Read Catalina la fugitiva de San Benito Online
Authors: Chufo Lloréns
—Deberéis tener un punto más de paciencia, ya sabéis que es virtud que agrada al Señor. Si todo transcurre como habéis profetizado, la misma noche del día en que llegue
el placet
del obispado luego que mis hermanas en el capítulo de la orden me otorguen su confianza, esa noche, no antes, después de las completas tendréis vuestra llave. Ya sabéis que el pasadizo secreto discurre desde la sacristía hasta el pasillo de las postulantas. Lo demás ya dependerá de vos. Al terminar cerraréis con llave. Si gritara, no os preocupéis. La priora, que en contra de mi opinión siempre la protegió, le otorgó la merced de ubicarla en la primera celda, al lado del huerto; entre ella y la inmediata está el almacén de la ropa blanca y hay dos recias puertas por medio. Ya sabéis, cuando ha habido alguna postulanta enferma y habéis bajado a confesarla o a darle la comunión habréis observado la distribución. Cuando todo haya terminado, ambos habremos cumplido nuestro acuerdo.
—Siempre estaré en deuda con vuestra reverencia.
—Cuando sea priora y vos hayáis logrado vuestro turbio propósito, entonces nada me deberéis ni yo tampoco a vos. Por lo tanto, jamás se volverá a hablar de este vidrioso asunto. Y ahora, si no tenéis nada más que decir, creo que nuestras respectivas obligaciones nos reclaman.
Y sin nada añadir, ambos personajes abandonaron la biblioteca.
Apenas lo hubieron hecho, bajo la escalera de madera que ascendía al altillo de los libros apareció el rostro demudado de Fuencisla, que en su séptimo mes de embarazo, con un trapo de polvo en una mano y el plumero en la otra, había podido oír confusamente y sin pretenderlo, allí escondida y sin atreverse a salir, el sucio negocio que la prefecta de novicias había cerrado con el fraile que era el padre del hijo que ella llevaba en sus entrañas.
Os juro, Casilda, que todavía no me he repuesto. Por las noches tengo pesadillas y únicamente a vos puedo contar mis cuitas.
Las dos estaban en su escondite de siempre, tras los lavaderos, protegidas de miradas curiosas por la ropa tendida en las cuerdas del secadero. Catalina había relatado a su amiga todo lo acontecido en el campanario desde que fue a buscar la llave de la sacristía hasta que tras desasirse como pudo de las manos del fraile, bajó como una posesa, trastabillando y casi cayéndose, los trescientos dieciséis peldaños de la escalera de la torre.
—De ese mal fraile, nada me extraña; aunque no entiendo por qué tiene que forzar voluntades cuando tan entregadas tiene otras para cometer todo género de liviandades y desafueros.
—No os comprendo, Casilda, ¿qué queréis decir?
—Vos sois aún muy niña, Catalina, pero la vida me hizo echar muy pronto las muelas y me doy cuenta enseguida de cuando alguien quiere comer carne en Cuaresma sin tener indulgencia.
—Sigo sin comprender...
Casilda hizo un gesto de impaciencia.
—Vamos a ver. En el convento conviven tres grupos distintos de mujeres... ¿es así?
—Así es.
—Pues bien, ¿quién está aquí por su voluntad y con vocación verdadera de servir a Dios?
Catalina no respondió.
—Yo os lo diré. De las recogidas, nadie; son todas mujeres jóvenes a las que aquí condujo la necesidad de un refugio momentáneo para aliviar un mal paso, o el deseo de su familia de alejarlas para mejor guardar su honra. Si algo no os cuadra, decídmelo.
Catalina asintió con la cabeza y la otra prosiguió:
—Luego están las novicias y las postulantas; a casi ninguna le preguntaron si quería entrar en la orden. Dos de cada diez lo hicieron por su deseo pero las otras ocho representaban una carga demasiado pesada para sus familias, y la dote de una monja es mucho menos gravosa que la de una casada; eso en el supuesto de que encontraran un hombre, mercancía muy escasa hoy día en las Españas de nuestro buen rey Felipe IV, ya que entre la sangría de Flandes y la de las Américas el solar de Castilla parece un campo en barbecho. Y finalmente están las monjas, y en ellas no entro porque son casi todas viejas.
—¿Y bien?
—¿Aún no atináis?
Negó Catalina con la cabeza.
—Pues es bien sencillo: un gallo de unos cuarenta años con los espolones crecidos entra en el gallinero; unas gallinas le temen porque son menos que nada; otras entienden que si lo tienen de su parte pueden vivir mejor y sacar alguna ventaja. En cuanto a las novicias sin vocación... a nadie amarga un pastelillo, sobre todo si hay mucho hambre y todavía no se ha catado bocado. ¿Me vais comprendiendo ahora?
—Lo que decís me asquea.
—Pues por suerte para él, hay pocas como vos. ¿Acaso no oís risitas contenidas en el confesionario los viernes ni os dais cuenta de los codazos cómplices en el paseo cuando cruza el camino acompañando a sor Gabriela?
—Ahora que me lo decís... Pero pensé que eran imaginaciones mías.
