Read Catalina la fugitiva de San Benito Online
Authors: Chufo Lloréns
La Cordero sonrió.
—Pues sabed que en mi casa no se fía y si no traéis buenos maravedís no hay trato... que mi mercancía es cara y come carne todos los días.
—No os preocupéis que conozco bien la costumbre de la casa; mis pocos cuartos serán para vos. ¡Franco el paso para el alférez Matías Campuzano y sus amigos don Cristóbal de López Dóriga y don Álvaro de Rojo, a quienes he recomendado vuestra casa como la más reputada de Madrid! —Y al esto decir y en tanto remarcaba intencionadamente la palabra «reputada», abrió su capa y mostró, sujeta al cinto, una repleta bolsa que mediante un ligero movimiento de su mano hizo sonar alegremente y cuyo metálico tintineo arrancó alegres chiribitas a los ojos de María Cordero.
—¿Oís su trin tin, batín
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?
—¡Sabéis de sobra que ese sonido me enamora, mi buen alférez! ¡Pasad, pasad y tomad posesión de ésta, vuestra casa! —Y con una reverencia que hizo crujir los refajos de su guardainfantes, la Cordero se hizo a un lado para que pasaran los visitantes.
—¡Teresa, Eulalia, Enriqueta, llegaos a recibir a nuestros distinguidos huéspedes!
Desde el fondo acudieron tres bulliciosas muchachas que colgándose del brazo de los visitantes los obligaron a caminar pasillo adelante entre bromas procaces y risas contenidas.
Catalina no salía de su asombro, y sin tiempo para reaccionar la dueña del burdel le espetó:
—Ya sabréis perdonarme pero el negocio no admite espera, tened la bondad de seguirme.
Y la pandorga, deslizándose como un galeón sobre el proceloso mar se perdió por el corredor con mucha más ligereza de la que cabría esperar de una urca
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holandesa de su tonelaje. Catalina la siguió como pudo y súbitamente se encontró en la estancia más recargada del mundo; se podía decir que era como su dueña. Ésta, que la había precedido, se dedicaba a cerrar los postigos para que nadie desde la calle las pudiera observar. La habitación parecía un salón moruno: todo eran almohadones, pebeteros humeantes, cortinajes de damasco labrado y unos muebles bajos con incrustaciones de nácar y falsas piedras.
—Poneos cómodo, Alonso, y espero que no nos interrumpan. En esta casa hace ya mucho que no hay paz ni sosiego; los buenos tiempos de los grandes señores se terminaron y hoy la chusma invade las calles, y por mucho que una luche y se lo proponga los malos modos y sus ruidosas costumbres invaden las casas de bien, emponzoñándolo todo. ¡Pero voto a Satanás que si nos interrumpen, voy a cortar los atributos masculinos a más de uno!
Se instalaron las dos, la inmensa dueña en un sillón capaz de acoger sus voluminosas magras y Catalina en el suelo sobre un mullido conjunto de cojines.
—Y bien, querido, ¿qué nuevas me traéis de mi amiga a la que no veo hace muchísimo tiempo y a la que nunca olvido?
La muchacha metió la mano en su faltriquera y extrajo la carta, entregándosela al tiempo que decía:
—Leedla y luego os responderé a cuantas preguntas queráis hacerme.
María Cordero tomó en sus regordetas manos la misiva que le entregaba la muchacha y rasgando el sobre se dispuso a leer. Sus vivaces ojos recorrían las líneas de apretada escritura que le enviaba Tarsicia, y de vez en cuando levantaba la vista y observaba atentamente a Catalina.
—Vuestra historia es increíble. De cualquier manera debo deciros que habéis venido al lugar adecuado. Tarsicia es la persona a la que debo lo más grande de mi vida. ¿No os ha dicho ella cuál es mi deuda?
—Únicamente que sois su amiga y que puedo confiar en vos.
—Le debo la vida de mi único hijo; de no ser por ella, no estaría en el mundo. Pero esto ahora no importa, hablemos de lo que nos compete. O sea, que aunque vayáis vestida de varón sois una muchacha y andáis prófuga de un convento donde tuvisteis grandes problemas, por un lado, y por el otro a lo peor os buscan por haber huido de una noble casa donde habéis vivido los dos últimos años de vuestra vida. ¿Es esto así?
—Más o menos, pero dejadme que os explique.
Y Catalina, en una hora, puso al corriente a aquella buena mujer de su vida y andanzas.
—Os he abierto mi corazón porque Tarsicia me dijo que podía confiar en vos plenamente, y porque desde que os he visto he sabido que podía hacerlo.
