Read Catalina la fugitiva de San Benito Online
Authors: Chufo Lloréns
Don Martín exhaló un hondo suspiro y a la mirada interrogante de su esposa respondió únicamente:
—Buenas nuevas. Partiré para la Corte el dieciséis.
Luego tomó el cuchillo y rasgó el sello de la otra carta. Aproximóse algo más a la ventana y leyó:
San Benito, a 14 de mayo de 1615, Anno Domine
De Sor Gabriela de la Cruz
A Don Martín de Rojo e Hinojosa, Señor de Quintanar del Castillo
Señor:
La estimación que hago de vuestra persona y el amor que profesabais a la priora, vuestra hermana, hace que mi corazón se acongoje al daros la triste nueva de que el Señor, en su infinita providencia, tuvo a bien liberarla de los trabajos y penas de este mundo, llamándola al Reino la noche del tres de este mes de mayo de nuestra Señora.
Como no ignoráis, nuestra regla es muy estricta al respecto y no admite la asistencia al acto del entierro a persona alguna que no lo sea de su familia en religión. Éste se llevó a cabo al día siguiente, y al descanso de su alma se han encomendado cien misas a las que, como priora que ha sido, tiene derecho, siguiendo puntualmente la letra de la regla.
Asimismo se ha celebrado el capítulo de las hermanas, y sus maternidades han tenido a bien elegir a esta humilde esposa de Cristo como nueva priora. Lo cual será comunicado a los protectores del convento, entre los cuales os encontráis, el próximo día diecinueve a las doce horas. Esta circunstancia ha hecho que se aplace sine die la toma de velo de las postulantas, para lo cual seréis de nuevo convocado.
Y rogando a nuestro Señor a través de la intervención de san Benito, nuestro fundador, por vuestra excelencia y la salud y prosperidad de vuestra familia, reciba el afectuoso saludo en Cristo de S. s. afma. sierva.
Sor Gabriela de la Cruz
Priora de San Benito
Don Martín palideció y se apoyo en el alféizar de la ventana.
—¿Qué os sucede, esposo mío? Os habéis quedado lívido. —Doña Beatriz se acercó inquieta.
Hubo una pausa.
—Mi hermana Camila...
—¿Qué le sucede a la priora?
—Ha fallecido.
—¡Válgame la caridad! ¿Cuándo? ¿Cómo ha sido?
—El cómo no lo sé. Murió la noche del tres al cuatro y, siguiendo la letra de la regla, ya la han inhumado. Me convocan para
el placet
de la nueva priora, el diecinueve de este mes. Pero no podré asistir. Ese mismo día tengo la cita, tan esperada y tan importante para nosotros, con el pronotario de Aragón, don Jerónimo Villanueva.
Doña Beatriz apoyó su mano solícita en el antebrazo de su esposo.
—No penéis. Ya no podemos hacer nada por ella, únicamente rezar. Los difuntos no tienen urgencias... en cambio los vivos no tienen espera y vuestro asunto no admite dilación.
—Lo sé. Pero para mí ha sido una irreparable pérdida, amén de inesperada. —Y no añadió: «Además de una grandiosa complicación.»
—Sé del gran amor que le profesabais. Yo asimismo la admiraba y la quería mucho. Era una gran mujer y una gran priora, y muchas veces nos ayudó con su sabio consejo y también empleando a sus amistades e influencias. La tendré presente en mis oraciones. Por cierto, ¿quién va a ser la nueva priora?
—Sor Gabriela de la Cruz.
Doña Beatriz quedó un momento pensativa.
—¿Qué os preocupa, señora?
—Una voz interior me dice que nos traerá complicaciones.
Ahora fue don Martín el que quedó ensimismado. Al fallecer la priora, que era la única que estaba en su secreto, la entrega de la dote de Catalina adquiría unos matices y unas connotaciones realmente complejas.
Una concatenación de circunstancias se había amontonado en el corazón de Catalina para que ésta, finalmente, tomará su gran decisión.