—Mejor haréis cuidando y velando, y os aconsejo que estéis vigilante... que el diablo entra por las cerraduras y hay que ser muy lerda o muy inocente para no darse cuenta de cómo os mira, hasta cuando hace el sermón desde el pulpito.
—No me asustéis, que ya lo estoy y bastante. Y eso hace que considere cada vez más seriamente mi plan.
—¿Todavía andáis con eso en la cabeza?
—No he dejado de pensar en ello, y más todavía desde que vi el mundo desde la torre del campanario.
—Estáis como un cencerro. ¿Y adónde ibais a ir?
—Da igual, Casilda, yo no quiero que mi nombre y una fecha adornen una cruz de madera en el cementerio que hay detrás de la iglesia.
—Pero vuestro plan es una locura.
—No lo creáis. Lo he meditado un montón de veces y vos me prometisteis vuestra ayuda.
—Y la tendréis, Catalina, con dolor de mi corazón, porque sé cuánto ansiáis salir de aquí, y bien sabe Dios que si lo lográis perderé a la única amiga que tengo dentro de estos muros. Pero no hablemos de esto ahora que me entristece y aún no es tiempo, y regresemos ya no sea que suene la campana y nos extrañen; que cada vez son más difíciles estos encuentros. Por cierto, ¿qué hicisteis con la llave de la torre?
—Se la entregué a sor Gabriela sin nada decir de lo sucedido; no me hubiera creído y me hubiera buscado un problema.
—Comprendo.
Y tras ponerse en pie y sacudirse las briznas de yerba de sus sayas, ambas amigas se reintegraron a sus tareas por caminos separados.
Era la víspera de San Benito. Las monjas preparaban la iglesia para los rezos nocturnos a los que, en tan señalada fecha, además de la comunidad asistían todos los habitantes del cenobio y los de las cercanías que a él, de una forma u otra, debían su sustento. Los primeros bancos los ocuparían las recogidas, luego y mediando dos hileras vacías se colocarían las postulantas, a continuación las novicias y tras ellas dos monjas vigilantas; luego se apretarían a pie firme jardineros, mozos de establo, carreteros, campesinos aparceros y a continuación los habitantes de las pedanías circundantes, hombres y mujeres, y finalmente sobre tres gradas elevadas las monjas de la comunidad, presididas en el primer sillón de la tercera hilera por sor Gabriela, la prefecta de novicias.
Sor Úrsula llevaba a cabo los adornos florales del altar en tanto sor Hildefonsa de San José preparaba en la sacristía la dorada casulla, el manípulo, el alba, los vasos sagrados, las vinajeras y, con sumo cuidado, la preciosísima custodia del convento en oro macizo y pedrería, de cuyo centro y rodeando el cristal de roca que guardaba el cuerpo de Cristo partían una miríada de rayos dorados que la hacían parecer un sol refulgente, regalo de don Benito de Cárdenas. La prefecta de novicias entraba en aquel momento en la sacristía.
—Atendedme, sor Hildefonsa.
La monja dejó en suspenso sus tareas y se dispuso a escuchar a la prefecta.
—Dejad ahora lo que estáis haciendo e id a buscar a Catalina. La reverenda madre ha solicitado su presencia para esta noche y debo darle las instrucciones que ha impartido el doctor para su mejor atención y cuidado.
—Ahora mismo, maternidad.
Partió la hermana e involuntariamente sor Gabriela fijó su mirada en el panel de la pared que ocultaba el pasadizo secreto que iba desde allí a la galería de las postulantas. Pasaron unos minutos y unos ligeros golpes anunciaron la presencia de la muchacha en la puerta de la sacristía.
—¡Adelante!
Se abrió la hoja y apareció el rostro de la joven enmarcado por una cofia.
—¿Me habéis mandado llamar, reverenda madre?
—Sí, Catalina, pasad y escuchadme con atención.
—Soy toda oídos, maternidad.
—Esta noche es la octava de la solemnidad más importante del año en el convento de San Benito y su punto culminante es la adoración nocturna de las vísperas. Vos vais a velar a la reverenda madre, porque ella así lo ha ordenado; su máximo deseo, caso de encontrarse con fuerzas, es presidir las completas como lo ha hecho todos los años, y a ello hemos de dedicar todos nuestros afanes. Media hora antes del comienzo del acto pasaré a visitarla, ya que luego me será imposible, y os dejaré preparada su medicina para que vos se la suministréis a la hora que os indicaré; luego, si ella se encuentra animosa y desea acudir al oficio, la ayudaréis a vestir y le daréis vuestro brazo para que se apoye en él. Debéis complacerla en todo. Tened en cuenta que ésta puede ser para ella una noche muy especial.
—Descuide su maternidad, que así se hará.
—Pues id, hija mía, que en vuestras manos queda todo.
Salió la muchacha por la puerta de la sacristía que daba al pasillo y lo hizo sor Gabriela por la que daba al presbiterio; una vez dentro de la iglesia se adelantó y dando tres fuertes palmadas recabó la atención de los presentes.
