Read Catalina la fugitiva de San Benito Online
Authors: Chufo Lloréns
Al fondo, sentado ante la mesa desde la cual la priora vigilaba a las novicias los días que eran visitadas por sus familiares, se hallaba sentado el lúgubre personaje. Su presencia imponía. Excepto su golilla rizada, que era blanca, todo el resto de su ropaje era absolutamente negro; la tez, pálida, los ojos glaucos se asemejaban a los de un ciego. De cualquier forma, lo más impresionante del conjunto era aquel costurón que le cruzaba la mejilla desde la oreja hasta la comisura de los labios.
—¡Sentaos!
Casilda se adelantó hasta la mesa y se acomodó en un pequeño asiento que estaba frente a ella.
—¿Vuestro nombre?
—Casilda Peribáñez, para serviros.
—¿Cuánto tiempo lleváis entre estos protectores muros?
—Unos catorce o quince años más o menos.
El portugués se acomodó sobre su inmensa nariz unos quevedos y consultó unos papeles que tenía ante él.
—Mis noticias son otras. Aquí dice dieciocho.
—Apenas entré y tras tener a mi hijo, salí cuatro años, si mal no recuerdo, para criar al hijo de don Martín de Rojo y de doña Beatriz de Fontes. Pensé que vuecencia se refería a los años que llevo aquí dentro dijéramos que seguidos.
—Vamos a dar por buena vuestra aclaración. Y, decidme, ¿qué edad tenía el niño que amamantasteis al entrar al servicio de esa familia?
—Álvaro no tendría más allá de cinco o seis días.
—Y vos ¿qué edad teníais?
—Aún no había cumplido los dieciséis.
—¿Y quién fue la persona que os buscó acomodo en esta casa?
—La reverenda madre Teresa, que el Señor haya acogido en su gloria.
—¿Y no os extrañó tal circunstancia?
—La verdad es que no, excelencia. No soy la primera ni la última que deja San Benito para criar al hijo de otro y, siendo como era la reverenda madre hermana de don Martín, no me extrañó lo más mínimo.
—Vos, si mis noticias no me fallan, conocíais a la monja que huyó de San Benito, va para cuatro años.
—Todas conocíamos a Catalina.
—¡No andéis con subterfugios! Vos de una manera especial.
—Si por especial se entiende que ambas estábamos a las órdenes de sor Hildefonsa, en las cocinas, entonces tal vez tengáis razón. Admito que pasaba más horas con ella que con las demás.
—Y, lógicamente, hablaríais de muchas cosas.
—Desconocéis la regla del convento. Nos podíamos pasar horas una al lado de la otra pelando patatas, pero no está permitido hablar durante el trabajo.
—Pero reconoceréis que del roce nace la confianza, y que por lo tanto era más fácil que un sentimiento de amistad naciera entre ambas que con otra persona de la abadía.
—Ella era aspirante y yo fámula. No teníamos otra dependencia común aparte de las cocinas, y mis problemas y vivencias eran muy diferentes a las suyas a causa de la edad; en aquel entonces, la mía casi doblaba a la suya.
—Vayamos a otra cuestión. Cuando regresasteis de casa de los Rojo y os reintegrasteis a la disciplina de San Benito, ¿no os extrañó encontraros tras los muros del convento a una criatura de cuatro años? Aquí sólo vienen pecadoras a dar a luz, pero jamás se queda en la abadía uno de estos pequeños; todos son dados a familias que se hacen cargo de ellos. ¿A qué atribuís vos que Catalina se quedara?
—Yo soy una pobre fámula que bastante trabajo tiene ocupándose de sus asuntos. Os mentiría si os dijera que no llegó a mis oídos la historia de la noche que dejaron una criatura en la puerta de San Benito, pero poco tiempo tuve para ello ya que a los tres o cuatro días partía para casa de los Rojo con el fin de ejercer de ama de cría, y cuando regresé la niña ya tenía cuatro años y medio.