En primer lugar las ansias irrefrenables de libertad que la carcomían y su irreprimible deseo de conocer mundo, consecuencias ambas de su absoluta falta de vocación para la vida religiosa. Después, la repentina muerte de la priora a la que tanto amó y que con el último aliento de vida, sin llegarle a decir quién, le confesó que su padre existía en algún lugar. Luego, el injusto peso de la culpa que sor Gabriela cargó sobre sus jóvenes hombros achacando a su irresponsabilidad la muerte de la reverenda madre, siendo así que ella no había hecho otra cosa que obedecer todo lo que le había mandado. Además estaba el nombramiento de la prefecta de novicias para el cargo supremo de la orden dentro del monasterio, al que solamente faltaba la confirmación del placet del obispo y, en llegando éste, intuía la muchacha que su existencia dentro de las paredes del cenobio se iba a volver harto complicada si no imposible. Como colofón estaba la actitud repulsiva del padre Rivadeneira, cuyo acoso se hacía insufrible y cuyo cerco se estrechaba día a día.
Catalina no tenía un pelo de tonta y a sus catorce años sus ojos y oídos percibían situaciones y momentos que no comprendía y que, sin embargo, eran evidentes. Muchas recogidas y no pocas novicias, por razones que escapaban a sus entendederas, no eran insensibles a las aproximaciones y arrumacos del mal fraile, y ya fuere en el confesionario, la sacristía o los aposentos de él mismo, ella intuía que sucedían cosas.
En su cabeza, hacía ya tiempo había germinado un plan, y únicamente le faltaba decidir el día y la hora. Para llevarlo a cabo requería de algunos elementos materiales, de los que lenta y pacientemente se había ido proveyendo. En primer lugar, ropas de muchacho; las consiguió combinando su destreza con la aguja y la ayuda inestimable de Casilda. En su celda, ocultas bajo la colchoneta del catre, se ocultaban sus tesoros: una ropilla, un jubón, unos calzones, dos pares de medias y unos borceguíes, a los que sumaba su pequeña caja de costura. A última hora Casilda le proporcionaría comida para el viaje, algo de dinero y, lo más importante, unos juncos huecos de los que crecían en los márgenes del riachuelo que atravesaba el huerto.
El desencadenante fue su amiga, que la buscó en las cocinas por la mañana con el rostro descompuesto y le dijo que la esperaría en el lavadero después del refrigerio y en la media hora que tenían libre. Catalina llegó cinco minutos antes y se ocultó, como acostumbraba, tras la ropa que colgaba en las cuerdas del tendedero. A lo lejos, en el huerto junto al cementerio de las monjas, divisó a sor Gabriela en recoleta charla con el fraile; más allá, tras la verja del cementerio, sor Leocadia del Santo Espíritu, recién nombrada prefecta de novicias, y sor Úrsula arreglaban los narcisos y las siemprevivas a los pies de la reciente tumba de la madre Teresa.
Su mente divagaba e iba desde el austero entierro hasta la escena de su injusta humillación.
Las veintiocho monjas que en aquel momento constituían la comunidad, presididas por el padre Rivadeneira, turnándose en grupos de seis transportaron la modesta caja de pino al camposanto; la precedían doce novicias y dieciséis recogidas. Antón Cifuentes, que había sustituido a Blas, el sordomudo, ejercía de jefe de operaciones; estaba junto a tres de los labriegos que servían a las monjas, que con sendas palas y los correspondientes azadones habían hecho ya el hoyo que alojaría el ataúd amontonando la tierra fresca junto al foso. Dejaron el féretro en el suelo, junto al agujero. El fraile, tomando el hisopo que le ofrecía una de las hermanas e introduciéndolo en un cubo de plata procedió a rociar con agua bendita el cajón de la difunta; luego entonó el
De Profundis,
a cuyas interpelaciones respondió la comunidad. Después los cuatro hombres pasaron unas maromas bajo el ataúd y tensando los extremos lo alzaron para encajarlo en el hueco y dejarlo descender lentamente; cuando reposó en el fondo sobre dos listoncillos de madera, dos de ellos soltaron los extremos de las cuerdas que sostenían, en tanto que los otros dos, tirando de ellas, obligaban a que se deslizaran bajo la caja y salieran por el otro lado. Luego y en tanto la comunidad continuaba con sus rezos fueron echando paladas de greda sobre la caja; al principio sonaron huecas, para irse macizando a medida que caía más y más tierra, y el ataúd quedó completamente cubierto. Hecho esto, Antón Cifuentes clavó una cruz de madera provisional en la cabecera de la tumba.
