Catalina la fugitiva de San Benito (73 page)

BOOK: Catalina la fugitiva de San Benito
7.32Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Ya llega.

Nada más decir esto, la puerta se abría y entraba la hermanita precediendo a un franciscano, que sin demora se ubicó al costado del enfermo tomándole la mano amorosamente en tanto el hidalgo se retiraba a un rincón de la habitación. La cabeza del fraile, tras decir una oración, se inclinaba junto a los resecos labios del viejo doctor, cuyas palabras sólo fueron oídas por el monje. Al rato, éste se puso en pie y dándole la bendición absolvió de sus pecados al moribundo. De una cajita metálica extrajo una Sagrada Forma, se la puso en la entreabierta boca y después tomó los santos óleos y ungió al enfermo, ayudado por la hermana; seguidamente abandonó la estancia, pues ya otro enfermo demandaba su ayuda para el último viaje.

Cuando ambos se hubieron retirado, el hidalgo se sentó en el catre junto a su fiel amigo y le retuvo la sarmentosa mano; el rostro hasta hacía un instante crispado, respiraba paz. La luz del ventanuco parecía más matizada. Así pasó un buen rato. Luego los párpados de aquel rostro se abrieron y sus ojos parecieron esforzarse en enfocar la imagen del hidalgo; una ligera presión en la mano le obligó a prestar atención a lo que le quería transmitir el moribundo. Fue un susurro:

—Ahora ya puedo partir en paz. ¡Gracias por vuestra amistad durante todos estos años!

Y con estas palabras, el viejo galeno entregó su alma al Creador.

El teatro

Los acontecimientos se sucedían sin interrupción en la vida de Catalina. La prueba que le hizo don Pedro de la Rosa para calibrar sus aptitudes teatrales fue satisfactoria. Acudió la mañana acordada a la cita y, acompañada por él, se dirigió al Corral del Príncipe; allí estaban ensayando los cómicos de su compañía que al cabo de dos semanas debían estrenar una obra de Francisco de Rojas Zorrilla titulada
Cada cual lo que le toca.
Al llegar, Catalina fue presentada a todos ellos como una meritoria que iba a probar las armas integrada en el elenco y que podía representar, indistintamente, papeles de doncel o de muchacha, y que además cantaba y bailaba con un estilo y una gracia adquirida de gentes que llevan la esencia del arte en las venas. A Ana de Andrade, la primera actriz, le pareció de perlas aquella ayuda que la aliviaba de una parte del espectáculo que no le placía en demasía.

Nada más asomarse al escenario, Catalina comprendió que aquello era muy distinto de las representaciones que había llevado a cabo por los pueblos en compañía de los Ayamonte. El aspecto de la corrala vacía era apabullante; ni pensar quiso lo que supondría el verla llena.

Antes de comenzar la prueba don Pedro le explicó cómo era el funcionamiento de una sesión para que ella viera dónde se sentía mejor ubicada. Comenzaba con un grupo de músicos, entre ellos un tañedor de vihuela que animaban al respetable en tanto éste ocupaba sus localidades. Luego venía la loa que generalmente recitaba el cómico más veterano del grupo, donde se acostumbraba explicar el tema de la comedia que se iba a representar y pedir perdón por los errores que pudieran cometer; iba dirigida, preferentemente, al patio de mosqueteros y a la cazuela de mujeres, pues éste era el senado del que dependía el éxito o fracaso de la obra. Después se representaba la pieza principal, y en los entreactos se daba paso a una pieza corta llamada entremés o bien a danzas y bailes con castañuelas, que se repetían al finalizar el espectáculo.

Catalina dijo a su mentor que se veía capaz de hacer varias cosas de las que le había explicado, y éste la sometió al examen correspondiente. Primeramente leyó un texto, luego recitó un monólogo que le había enseñado Florencio y finalmente, acompañada por uno de los guitarristas, cantó el «Ay, ay, ay» llevando el ritmo con las tejoletas
187
, cuyo manejo le pareció mucho más efectivo, fácil y brillante que las conchas huecas que usaban Tarsicia y Magdalena.

—Bien está lo que está bien —le dijo don Pedro ante el gentil aplauso de los que iban a ser sus compañeros y el entusiasmo de Ana—. Debutaréis en nuestro próximo espectáculo. Ensayaréis quince días y haréis un pequeño papel en el entremés, y al finalizar cantaréis una chacona. ¿Sabéis alguna cuyo estribillo pueda corear el público?

—Me la enseñó Tarsicia, tal vez la conozcáis. Dice aquello de: «Andallo, Andallo, eres un pollo
y
quieres ser gallo
188

—No, no la conozco. ¿Por qué no la interpretáis?

—Yo sé cómo es. —El que terció fue Juanito
el Lechuguilla,
guitarrista de la compañía que al esto decir comenzó a marcar un ritmo con la caja de la guitarra a la vez que rasgueaba las cuerdas.

Catalina se acompasó a él batiendo palmas
y
se puso a bailar con tal arte
y
alegría que aquella vez los aplausos no fueron, precisamente, de cortesía.