—Los mismos que vuestro amamantado. ¿No es una curiosa casualidad?
—Tal vez, pero todos los día nacen infantes y no por eso hay que buscar casualidades.
—Entonces ¿por qué anduvisteis porfiando con la partera del doctor Gómez de León y con la doncella de doña Beatriz en la feria de Carrizo de la Ribera, hará ya algunos años, sobre el sexo del hijo que tuvo la esposa de don Martín y que vos criasteis?
A Casilda le pilló desprevenida aquella pregunta, que no esperaba, pero reaccionó rápidamente y no le pareció prudente negar el hecho.
—No veo yo que tenga nada que ver esta discusión con el hecho de que una aspirante se fugara de este convento. No sé qué andará por la cabeza de María Lujan, pero os puedo asegurar que está equivocada. Como comprenderéis, tras cuatro años de darle mis pechos no me cabe la menor duda sobre el sexo de la criatura.
—Y ya que lo habéis nombrado... a vuestro juicio, ¿cómo es posible que la muchacha se escapara sin ninguna ayuda? Otrosí, ¿creéis que tuvo algo que ver el maligno en todo ello?
—Nada me hace suponer que tuviera relación alguna con los poderes del mal.
—Decidme... ¿alguna vez cuando regresasteis de vuestra misión en casa de los Rojo y esta criatura tenía cuatro años, por un casual la madre Teresa no os encargó que cuidarais de ella?
—No tal. Lo que sí os puedo decir es que su compañero de juegos infantiles con el que andaba siempre cuando era niña era el hijo del jardinero; lo llamaban Blasillo.
—Y ¿dónde está ese tal Blasillo?
—Lo ignoro. Solamente os puedo decir que mucho antes de que ella desapareciera del convento, a él lo habían echado.
—¿Y cuál fue el motivo de su expulsión?
Casilda pensó que ocultar aquello no conducía a parte alguna y que de todas formas aquel individuo se iba a enterar, amén de que aquello no iba a perjudicar a su amiga, estuviera donde estuviera.
—Se dijo que cierta vez que estaba castigada condujo hasta su encierro al hijo de uno de los nobles protectores del convento y que éste, por defenderla, creó un problema a la priora. Por eso fue expulsado.
El portugués se quedó con la historia. Luego hablaría de ello con sor Gabriela.
—Y... ¿por un casual no oísteis algo sobre una marca escarlata que, parece ser, tenía en alguna parte de su cuerpo?
—Jamás oí tal cosa.
—Está bien. Por el momento podéis retiraros.
A los dos días y tras conocer a través de sor Gabriela de la Encarnación el incidente habido a raíz de la visita de Diego de Cárdenas y su ayo a San Benito, pertrechado con el boceto del rostro de Catalina que la habilidad del padre Rivadeneira había reproducido fielmente y tras indicarle a éste que se encontrarían en Madrid en cuanto le llegara el
placet
del obispo que él se iba a ocupar de solicitar, partió el de Fleitas hacia Benavente a fin de visitar al marqués de Torres Claras y comprobar si, por un casual, aquella maldita criatura había recalado en el palacete de los Cárdenas buscando protección y abrigo.
Primera carta
De su hijo, Don Diego de Cárdenas
Al Excelentísimo Señor Marqués de Torres Claras Benavente
Querido padre:
Ésta se adelanta a la que tengo por costumbre enviaros mensualmente, ya que el suceso acaecido lo merece e imagino que, como a mí, cuando os lo explique os causará, además de la sorpresa consiguiente, una gran alegría.
Resulta ser que la otra tarde se disponía Lorenzo a acudir a recoger un florete que tenía encargado en la armería de Pedro Arnaldo, cuando al abrir la puerta ¿no diríais quién estaba en ella? Pues ni más ni menos que nuestro paje, Alonso Díaz, que me buscaba en la Corte con el fin de devolver la mula que se llevó de vuestras cuadras de Benavente cuando escapó.