—Antes me llevaría la Suprema que traicionar la confianza que Tarsicia ha depositado en mí, pero pensemos despacio lo que más os conviene. En primer lugar, huelga decir que ya tenéis donde vivir en la Corte; eso dadlo por descontado. Aquí no os buscará nadie y si alguien lo hiciera, tenemos amigos suficientemente influyentes para disuadir a cualquier mentecato que quisiera meter las narices donde no le importara. Como comprenderéis, lo que vende mi negocio es discreta mercancía que no interesa se sepa, a quien la consume; todo el que aquí viene queda en mis manos y todos me deben algún que otro favor. Madrid entero ha pasado por esta casa; mis chicas son tusonas de empaque, no andorras
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de medio pelo, y yo no soy una cimitarra
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cualquiera.
De momento y para evitar preguntas, pues mis protegidas son muy curiosas, seréis Alonso Díaz y entraréis a mi servicio en calidad de mandil, tal como recomienda Tarsicia en su carta; de esta manera podréis salir y entrar a vuestra conveniencia, ya que a nadie le importan los recados y encomiendas que yo os encargue. Cuando lo creamos oportuno ya daremos un cuarto al pregonero
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sobre vuestra condición de mujer. De cualquier manera, en esta casa existe una salida posterior que a veces es necesario usar por discreción, y que atravesando un almacén de mi propiedad da a la calle de los Francos, sin que el vecindario o algún curioso pueda colegir que el que por allí sale provenga, obligadamente, de esta vivienda; digo esto por si alguna noche necesitáis salir o entrar vistiendo ropas femeninas. Meditad, asimismo, si os conviene presentaros ante vuestro amado. Yo pienso, como Tarsicia, que con la excusa de devolver la mula lo podríais hacer. No es ningún pecado querer correr mundo e irse de una mansión; ya quedan en España pocos
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y si devolvéis el animal ya nada deberéis a nadie y, de esta manera, se verá vuestra buena fe. ¡No os van, por eso, a enviar a galeras
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! Aunque creo que mejor sería que antes os habituarais a la Corte, yendo y viniendo, y haciendo primeramente las gestiones que me habéis dicho deseáis hacer. En cuanto a lo que me decís de que os gustaría conocer a don Pedro Pacheco, dejadlo de mi cuenta. Yo sé quién puede llegar hasta él, y el maestro no podrá negaros una entrevista; eso sí, tendrá que ser el día que yo os diga.
De esta guisa siguió la conversación entre las dos mujeres hasta que llegó la hora de la cena. En ella aprovechó María Cordero para presentarla a las pupilas que no estaban ocupadas y decirles que a partir de aquella noche Alonso Díaz entraba a su servicio en calidad de mandil.
Por la noche y en la soledad del cubículo que le habían asignado provisionalmente, Catalina meditó el cúmulo de novedades que se habían producido en su vida.
En primer lugar llegó a la conclusión de que el hábito no hace al monje, y entre gentes sencillas cuyos oficios estaban estigmatizados había encontrado, últimamente, a personas mucho más dignas y caritativas con su prójimo que otras cuyos títulos de por sí parecían indicar probidad y buenos sentimientos. Una priora y un fraile eran sus malignos enemigos, en tanto que la dueña de un campo de pinos
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y una farsanta
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que practicaba la hechicería habían resultado excelentes personas; era un duro contraste. Luego procedió a poner orden en las cosas que había decidido llevar a cabo.
Primeramente se presentaría a don Pedro de la Rosa con la segunda carta de Tarsicia, para ver de conseguir que le hiciera una prueba a fin de saber si era capaz de subirse a un escenario; luego intentaría acceder a la sala de armas que regentaba don Pedro Pacheco, que junto con Luis Narváez, según el sabio criterio de don Suero de Atares, eran los mejores y más acreditados maestros de armas de Madrid, pues tenía muchas ganas de conocer el auténtico nivel de su esgrima; y finalmente, tras intentar desteñirla para que volviera a lucir su primitiva capa, iba a devolver a
Afrodita,
que a aquellas horas gozaba de un merecido descanso en la cuadra donde guardaba sus animales María Cordero, a la mansión donde moraba Diego y de la que tantas veces había hablado con don Suero. De esta manera y con esta excusa, llegaría el tan ansiado momento de poder volver a posar sus ojos en el amado rostro... Ella conocía la dirección, ya que en más de una ocasión había llevado en mano a la posta
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las cartas que le enviaba frecuentemente su padre, el marqués de Torres Claras.
Por otra parte, en la cuadra donde había alojado a su mula había echado el ojo a un rincón donde podría, sin duda, practicar con los cuchillos. Ansiaba probar la nueva daga que antes de partir le regaló Florencio Ayamonte.
Una luz mortecina anunciaba la mañana y los ruidos característicos de una población al despertar invadían la tibia oscuridad de su dormitorio. El traqueteo de las ruedas de la carretas al avanzar sobre el empedrado de la calle se mezclaban con las imprecaciones y gritos de los carreteros, el chasquear de sus látigos sobre los lomos de las caballerías y también con las voces de los buhoneros que se dedicaban al duro oficio de ir, casa por casa, pregonando sus mercancías. Todo llegaba a sus oídos sordo y amortiguado por los adamascados cortinajes que se cerraban, espesos, sobre los postigones de los ventanales. Los últimos rescoldos hechos pura brasa en la gran chimenea que cada noche, incluso en estío, antes de apagar el pábilo de su candelero hacía cargar hasta la boca, despedían reflejos rojizos en la oscuridad.