Sor Gabriela, entonces, se colocó al lado de la cruz y poniéndose frente a la Comunidad glosó el panegírico de virtudes de la difunta priora.
—Hermanas —dijo—, la reverenda madre Teresa se ha ido al Reino y unos sentimientos encontrados nos invaden. Los ojos terrenales lloran su ausencia, pero nuestras almas se alegran porque ella, al fin, ha concluido su peregrinar por este mundo. Fue una gran mujer, una gran monja, una gran priora y para mí, personalmente, una gran madre; todo lo aprendí de ella y cuantas enseñanzas me trasmitió las guardé en el fondo de mi corazón para, a mi vez, podérselas transmitir a vuestras mercedes. Las últimas palabras que salieron de su boca y de las que puede dar fe el padre Rivadeneira, fueron: «Sor Gabriela, acabad lo que yo inicié.» Yo así lo haré, si sus maternidades tienen a bien confiarme el timón de nuestra casa... Ella quería, la triste noche de la octava de san Benito, presidir las completas y aprovechar la que ella intuía última ocasión para, personalmente, decirles lo que yo les transmito ahora. No pudo ser. —Aquí se dirigió a Catalina—: La irresponsabilidad, la ligereza y la inconsciencia de una de nuestras hermanas a la que ella tanto distinguió, hizo que fueran inútiles cuantos esfuerzos se hicieron para alargar su vida. Sus maternidades conocen perfectamente lo que dice el Señor en el Evangelio al respecto de las doncellas que se duermen y no tienen su candil encendido para aguardar al Esposo: llamarán a la puerta del reino, pero la puerta permanecerá cerrada.
Catalina sintió, convergiendo sobre ella, todas las miradas y sus grandes ojos garzos se llenaron de lágrimas. Hizo un esfuerzo sobrehumano para no salir corriendo, bajó la cabeza y pensó que la madre Teresa, desde donde se encontrara, estaría viendo la inmensidad de la calumnia que caía sobre ella, la humillación que estaba padeciendo y las mentiras que se habían dicho sobre sus últimos momentos. La muchacha a la que las injusticias sublevaban se mordió los labios y ofreció aquel sufrimiento por el alma de la priora.
Casilda en aquel instante llegaba a la carrera, demudada, y la muchacha salió a su encuentro.
—¿Qué ocurre, querida amiga, que tan alterada venís ?
La mujer no tenía aliento para explicarse.
—Venid junto a mí. Sosegaos.
—No hay tiempo, Catalina, no hay tiempo. ¡Tenéis que escapar!
Catalina se sorprendió.
—Soy yo la que os lo digo desde siempre y vos la que intentáis disuadirme. ¿Qué nuevas han acaecido para que tan de repente hayáis cambiado vuestro criterio?
Ambas amigas se sentaron en la piedra.
—Veréis, Catalina. Fuencisla, la muchacha por cuya preñez pagó el padre de Blasillo, me buscó esta mañana y entre hipos y lágrimas me dijo que su conciencia la atormentaba y que iba a condenar su alma inmortal, que el jardinero no fue culpable de nada, que había caído en el pecado arrastrada por el fraile del convento y que éste, y no otro, era el padre de la criatura que llevaba en su entraña.
Catalina miraba sin comprender.
—¡Cuánta miseria y horror y qué desafuero se ha cometido con el jardinero! Pero... pero ¿qué me va a mí? Yo nada puedo hacer.
—Esperad y atended. Ella quiere remediar su mala conciencia y piensa que si hace una buena obra de igual peso de la mala que hizo, la balanza se equilibrará. Dice que todo esto lo ha pensado su cabeza, pues como es obvio no puede acudir al confesionario, huelga decir el porqué.
