Catalina la fugitiva de San Benito (70 page)

BOOK: Catalina la fugitiva de San Benito
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—Id al tema y resumid. Ya sabéis que no soy amigo de circunloquios.

—Pues bien, en primer lugar debo deciros que llevé a cabo todas las indagaciones que me encomendasteis, y que resumidas quedan de la siguiente manera.

—Proseguid.

—La primera visita fue la que realicé a la casa de don Nuño Bastos. Ha quedado claro vuestro deseo de que la progresión de la instancia de don Martín de Rojo para su ingreso en cualquiera de las órdenes de caballería sea muy lenta y farragosa y acabe en una vía muerta. Don Nuño entendió el mensaje y le previne, asimismo, de que el otro informante, don Francisco de Úbeda, quien no es precisamente un lego en estos lances, intentará por todos los medios lo contrario a fin de complacer a su valedor, que no es otro que don Jerónimo Villanueva; de modo que está avisado de que debe andar con pies de plomo.

La segunda la hice a la camarera que había sido de doña Beatriz de Fontes; su nombre es Leonor y está casada en la actualidad con nuestro correo, Marcelo Lacalle. Me pareció una mujer honesta y que dice verdad. Sostiene que el último fruto del matrimonio de doña Beatriz de Fontes y don Martín de Rojo fue un niño; el mismo que estudió en Salamanca y que ahora mora en Madrid y está allí en calidad de encomendado en la mansión de los López Dóriga. Asiste a la Casa de los Pajes y sigue la vida del primogénito de esta familia, que por cierto, según mis informes, es veleta, casquivano y algo crápula; una ejemplar compañía, desde luego, no es. Ahora viene un matiz que quiero haceros notar: parece ser que la noche del nacimiento de la criatura la madre Teresa, que fue en vida priora de San Benito y como sabéis hermana de don Martín de Rojo, estuvo presente en la casa y, por aquellas mismas fechas, una noche alguien dejó en el convento una niña que, andando el tiempo, tomó el velo de aspirante y que luego ha resultado ser la huida hace ahora dos años. Tened en cuenta que a San Benito llegan mujeres deshonradas a dar a luz, pero raramente dejan criatura alguna en estas condiciones, y raro es que la madre Teresa la distinguiera con sus preferencias y protección de no haber habido una causa importante para ello. Su edad coincide con la del hijo habido de doña Beatriz; otrosí, su tutor fue don Martín de Rojo, si bien es verdad que cada tutor tiene varias tuteladas y ésta no era la única que le correspondió. Todo me parece demasiado casual.

—¿Le habéis visitado?

—Ciertamente, y antes de ir a Toledo. Pero no se turbó y me pareció persona que se sabe apoyada por gentes notables. El fue quien me dijo que eran varias las postulantas que tutelaba; debo deciros, asimismo, que no está conforme con las razones que le han dado sobre la muerte de su hermana y que no admite, de ninguna manera, que a la fugitiva le quepa la menor responsabilidad en el deceso.

—¿Quién recibió la noche de autos a la criatura en la puerta del convento?

—La madre Úrsula.

—¿Le habéis consultado?

—Amén que su edad es muy avanzada, parece que su cabeza está ida... y no dice palabra coherente alguna.

—¿Y quién se ocupaba, dentro de San Benito, de lo relativo al mantenimiento de dicha criatura?

—Era asunto que llevaba personalmente la madre Teresa. Sor Gabriela de la Cruz pensaba que, al haber muerto la reverenda madre y ser ahora ella la priora, tendría ocasión de saber quién era el encargado de la manutención de la muchacha, pero la muerte de la anterior priora ha coincidido con la huida de la monja de modo y manera que, como los pagos son anuales y las voces corren, la persona que debía ocuparse de tal menester no ha acudido a San Benito. Todo ello lo he sabido por la misiva que en respuesta a la mía me ha enviado sor Gabriela. Si queréis leerla. —El portugués extrajo de su bolsa la carta y se la entregó al prelado. Éste la dejó sobre la mesa para leerla posteriormente en la calma de su despacho.

—¿No habéis ido aún a San Benito?

—Desde luego que sí, excelencia, pero la reverenda madre y el fraile de las monjas estaban en los caminos recaudando donaciones para el monasterio. Sin embargo, antes de final de mes estaré en el convento. Dejadme retomar el hilo del relato: Leonor, la camarera de doña Beatriz de Fontes, asegura que ninguno de los hijos que trajo al mundo su ama tiene mancha alguna o antojo que se parezca a la que tanto interés tenéis en descubrir.

—Entonces, y ahora más que nunca, ¡debéis de encontrar a esa monja! La comadrona afirmó que la nacida fue una niña y en su libretilla, con una falaz excusa, dibujó esa mancha. Si hubo un intercambio de criaturas, debemos saberlo; es un peligro que una persona de tal catadura moral ande suelta por los reinos de su cristiana Majestad! ¿Me he expresado con claridad?

El portugués palideció. Aún no había transmitido la peor noticia y parecía que el secretario provincial empezaba a mostrar su temible cólera. Decidió agarrar al toro por los cuernos.