Tanto Lorenzo como yo mismo nos llevamos un gran contento. Está, como os diría yo, mucho más maduro y más cuajado; hablando con él se da uno cuenta, fácilmente, de que ya no tiene enfrente al mozalbete que era cuando vivía con nosotros. Se ofreció incluso a pagar lo que vos consideréis oportuno por el uso o alquiler del animal durante este tiempo. Como comprenderéis no solamente le condoné la deuda, sino que le regalé uno de mis caballos. No sé si lo aprobaréis, pero lo hice en nombre de ambos. Recordé los buenos servicios prestados, el afecto que le profesabais y sobre todo el hecho de que creo que, de alguna manera, estaba en deuda con él por la gran decepción que, sin quererlo, le ocasioné cuando, tras habérselo prometido en infinidad de ocasiones, no lo traje a la Corte entre las gentes de mi casa, causándole por lo visto un gran disgusto.
Aquí en Madrid si quiere tener alguna oportunidad de mejorar su condición, ya que está buscando sus raíces e intentando recobrar su pasado, no lo va a poder hacer jinete en una acémila.
Le ofrecí, como no podía ser de otra manera, hospitalidad y acomodo en mi casa pero quiere volar con alas propias, lo cual me parece justo. No me ha dicho dónde vive, pues aún no tiene acomodo fijo, pero sé que da lecciones de esgrima en la academia de Pedro Pacheco, que junto con la de Luis Narváez es donde acude lo más granado de la Corte; no me extraña que así sea, pues en estos dos años transcurridos desde mi partida de Benavente aún es la hora de que encuentre un tirador más diestro e imprevisible que don Alonso. Pienso que a cada cual el Señor otorga sus dones, y sin duda a Alonso lo dotó de un sentido especial para este arte y de una agilidad y reflejos que sé que acá en Madrid van a causar sensación.
La semana próxima y coincidiendo con los festejos de Don Carnal y Doña Cuaresma vuelvo a estar invitado al sarao y baile de máscaras que ofrecerán los Mendoza. Como es costumbre, actuará durante la noche una compañía de cómicos en una de estas sesiones de particulares que tanto se estilan hoy en día; lo sé por la invitación que, tras la cena y antes del baile, así lo anuncia.
Por cierto, decidle a don Suero que me avise con antelación de su anunciado viaje a la Corte para ver de solucionar las fiebres que padece Lucero. Quiero agradecerle su ayuda y tengo interés en acompañarlo al Corral del Príncipe para que pueda observar la gracia y el talento de una mujer que ha revolucionado el arte de Terpsícore en la compañía de Pedro de la Rosa, Clara Arnedillo es su nombre, y caso de no tomarlos con anticipación es imposible encontrar boletos.
Bueno, querido padre, con mis mejores deseos para mi ayo, Tomasa, mi ama, y para fray Anselmo, por este orden, recibid el más respetuoso de los saludos de vuestro hijo que nunca olvida los apellidos que lleva y que tanto desea honrar.
Diego
Segunda carta
De Don Nuño Bastos,
Informante del caso de Don Martín de Rojo
A Don Sebastián Fleitas de Andrade, Familiar del Santo Oficio
Remitido duplicado a Su Ilustrísima Don Bartolomé Carrasco
Respetado señor:
A través del correo que tuvisteis a bien indicarme, Marcelo Lacalle, paso como es de rigor a daros cuenta de la gestiones realizadas hasta el momento sobre el asunto que me encomendasteis al respecto de don Martín de Rojo e Hinojosa, y en el que tanto interés ha puesto su excelencia reverendísima.
Como es obvio, me desplacé hacia la provincia donde se ha desarrollado desde siempre su actividad y me dediqué a recopilar datos sobre su vida, la de sus antepasados y la de cuantas personas pudieran tener o hubieran tenido relación con él o con sus ancestros.