—Esfuércense todas en sus trabajos, ya que estas vísperas las vamos a ofrecer por las intenciones y la recuperación de nuestra priora. Quiero que ésta sea una noche inolvidable para el convento.
Dicho lo cual, dio dos palmadas más y monjas, novicias y recogidas regresaron a sus quehaceres con redoblados esfuerzos.
Los años no pasaban en balde y cada jornada, sobre todo si era lluviosa, castigaba más los reumáticos huesos del doctor Gómez de León y hacía que sus achaques fueran más dolorosos y frecuentes. El día había amanecido metido en agua y así se había mantenido, triste y encapotado, y él notaba que su espíritu, de natural animoso y dispuesto, andaba parejo con el día. A pesar de los largos años que llevaba ejerciendo su profesión, no se acostumbraba a ver acercarse la muerte con indiferencia; y más por instinto adquirido que por conocimientos, sabía cuando la descarnada sitiaba a alguien y en qué exacto momento ya no había nada que hacer.
Aquélla había sido una jornada aciaga; había comenzado al alba. Llamaron a su puerta a las cinco y media, sobre el canto del gallo, y cuando Laurencia, la vieja ama de llaves, lo vino a avisar, él ya estaba en pie. Su avezado oído discernía perfectamente por los retazos de conversación que le llegaban del vestíbulo de su casa cuando algo era urgente o admitía demora. El mensajero era un muchacho de Río Seco de Tapia y había llegado reventando al jamelgo. Su padre había recibido la coz de un mulo en la base de la espalda. Apenas el gañán terminó de explicarse, el viejo doctor acabó de vestirse; la luz que iba entrando por la ventana anunciaba un mal día. Del armario tomó un zamarrón muy viejo que él untaba siempre con grasa de caballo a fin de que escupiera el agua y se lo puso sobre el jubón mientras descendía la corta escalera.
Laurencia le esperaba en el zaguán con un tazón humeante en una mano y en la otra su viejo maletín de médico. El muchacho aguardaba impertérrito bajo el aguacero hasta tal punto empapado, desde el pelo hasta los borceguíes, que a sus pies se iba formando un gran charco de agua. Se dispusieron a partir al punto. Amarraron el cabestro del caballejo a la parte posterior de su destartalado coche y tras ordenar que dieran un capote al zagal, lo hizo subir al pescante para que indicara el camino al auriga; luego abrió la portezuela y se instaló en su interior, cuidando de bajar las cortinillas de lona embreada a fin de que el aguacero no calara dentro. Así había comenzado su jornada. Ahora regresaba a casa, muy entrada la tarde, agotado del trabajo, de la lluvia y del viaje, pero más que nada agobiado por la sensación de fracaso que le había ido embargando a lo largo de aquella aciaga jornada, ya que evidentemente los hados de la fortuna no le habían sido propicios.
En cuanto examinó al padre del muchacho advirtió que la coz del mulo le había partido los huesos finales del rosario de la espalda, que son los que mantienen de pie al hombre. Tras pincharle en la planta de los pies con un fino estilete, pudo advertir que nada sentía; el campesino yacía en la cama acosado por fuertes dolores, su mujer vestida con una negra saya remendada por mil sitios y cubiertos los hombros con una toquilla negra de lana observaba, angustiada, sus manipulaciones. Poco se pudo hacer. Lo fajó con una recia tela y le recetó una pócima para que le aliviara los padecimientos, y aun a sabiendas de que todo era inútil, les dijo a ambos que al cabo de unos días pasaría de nuevo a verlo. Se negó a cobrar la visita, pero cuando regresó al coche advirtió que en el suelo y bajo su asiento le habían colocado un cestillo de huevos; los humildes eran infinitamente más desprendidos que los ricos.
Luego fuese al parto de una primeriza, en cuya casucha ya le esperaba su partera. Fue largo y extenuante: la muchacha era muy joven y tenía estrecha la pelvis. Había roto aguas la noche anterior, la criatura apareció de nalgas y hubo que maniobrar para, finalmente, tirar de ella; nació enclenque y desmedrada, y tras cortarle el cordón le costó mucho romper el llanto; cuando la envolvieron en trapos tras enfajarla, presentaba un color violáceo de mal presagio, que hizo que el viejo galeno le augurara corta vida. Dejó a madre e hija al cargo de María Lujan.
Finalmente acudió a una pedanía de tres casas que le pillaba a mano en el camino de regreso a la suya. Al llegar, nada más apearse del coche pudo ver la acanea del cura del pueblo que le había precedido. Nada se podía hacer ya que no fuera asistir al viático. Lo lamentó, era un buen hombre y un buen cristiano y, pese a que el final estaba cantado, no imaginó que el desenlace se produjera tan rápidamente.
Regresaba con el ánimo muy bajo. Pensó que en tales días era mejor quedarse en el lecho. En llegando a su casa divisó a través de la fina cortina de lluvia y sujeto a un poste a tal fin destinado un gran caballo negro, lustroso a causa del agua y bien enjaezado, y fijándose más creyó ver en su anca derecha el hierro del Santo Oficio.