—Paternidad, no es nada atribuible a mi persona pero me veo obligado a trasmitiros una mala nueva.

—¡Acabemos, hoy por lo visto no es mi día! ¡Desembuchad lo que sea!

—Hace escasamente cuarenta y ocho horas se presentaron en Valladolid hombres del rey y en su nombre se llevaron al doctor Gómez de León, parece ser que a una prisión de la Corte y por tanto fuera de nuestra jurisdicción.

El prelado dio un violento puntapié al velador que separaba a los dos hombres, y las copas y la botella que había dejado preparadas fray Valentín y la carta allí depositada salieron despedidas por los aires.

—¡Por las ánimas del purgatorio que alguien pagará este desafuero!

El portugués tragó saliva y su abultada nuez se movió, ostensiblemente, arriba y abajo.

Cruce de caminos

Álvaro de Rojo no era feliz. Agradecía profundamente todas las atenciones que con su persona tenía la familia de los López Dóriga, pero la Corte le abrumaba y las obligaciones inherentes al cargo de ser el guardián de Cristóbal le resultaban francamente gravosas.

Los plácidos días dedicados al estudio en Salamanca habían terminado y, si bien la asistencia a la Casa de los Pajes le complacía, la actitud que en ella adoptaba su amigo y la rivalidad de éste con otro de los educandos, Diego de Cárdenas, le violentaba y no le dejaba disfrutar del ventajoso puesto que allí ocupaba. Tenía la obligación moral de dar siempre la razón a su protector, pero su natural sentido de la equidad y su recto criterio hacían que ello, en infinidad de ocasiones, le resultara harto difícil.

Al igual que en Salamanca, los largos ratos de estudio y las clases en donde su brillante dialéctica tuviera ocasión de mostrarse le complacían mucho más que los lances de armas, las lecciones de equitación y los ejercicios físicos. De todos modos, asistía sin faltar ni un solo día a todas las disciplinas que se impartían, no sólo por complacer a su amigo, sino porque entendía que con aquella finalidad también le había enviado su padre a Madrid.

Lo que le agotaban eran las salidas nocturnas. Cristóbal, las veces que su anciano padre lo autorizaba salía por la puerta principal del palacete, y cuando el viejo conde les negaba su permiso entonces empleaba toda clase de subterfugios, desde salir por la puerta de las cuadras hasta descolgarse por un balconcillo cuya escasa altura permitía ganar fácilmente la calle.

Últimamente se había aficionado a la compañía de un tal alférez Matías Campuzano, expulsado del Tercio a causa de su indisciplinada conducta y dado a todos los malos vicios inherentes a la milicia. Si sus hazañas hubieran sido, solamente, la cuarta parte de las que pregonaba, García de Paredes
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a su lado hubiera sido meramente un aprendiz de soldado.

Presumía, a la sazón, de ser archimandrita de una cofradía de valentones que, según decía, estaban siempre dispuestos y a sus órdenes. Y en este particular tal vez hubiera algo de verdad, pues en un par de ocasiones que la situación requirió la presencia protectora de gente armada surgieron, como por ensalmo, dos tipos de mala catadura cuyo solo talante atemorizaba y que, poniéndose a su costado, mostraron claramente que habían venido para algo.

Dos virtudes tenía innegables: la primera era que sabía complacer a Cristóbal diciéndole siempre lo que éste deseaba oír, y la segunda que adivinaba lo que el primogénito de la casa de López Dóriga deseaba hacer cada noche.

Las rutas mayormente recorridas eran las que conducían desde los garitos donde se daba al naipe hasta las mancebías de más jerarquía de la Corte.

Partían invariablemente de un figón ubicado en la calle de la Merced que abría sus puertas al personal muy cerca de la fuente de los Relatores. Allí se reunía una heterogénea clientela de comerciantes, algún que otro disimulado clérigo, más de una mujer de manto tendido
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y, sobre todo, soldados en paro forzoso que alquilaban sus fierros al mejor postor para puntuales faenas y de esta manera remendaban las penurias de su bolsa provocadas por la falta de puntualidad del erario público al respecto de liquidar las deudas con ellos contraídas en sus campañas en Flandes o en Italia.

El nombre del figón era el Búho Rojo y lo regentaba una pareja muy capaz de desenvolverse en las más comprometidas situaciones sin necesidad de recurrir a la ronda
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. El hombre había desempeñado mil oficios hasta llegar al de tabernero: pastor, esquilador de ovejas, carretero y hasta cuatrero si la ocasión lo demandaba. Ella, hija de carnicero y de fregona, había ejercido de vendedora de pescado en el mercado de la Paja y tenía tras el mostrador una garrota que salía en aquellos lances en los que un perdedor de baraja se negaba a liquidar su deuda argumentando que pagaría cuando el conde duque le abonara lo que le debía y en alguna mesa se armaba un alboroto; entonces salía
la Gervasia,
que así llamaba a la tranca que guardaba en su escondite, y más de un chichón podía aseverar la eficacia del artilugio.