—Pero... no os entiendo, Casilda. ¿Qué tengo que ver yo con...?
—Tened un poco más de paciencia, que ya voy concluyendo. La otra mañana estaba Fuencisla limpiando bajo la escalera de madera que sube al altillo en la sala capitular, cuando entraron sor Gabriela y el padre Rivadeneira. Ella quedóse acurrucada y escondida del puro pánico que le inspira el fraile, y allí pudo oír algo terrible a lo que sus oídos casi se negaban a dar crédito.
—¡Decidme! ¡Me tenéis sobre ascuas!
—Ya llego... ya llego.
Entonces Casilda relató a su amiga el terrible pacto que habían cerrado ambos personajes: la vida de la priora a cambio de la virginidad de Catalina.
—¿Y cómo no dijo nada hasta ahora esa desgraciada? —La ira de Catalina le brillaba en los ojos y un cúmulo de sensaciones invadió el alma de la muchacha: miedo, rabia e impotencia. Ahora comprendía muchas cosas que anteriormente escapaban a su intelecto.
—Debéis comprender... Ella no oyó, porque no se dijo, el nombre de la persona a la que iban a encomendar la vela de la priora, ni pudo suponer quién era la cordera que el lobo deseaba. Sumad todo ello al miedo y a los celos que podía sentir por alguien a la que ella hacía responsable de que el cura la dejara de proteger. Luego, cuando todo ha sido evidente ya que os han achacado la muerte de la madre Teresa, entonces ha reaccionado.
En cuanto llegue
el placet
del obispo, la misma noche después de tercias le entregará la llave a fin de que pueda entrar en vuestra celda. Una vez cumplido su propósito y cometida su tropelía, os cerrará y se llevará la llave para devolvérsela.
—Pero ¿cómo llegará a mi puerta? No me diréis que todas las madres son indignas y que todas están al cabo del asunto. Vos no ignoráis que para llegar a los dormitorios de las postulantas es imposible evitar el de las monjas y el de las novicias.
—No, Catalina. Fuencisla también lo oyó: desde la sacristía al dormitorio de las postulantas hay un pasadizo secreto.
—¡Dios tenga piedad de mí!
—Tenéis que iros. Hoy mejor que mañana. Ahora soy yo quien os urge a tomar la decisión.
—Está bien, Casilda, escuchadme...
Ahora era Casilda la que era toda oídos.
—Tengo ya guardado todo lo que necesito: la ropa y los borceguíes que me proporcionasteis, únicamente me hará falta algo de dinero para poder subsistir los primeros días.
—Ya os dije que yo os lo proporcionaría. Tengo algunos ahorros...
—Gracias, amiga mía. De no ser así, hubiera reventado el limosnero de las ánimas; el Señor me habría perdonado.
—Ahora decidme, Catalina, ¿cómo saldréis de vuestra celda?
—Todo está previsto. Vos sabéis que ya hace mucho que el plan bulle en mi cabeza. Una de las noches que la priora ordenó que la velara, aproveché su sueño y hurté, de donde las guardaba, que es la bolsa de cuero que hay en el primer cajón de la cómoda, una llave duplicada que abre la puerta de todas las celdas del último pasillo y que nadie iba a echar en falta, ignorando si la iba a necesitar y cuándo. Mirad. —Y desabrochando el botón de su hábito a la altura del estómago, mostró a su amiga el cordel sujeto a su cuello del que pendía una llave. Lo que no pasó inadvertido a Casilda fue la extraña mancha que tenía la muchacha bajo la banda de tela que aplastaba sus pechos, y sin quererlo su cabeza se fue a la feria de Carrizo, cuando María Lujan describió una marca semejante a la que estaban viendo sus ojos en aquellos momentos. Sin embargo, en aquel instante no le pareció oportuno comentar nada—. La noche en que me vaya —prosiguió Catalina— os la dejaré bajo la piedra donde ahora nos sentamos. Vos podréis dejarla en su sitio sin prisa alguna, cualquier día que limpiéis la celda de la priora, y caso de que no pudierais... la tiráis al río. Ya dará igual.