—¡Magnífico! Os imagino bailando con la ropa adecuada, vestida de mujer; os auguro un gran éxito —dijo al finalizar el famoso comediante.

Tras prolijos ensayos durante largas jornadas acostumbrándose a la nueva ropa, llegó el día del tan esperado debut.

Finalmente Pedro de la Rosa había decidido que únicamente interpretara un corto papel en el entremés y que saliera, al finalizar la obra, cantando y bailando la chacona que tan gran entusiasmo había despertado entre sus compañeros el día de la prueba.

Catalina temblaba como el azogue. La corrala se iba llenando y el ruido de la inquieta multitud llegaba hasta su camerino, matizado por la gruesa ropa que tapaba la embocadura del escenario de lado a lado. Cuando, ya vestida, vio su figura reflejada en la plata viva del gran espejo que había a la salida de los camerinos, no se reconoció. Ante sí veía a una bella mujer de largos tirabuzones y profundos ojos negros pintados con carboncillo y con los labios exageradamente rojos avivados con pasta aceitosa de encarnado corinto; una basquiña
189
azul ceñía su precioso cuerpo y una pollera
190
de tafetán verde cubría sus largas y torneadas piernas. Súbitamente quiso ver lo que rebullía al otro lado del telón y subiendo al cerrado escenario asomo un ojo por los pliegues del cortinaje
191
.

Al principio quedó tan impresionada que, por un momento, no se creyó capaz de salir a la escena. Era tal el cromatismo de la mosquetería que a lo primero no tuvo ojos para nada más. Allí, tras la cuerda del degolladero que marcaba la separación de los primeros bancos, se agolpaban de pie sastres, valentones, soldados, escribanos, zapateros, cirujanos, boticarios, entretenidos, gariteros, músicos, poetas y sobre todo estudiantes, un sinnúmero de estudiantes llevando sobre el brazo las cintas de colores que determinaban las diferentes ramas de las disciplinas que cursaban.

Al rato de mirar fue serenando su ánimo y se dispuso a observar, con más detenimiento, las distintas parcelas del corral. El aposento real
192
estaba todavía cerrado y Catalina buscó a su amiga. En la cazuela de las mujeres, apoyando su exuberante busto en la primera barandilla y ocupando dos plazas ya que en una sola no cabía, pudo ver a la única persona que había invitado a su presentación: María Cordero, inmensa y oronda, más nerviosa que ella misma, esperaba la aparición de la muchacha sobre la escena para romperse las manos aplaudiendo. Bajó después la vista a los primeros bancos... a su corazón casi le da un síncope: entre un militar con el grado de alférez y dos jóvenes se hallaba su tutor de San Benito, don Martín de Rojo e Hinojosa. A lo primero pensó salir huyendo, mas luego se rehizo y pensó que tras más de tres años sin verla, con el cabello postizo, pintada como estaba que parecía una carroza y en lugar tan impensado era, prácticamente, imposible que la reconociera.

De repente sintió que tiraban de ella. Era Juanito
el Lechuguilla,
que la avisaba de que debía retirarse porque iban a abrir la cortina a fin de que el pabilador
193
pudiera encender las candilejas. Así lo hizo, y el público al observar que la función iba a comenzar, pues los pábilos de las pequeñas candelas reflejadas en pantallas de latón bruñido se prendían y los músicos iniciaban el airoso pasacalles, se fue callando.

Todo transcurría por los cauces normales. La primera parte se había desarrollado sin novedad y Catalina ya había debutado saliendo en el entremés y cumpliendo con dignidad su cometido. La segunda parte avanzaba. De repente el galán joven, que representaba a un hidalgo que iba a contraer matrimonio, dijo la frase terrible: su novia, a la que creía doncella, resultó que lo engañaba pues había sido violada, perdiendo su doncellez. Tal atrevimiento no fue aceptado por el patio de mosqueteros, ya que el honor de un caballero estaba en juego y su sentido de la moralidad había sido mancillado
194
. Catalina, que estaba en su celda cambiándose para el número de la chacona, oyó como si el trueno de una tormenta lejana se fuera acercando. Al principio creyó que se había disparado un aguacero súbito, tan frecuentes en los días del fin del estío madrileño. Luego escuchó los gritos de sus compañeros y el ir y venir de gentes que iban desde el sótano a la planta del escenario; ella subió, asimismo, y por un lateral pudo observar como los hombres formaban aquel alboroto golpeando con sus bastones y con las conteras de las fundas de sus espadas sobre el entarimado de madera. El griterío era ensordecedor. Sus compañeros se retiraban cubriéndose como podían del diluvio de hortalizas, frutos secos y edificio
195
que caía sobre ellos. Entre aquella batahola emergió la voz autoritaria de don Pedro de la Rosa, gritando: «¡Al final, vamos al final. Los músicos afuera!» A su lado apareció sin saber de dónde, demudado y con su guitarra en la mano, Juanillo
el Lechuguilla,
que salió empujado a la escena como quien sube al patíbulo, acompañado de tres músicos más, y todos juntos comenzaron a tocar el ritmo pegadizo de la chacona. «¡Salid ahora! ¡Son todos vuestros!», rugió la voz de don Pedro a su oído.