He revisado parroquias, fuentes de libros bautismales, archivos de nobleza y cuanta documentación fidedigna o información oral pudiera influir en la investigación, para impedir que consiga sus propósitos, pero hasta el momento parece que ninguna sombra enturbia el lustre de sus apellidos.
Una circunstancia, sin embargo, favorece los deseos de su ilustrísima. Paso a explicarme: como sabéis hacen falta no menos de ocho apellidos que acrediten la limpieza de sangre
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de un hidalgo para que éste pueda preciarse de ser cristiano viejo. Tenemos la suerte de haber topado con una rama de los Rojo que, aunque nada tiene que ver con él, puede sernos de gran provecho y utilidad, ya que el bisabuelo, según tradiciones orales, fue alquilador de mulas y tuvo el negocio en la plaza del Conde de Fuensalida, en Segovia, con el agravante, y esto favorece mucho a las intenciones de su ilustrísima, de que lo apodaban el Moro, apelativo que sin duda se debía a algo.
Si conseguimos imbricar esta familia con la suya tendremos un obstáculo insalvable para que lleve a cabo sus intentos. De cualquier manera seguiré indagando y tened por cierto que, cumpliendo los deseos de su ilustrísima, haré todo lo que esté en mi pobre mano para que don Martín de Rojo no consiga su pretensión.
Siempre a las órdenes de vuecencia, se despide vuestro leal servidor,
Nuño Bastos
Marcelo Lacalle regresaba a su casa. Había recibido la orden de presentarse en la mansión de don Nuño Bastos con el fin de recoger dos misivas para don Sebastián Fleitas de Andrade y para su excelencia, el secretario provincial del Santo Oficio, el obispo Carrasco. La visita del portugués le había sumido en un estado de inquietud hasta entonces desconocido y el casual hallazgo de Leonor descubierto bajo la piel del encuadernado tomo que aquel monje moribundo había introducido en su alforja, colmó su desasosiego. Tenía dos hijos y una buena mujer; debía velar por su seguridad y él, aunque no quiso alarmar a su parienta, conocía perfectamente las complicaciones que podían derivarse de la visita de un familiar del Santo Oficio cuando éste comenzaba a husmear.
Don Nuño Bastos, el informante, selló con lacre ambos documentos y tras recomendarle que partiera en cuanto le fuera posible, lo despidió.
Llegó a su casa, atrancó la puerta y tras ordenar a su esposa que acostara a los niños se instaló en la mesa de la cocina dispuesto a llevar a cabo una operación que aprendió de un viejo correo. Hasta la fecha ni se le había pasado por las mientes que algún día tuviera que realizarla, y requería una diligencia y un tino fuera de lo común.
En primer lugar extrajo de su escarcela ambos pliegos y tomando el reseñado a nombre del portugués lo colocó sobre la superficie del tablero, luego se dirigió a su alacena y buscó una caja en la que guardaba sus tesoros, entre otras cosas una fina lámina de amianto, una navaja, hilo de tripa, laca y goma arábiga. Tomó la cuchilla y sujetándola por el mango la puso sobre el fuego del hogar para que adquiriera una elevada temperatura; entre tanto hizo con su navaja de Toledo un pequeño agujero en la lámina de amianto, que fue agrandando hasta que adquirió el tamaño del sello. Cuando lo tuvo dispuesto, colocó la lámina de amianto sobre el pergamino de forma que únicamente asomara por el agujero el rojo lacre; después, con mucho tiento fue atacando los bordes del sello con la caliente punta de la hoja, que se deslizaba apoyada en el amianto de forma que el pergamino no resultara perjudicado por el calor que desprendía. Cuando el canto del lacre se fue separando, tomó el sedal y pasándolo por debajo del borde despegado fue tironeándolo de uno a otro lado, cual si fuera una pequeña sierra, hasta que finalmente el lacre, tierno todavía, se despegó sin cuartearse, dejando la cinta que lo sujetaba en libertad.