El local, que había sido una bodega de venta de especias, era un semisótano al que se accedía por una breve escalera que desembocaba en un espacio cuyo techo, formado por bóvedas, lo soportaban cuatro columnas unidas entre sí por arcos; todo el conjunto estaba hecho de ladrillo cocido. Al fondo se hallaba el mostrador y tras él se abría una puerta; los bancos y mesas ocupaban todo el espacio.

El alférez Campuzano tenía la costumbre de esperarlos cada noche en el mismo rincón, al lado del mostrador, con un cuenco de vino peleón sobre la mesa y una cínica sonrisa recortada bajo su fino bigote. Desde allí partían hacia un tugurio donde se daba al naipe, ubicado en la calle de los Abades, no sin antes pagar Cristóbal, invariablemente, las rondas del alférez; según fueran las ganancias o las pérdidas demoraban más o menos y finalmente, a eso de medianoche, partían para la mancebía de María Cordero. Allí Cristóbal se había encaprichado hacía meses de una trucha
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que atendía por Dorotea, a la que protegía y regalaba, cogiendo unos monumentales mosqueos cada vez que la moza estaba ocupada.

Hasta que regresaban al palacete, Álvaro tenía el alma en vilo; las calles de Madrid eran muy peligrosas y, a partir de ciertas horas, los asaltos se sucedían una noche sí y otra también. En los últimos meses habían tenido dos lances desafortunados. En el primero de ellos el alférez había herido a un villano que pretendió, en compañía de otros, quitarles las bolsas; a los gritos y ruidos de aceros chocando llegaron los corchetes y los detuvieron. Los buenos oficios del viejo conde los sacaron del atolladero al día siguiente. El otro fue una noche cuando Matías Campuzano, que por lo visto tenía una aventura con una casada cuyo marido solía viajar frecuentemente, pretendió visitarla sin que el farol que ella dejaba encendido para anunciar la ausencia de su cónyuge luciera en el lugar acostumbrado. Pensando que el viento lo habría apagado, pues ella por la mañana en la misa le había dado un billete anunciando que aquella noche iba estar sola, encaramóse Campuzano en el antepecho del balconcillo y cuando ya estaba dentro, el marido, que algo debía sospechar y había regresado de improviso, motivo por el cual la bella no había prendido el farol, salió alertado por el ruido, sonó un pistoletazo y el alférez saltó a la calle con tan mala fortuna que se torció un tobillo. Los tres tuvieron que poner pies en polvorosa en tanto la calle se llenaba de luces titilantes y la ronda acudía al lugar.

Éste fue el trío que vio Catalina la noche de su llegada, en la casa de María Cordero, y éste era el tipo de vida que las circunstancias obligaban a llevar a Álvaro y que tanto le contrariaba.

La muchacha dejó pasar unos días antes de llevar a cabo su meditada decisión. En primer lugar quería habituarse a su nueva vida, la cual mostraba por cierto tantas facetas que, por el momento, se sentía abrumada.

Aunque su visión del mundo había variado totalmente desde sus tiempos de San Benito, el acostumbrarse a vivir rodeada de aquellas muchachas que comerciaban con su cuerpo como el que vende yerbas aromáticas era para ella un choque frontal; máxime al ser tratada como si fuera un muchacho y teniendo que aceptar las procaces bromas que le prodigaban. Aún recordaba con embarazo la noche del tercer día cuando, yendo por el pasillo hacia la cocina, Dorotea le intentó echar mano a la entrepierna en tanto le decía: «¡Julandrón! ¿De quién va a ser esto algún día?» Menos mal que María Cordero se cuadró y ordenó a sus pupilas que la dejaran en paz: «De todos modos —le dijo—, mejor será que os pongáis bajo las calzas un relleno de ropa, no vaya ser que éstas, que son muy listas, crean que sois un castrato
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; observad que, digamos, la voz tampoco os ayuda.» A partir de aquel día, Catalina se colocaba en la bragadura un paquetillo logrado con un trozo de algodón a fin de que su aspecto pareciera talmente el de un muchacho, amén de que la segunda parte de la observación de María le dio que pensar y aclaró, si cupiera, el orden de sus prioridades.

Cuando ya hubo decolorado a la mula y ésta recuperó su color original, pensó que era mejor irse habituando a las costumbres de la Corte antes de acudir a la casa de Diego, que era sin duda el motivo primordial que la había llevado a Madrid. En primer lugar porque el mero hecho de volverlo a ver la abrumaba y la hacía dudar del éxito de su empresa y, en segundo, porque la observación de María le hizo comprender que debía jugar bien sus cartas. Al llegar a Benavente, su aflautada voz podía corresponder a la de un muchacho en la pubertad, pero ahora que ya caminaba hacia los diecinueve temía que su añagaza no diera resultado. Entonces decidió obrar con prudencia: extrajo, de entre sus tesoros, la carta que le había entregado Tarsicia para Pedro de la Rosa, se enteró de la dirección donde podía hallarlo y fuese a su encuentro.

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