Catalina ni se dio cuenta de lo que hacía. Recordó la noche que los gitanos pusieron en pie a toda la plaza del pueblo y se tiró a la escena como quien se lanza a un río caudaloso, y comenzó a cantar y a bailar como no lo había hecho jamás. A lo primero la gente se sorprendió. Luego dejaron de caer objetos al escenario y desde la cazuela de mujeres la voz tonante y recia de María Cordero comenzó a corear el estribillo. El respetable fue entrando en la fiesta. Entonces el ensordecedor e incontrolado ruido que había formado el pateo se fue ordenando y fue golpeando el maderamen del suelo a ritmo de la guitarra del
Lechuguilla.
El milagro se había producido. La voz de Catalina, vibrante y emocionada, dominaba la situación al igual que la de Tarsicia aquella ya lejana noche. Luego de un cante vino otro y luego otro y otro más; después, una atronadora salva de aplausos hundió la corrala.

Catalina se atrevió a mirar hacia el aposento real y pudo ver cómo Su Majestad el rey Felipe IV con su mano enguantada golpeaba, desmayadamente, la barandilla de la balconada. Aquello acabó de encalabrinar todavía más al respetable. Luego acabó todo.

El público caliente y entregado iba abandonando lentamente el teatro, comentando los sucesos de aquella peculiar velada. La compañía la aplaudía y le daba golpes en la espalda. La voz grata de Ana de Andrade le dijo:

—Muchacha, vos no sabréis jamás lo que habéis conseguido esta noche.

De la puerta llegaba un portero con dos tarjetas en la mano. Los que tal habían hecho tenían un mérito considerable; no era fácil proveerse en aquellas circunstancias de un cálamo, tinta y papel para escribir una nota. En la primera pudo leer: «¿Tendré el honor de veros a solas algún día?», y la firmaba un tal alférez Campuzano. Su memoria detectó al presuntuoso personaje que viera la noche que conoció a María Cordero.

La segunda hizo que Catalina tuviera que apoyarse en la pared de su camerino. Al rasgar el sobre leyó: «Hoy he sabido cómo son los ángeles del cielo. Tendréis noticias mías», y la firmaba Diego de Cárdenas.

El reencuentro

Casi
un mes había transcurrido desde el memorable día de su debut, y durante todo el tiempo Catalina había estado meditando qué era lo que debía hacer. Aunque su corazón desfallecía por volver a ver a Diego, su cabeza le aconsejaba prudencia, ya que de ese encuentro dependían muchas cosas.

Después de recibir la nota en el corral, todo el caudal de amor que durante tantos años había mantenido controlado se desbordó como una torrentera y sus ansias de volverlo a ver la consumían. Lo consultó con María Cordero, que tras presenciar su triunfo en la corrala la trataba, si ello fuera posible, con mayor deferencia. Su consejo fue que madurara su imagen de muchacho, pues no le convenía presentarse ante el joven marqués de Torres Claras bajo la apariencia del paje que dejó atrás en Benavente, y sobre todo que no cayera en la tentación de volver a aceptar la hospitalidad que sin duda le ofrecería. De ser así, no podría llevar la doble vida que ahora llevaba, simultaneando el teatro con la asistencia a las lecciones de esgrima, y no era tanto por la cuestión de poder disponer del tiempo a su antojo, sino por cuanto representaba el tener que acudir en según qué ocasiones vestida de mujer o de hombre; amén de que era mucho más disimulado salir de su casa que hacerlo de una mansión donde, sin duda, le pedirían cuentas de adonde, cuándo y por qué. Otra razón importante era que si aceptaba vivir en su palacio, contra la maravilla que para ella suponía el poder verlo a todas horas estaba la dificultad de no poder mostrarse como la mujer que era, que al fin y a la postre era lo que le interesaba.

—Mostraos esquiva y misteriosa, que no sepa dónde vivís ni quién está en vuestra vida. Esto espolea a los hombres. Jamás las conquistas fáciles sujetaron el amor por largo tiempo. Además, si así obráis y lo queréis ver, siempre os cabe la posibilidad de acudir donde él tenga costumbre vestida de hombre, y no dudéis que el vuestro es un buen disfraz. ¡Si habéis conseguido engañar a mis pupilas, cuánto más fácil no será hacerlo con un galán enamorado que no desea otra cosa que recibir noticias de su amada... si es que atinarais a constituiros en vuestro propio mensajero! ¿Me vais comprendiendo?

Ante la negativa de Catalina, prosiguió:

—Si Alonso Díaz le llevara recados de la cómica que está triunfando en la compañía de don Pedro de la Rosa y a la que él envió la nota el día de su triunfo, ¿cómo creéis que sería recibido?

Other books

Radioactive by Maya Shepherd
Rules of Engagement by Tawny Weber
Héctor Servadac by Julio Verne
Ashia by Taige Crenshaw
Hakusan Angel by Alex Powell
Typical American by Gish Jen