Su excelencia reverendísima el obispo don Bartolomé Carrasco, secretario provincial del Santo Oficio, se revolvía inquieto en la cama con dosel, acosado por la misma terrible pesadilla que se repetía invariablemente noche tras noche.
La Suprema tenía motivos para perseguir a una monja escapada del convento por intervención del maligno y, al desnudar su cuerpo para darle tormento, aparecía en él una mancha escarlata semejante a un lagrimeante ojo que, indagando en los archivos de la Santa Inquisición, aparecía asimismo en la espalda de un relapso quemado en Lisboa. No sabía el porqué, pero los inquisidores se volvían hacia donde él estaba y lo señalaban con el dedo. Alguien lo había denunciado. Allí mismo le arrancaban las vestiduras y todos señalaban su estigma. Entonces, colocándole la denigrante coroza
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, lo empujaban hacia la humeante pira de leña en tanto el hijo del odiado violador de su madre, don Martín de Rojo, se reía y se reía lanzando al aire una carcajada sardónica mientras le mostraba la cruz de Montesa, que había conseguido arteramente pese a las precauciones por él tomadas, y le decía: «¿No decís que tenéis frío siempre? ¡Pues calentaos!» En este instante, invariablemente, se despertaba bañado en un sudor helado y pegajoso.
El prelado se incorporó como impelido por un resorte e intentó acompasar su agitada respiración. Cuando lo consiguió, se volvió hacia atrás y tiró del cordón que obligaba a una campanilla en la lejanía, y cuyo sonido avisaba a fray Valentín de que debía acudir inmediatamente a la cámara del prelado. Unos discretos golpes anunciaron la presencia del coadjutor, que al recibir el oportuno permiso asomó su orlada cabeza por el vano de la puerta.
—¿Permiso, paternidad?
—Pasad.
—¿Ha descansado su ilustrísima?
—Poco y mal.
—¿Y eso? —Mientras esto decía, el fraile iba descorriendo los cortinajes y la luz, lentamente, iba arrinconando a las tinieblas.
—El frío... el maldito frío de este aposento que tiene a mis pobres huesos ateridos. Atizad, atizad la chimenea mientras tomo el caldo en la cama, a ver si consigo entrar en calor antes de levantarme.
—¿Queréis también que os sirva en el lecho vuestro chocolate con picatostes?
—No, lo tomaré después, frente a la chimenea. Si no me alimento al levantarme, no sirvo para nada.
—Pues hoy, ilustrísima, tenéis una mañana muy ajetreada.
—Lo que más me interesa es la anunciada visita de don Sebastián Fleitas de Andrade.
—Ésa la tenéis para las once y media.
—¿A qué hora tengo la siguiente?
—A las doce, paternidad.
—Canceladla.
—Pero, paternidad, ya hemos aplazado dos veces la visita solicitada por don Clemente Salvatierra.
—¡Os he dicho que lo canceléis! La entrevista con mi familiar es muy delicada y durará lo que dure. No quiero que el reloj me presione.
—Como mande vuestra paternidad.
El fraile salió luego de cargar de leña la chimenea, para regresar al poco con una bandeja. Portaba un tazón de humeante caldo, que dejó sobre la mesilla de noche, y una jícara de chocolate acompañada de un platillo de picatostes, que instaló en una mesa de tijera que desplegó junto al sillón ubicado junto al fuego.
—¿Desea, su ilustrísima, que me quede para ayudarle a vestir?
—Id y regresad en media hora. Dejad que baje el aceite y que mis viejos huesos se engrasen.
—Como mande su paternidad.
El doctor Carrasco, tras su «frugal» refrigerio y ya revestido de los atributos de su cargo, esperaba de pie en su despacho, como era su costumbre, a que su dilecto amigo y familiar don Sebastián Fleitas de Andrade fuera introducido a su presencia.
Nada más traspasar la puerta de la estancia, acompañado por fray Valentín, pudo ver en la expresión de su rostro y en su agitada respiración que algo no andaba bien...
—¿Qué os ocurre, amigo mío, que en vuestra expresión adivino algún problema?
El portugués llegó hasta donde él estaba, precipitadamente, y doblando la rodilla besó su pastoral anillo.
—Mis nuevas, en esta ocasión, no son todo lo buenas que me gustaría transmitiros.
—Alzaos y sentémonos. A nada conducen las premiosidades; proceded con calma.
Ocuparon los dos hombres el lugar de costumbre. Tras depositar el coadjutor en la mesa una frasca de vino y unas copas esmeriladas entre ambos personajes, se retiró discretamente, cerrando la puerta tras de sí. Entonces el familiar, luego de recuperar el resuello, comenzó a explicarse.
—Veréis, paternidad, el caso es... no sé por dónde empezar.