hay licencia.
—¿Adónde queréis ir a parar?
—Atended, que ya vamos llegando. Un lugar hay al que, a no dudarlo, tarde o temprano, acudirá Diego.
—¿Cuál es ese lugar?
—El Corral del Príncipe.
—¿Y?
—Pues que vos estaréis en él representando un entremés
143
, un baile o una comedia.
—¿Qué estáis diciendo?
—Lo que estáis oyendo. Si trabajáis en un papel de hombre y os ve, pensará que debíais de ganaros la vida en la Corte y que éste es un oficio como otro. Y si lo hicierais de mujer... las cómicas tienen un especial atractivo para los hombres; si no, mirad lo que ha sucedido con la Calderona. Si os ve en un escenario, muy mala hembra tendríais que ser para no lograr que, a la salida, os esté aguardando.
—Pero ¿estáis demente? ¿Cómo voy a conseguir que me contraten en una compañía de cómicos?
—La que está contratada esta temporada, y aprobada por el comisario de corrales de acuerdo con la cofradía de la Soledad, que es la propietaria del lugar, es la de Pedro de la Rosa, amigo mío y que me debe su feliz matrimonio, pues mediante uno de mis sortilegios conquistó a su mujer. No dudéis que cuando le deis la segunda carta que os entregaré os probará y, por poco que hagáis, estaréis contratada.
—Dejadme que me reponga, porque no soy capaz de asimilar todo cuanto decís.
—Esperad, no he terminado todavía. La de Pedro de la Rosa es la compañía de faranduleros que hace más particulares
144
. Fácil es que en cualquier ocasión os encontréis con vuestro amado en el palacete de algún noble, y estando cerca de él será fácil conseguir vuestro propósito.
—Y decidme, Tarsicia, ¿cómo haré tal y qué es lo que debo hacer?
La farandulera se llegó hasta la alacena, retiró unos botes y apartando un disimulado doble fondo extrajo de él unas hojas de papel, que se llevó a la mesa.
—Veamos. —Del montoncillo, tras rebuscar, tomó una y la examinó; luego alzó la vista hasta la muchacha y explicó—: Deberéis hacer dos figurillas con la cera de una vela que haya estado anteriormente iluminando la ceremonia de una boda en una iglesia: una con formas de mujer y la otra de hombre.
—Y ¿de dónde saco yo una vela de estas características?
—De cualquier iglesia de Madrid. Es cuestión únicamente que tranquilicéis vuestra conciencia dejando una limosna en el cepillo de las ánimas del purgatorio. Y han de ser de un tamaño que podáis esconder en un bolsillo. ¿Tenéis algo que le haya pertenecido o por lo menos haya tocado?
—Dejadme pensar. ¡Sí!, el coleto de piel de búfalo; me lo regaló y antes era él quien lo usaba... y también una faltriquera.
—Perfecto. Cortaréis unos hilillos del uno o del otro y los alojaréis en la muñeca cuando aún la cera esté blanda.
—¿Qué más?
—Luego incrustaréis un par de pelos de vuestro pubis en la figurilla masculina y, cuando os venga el período, mojaréis un trapo en la sangre de vuestra menstrua y lo pasaréis, de esta guisa, por ambas figuras.
Catalina enrojeció hasta las cejas, cosa que no pasó inadvertida a la gitana.
—¿Queréis ganar su amor o no queréis?
—¡Sí, sí, claro que quiero!
—Pues los remilgos son malos consejeros para tomar decisiones importantes. Cuando tengáis todo preparado, las dejaréis al aire libre una noche entera en la que la luna esté llena.
—Y cuando haya cumplido todo cuanto me decís, ¿qué debo hacer?
—Ahora viene el momento más delicado. Debéis hacer que la figura femenina quede cuanto más próxima a él mejor, a fin de que más poderoso sea el influjo del sortilegio; eso ya dependerá de vuestra habilidad. Y la masculina, tras rozarlo a él debéis colocarla bajo vuestro colchón y dormir sobre ella; si tal lográis, no dudéis que será vuestro.
—Mío... ¿para toda la vida?
—Esto la magia no lo puede garantizar... tiene un mal funcionamiento. Mejor será que recurráis a las armas que la natura da a la mujer.
—Y ¿cuáles son esas armas?
—Dos las tenéis bajo el corpiño y una entre las piernas. ¿No os habéis dado cuenta, todavía, adónde dirigen su mirada los hombres cuando estáis encima del tablado y lleváis un escote que deja entrever el canalillo que separa vuestros senos?
Catalina se volvió a ruborizar hasta la punta del cabello y para obviar el apuro cambió el tercio.
—Nunca os podré pagar lo que por mí habéis hecho. La divina providencia me protege. Siempre tropiezo con buenas gentes.
—No siempre. Vuestra vida está plagada de malos encuentros, pero el Señor quiso que vuestra alma fuera limpia y os dio una capacidad de olvido para los malos tragos: el cura del convento, la mala monja, el francés y los malandrines que casi os matan en Benavente.
El carromato avanzaba lentamente por el polvoriento camino y Catalina aprovechó la circunstancia para hacer mil preguntas a la gitana.
—Tarsicia, vos no sois morena como los demás. Vuestro origen, me dijisteis que era distinto. ¿Por qué no me lo contáis?
—Los jóvenes creen que los viejos nacimos viejos. Yo también tuve dieciocho años, y Florencio era el hombre más guapo que podáis imaginaros; lo conocí en la feria de Cáscales. Yo había llegado con los cómicos, pues siempre me dediqué a la farándula, y él había arribado con la familia de los Ayamonte, pues iban a vender y a comprar ganado a la feria. Lo recuerdo como si fuera ayer mismo.
«Cuando dimos la función no me quitaba los ojos de encima, y yo lo distinguía de entre todos pues llevaba un pañuelo rojo anudado a la cabeza. Por la noche dimos una vuelta y entramos en un figón a comer alguna cosa; los hombres se confunden y cuando ven a una farsanta
145
creen que todas tienen que ser escalfafulleros
146
, y un soldado se propasó conmigo. Florencio estaba allí. Hubo más que palabras, salieron a la calle y se citaron en un descampado; el otro desenvainó la espada y mi hombre lo mató de un navajazo. No se podía perder ni un minuto si no quería que le atraparan los corchetes y le dieran el
Deo gratias
de esparto
147
, así que tuvo que huir esa misma noche y yo, con la edad que vos podéis tener ahora, no lo pensé dos veces: la misma noche escapaba con él en la carreta de sus padres. Tuvimos a los pocos días una boda gitana y desde entonces vivo según sus costumbres.
—Y ¿os amoldasteis?
—Yo a él y él a mí. Cuando me conoció, solamente sabía manejar y lanzar los cuchillos como os ha enseñado; jamás había subido a un tablado. Yo le enseñé y, por otra parte, no ha habido en el mundo mujer con mejor hombre que yo. Su familia me aceptó desde el primer día y yo me adapte perfectamente a su forma nómada de vida. Todo lo que sé me lo enseñó su madre. Los gitanos transmiten sus conocimientos de generación en generación y ella me trasladó los suyos.