Catalina la fugitiva de San Benito (80 page)

BOOK: Catalina la fugitiva de San Benito
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El portugués se había reunido con Rivadeneira en la sede del Santo Oficio en Madrid. El fraile había llegado desde San Benito la tarde anterior, no sin antes dejar impuesto de sus obligaciones al dominico que le había remitido el obispo de Astorga a fin de que lo sustituyera al frente de la grey espiritual de la comunidad. Asimismo el portugués, tras arreglar sus asuntos en Braganza, había acudido dos semanas antes para poner en marcha sus planes y que los copistas que designara la Suprema comenzaran su delicada labor. El resultado fue notable y cuando llegó Rivadeneira tenía en su poder cinco bocetos que reproducían fielmente el rostro de la monja huida.

La reunión era por la mañana y Fleitas impartía instrucciones a un grupo de individuos que se iban a dedicar, desde aquel momento, a pasar por el cedazo los diferentes lugares, oficios y profesiones que pudieran tener algo que ver con personas que intentaran esconderse o cambiar su personalidad dentro del ámbito de la Corte.

—Irán vuesas mercedes por parejas y se dedicaran a inspeccionar cualquier rincón de los que les he indicado; principalmente la puerta de Guadalajara, el barrio bajo de Lavapiés, la plaza de Herradores y los barrios de los bodegones de San Gil y de Santo Domingo, la plaza Mayor, la puerta del Sol, la calle de Alcalá y las gradas de San Felipe. Si algo encontraran, persona o pista fiable, antes de proceder me lo reportarán a fin de que, previamente, hagamos las pertinentes comprobaciones. No quiero que nada quede sin controlar: posadas, figones, mesones, casas de huéspedes, hosterías etc. Además tengan en cuenta que quiero que siempre tengan los ojos muy abiertos y ante cualquier parecido me avisen. No descarten vuesas mercedes posibilidad alguna. El diablo toma mil formas diferentes para confundir, y no pretendan que la renegada se presente bajo la apariencia de una monja; esperen cualquier cosa menos eso. ¿Me han comprendido?

Todos los reunidos asintieron y tras recoger las pinturas en las que se reflejaba el rostro de la huida postulanta partieron, repartiéndose la capital por zonas y encargándose de cada una de ellas una de las parejas designadas.

—Éstos son mis lebreles, reverendo, escogidos entre muchos y probados, su olfato y competencia, en infinidad de ocasiones. Si la monja existe y está en Madrid, tarde o temprano la hallaremos. Entre tanto vos y yo nos dedicaremos a visitar otros lugares menos lógicos y por ende más proclives a ocultar, por su misma falta de coherencia, a una huida que sabe se la tiene que buscar en otros sitios.

Catalina, luego de su fugaz encuentro, vivía sobre una nube. Tras tanto soñarlo había conseguido que Diego la conociera en su condición de mujer, para posteriormente referirse a ella como «increíble criatura». Su vida en la Corte había tomado cierta rutina y sus costumbres se habían afirmado. Las clases, dos días por semana, en la academia de don Pedro Pacheco se sucedían y su mayor premio era, por encima de los dineros que pudiera ganar, las horas que le destinaba el maestro. Don Pedro llegó a la conclusión de que aquella su aparente facilidad para manejar el fierro con ambas manos era más un don de la natura que algo que se pudiera adquirir con el ejercicio; asimismo sus prácticas con los cuchillos las realizaba en la cuadra donde la Cordero le había indicado que podía guardar antes a
Afrodita
y ahora a
Boabdil.

Aquel su mundo estrecho, comprendido entre las paredes de San Benito, había ampliado sus horizontes y la evidencia de las miserias humanas que rodeaban la existencia de cuantas gentes se movieran por el Madrid de los Austrias hacía que fuera tolerante con personas y circunstancias que anteriormente jamás hubiera aceptado y que ni siquiera hubiera intentado comprender.

Las muchachas del burdel, como queriendo justificarse, le contaban las razones por las cuales habían devenido a su actual situación y ella llegó a la conclusión de que, en la mayoría de los casos, la miseria y la hipocresía humana que las condenaban para luego usarlas eran las causantes de que aquellas pobres mujeres se dedicaran al oficio más antiguo del mundo y cada una hubiera abierto la tienda
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en circunstancias en las que no les quedaba otro camino.

Dorotea, la muchacha que la recibiera la primera noche, se había hecho su amiga y, por las mañanas, en tanto se dedicaban entre todas a poner orden en la casa le explicaba las condiciones necesarias que debían darse en una muchacha para que fuera autorizada para ejercer de trucha. En primer lugar debía haber cumplido los doce años, circunstancia que era fácilmente salvable de cara al juez ante quien se debía presentar; luego no debía tener parientes ni quien pudiera hacerse cargo de ella y asimismo declarar que se presentaba para ejercer aquel oficio por propia voluntad y sin presión por parte de persona alguna. Entonces, y tras una corta y monocorde reflexión sobre los peligros que para su alma representaba aquel innoble oficio, era autorizada, tras una somera inspección de su cuerpo por parte de un galeno a fin de comprobar que no era portadora de catalinas
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u otras señales que indicaran que el mal francés u otra enfermedad de contagio había hecho presa en ella, a entrar en una manfla a cargo del padre
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o de la madre encargados de la misma. Eso sí, una vez al año se las obligaba a ir a unas prédicas en las que se las exhortaba a abandonar aquella vida bajo terribles augurios al respecto de la salvación de su alma; las que querían abandonar el oficio, que eran las menos, entraban en un convento con el fin de apuntalar su arrepentimiento, y las demás seguían con más entusiasmo, si cabe, su camino.

A Catalina, al principio, saliendo de un cenobio y habiéndose guardado del mundo y de sus miserias dos años en Benavente, le parecía imposible que algo así existiera, pero cuando pudo comprobar lo que era el vicio de los hombres y la indefensión de muchas mujeres llegó a comprender y a querer a aquellas pobres desgraciadas, por otra parte, y en muchas circunstancias, alegres y conformes con su profesión; claro está, desempeñada en una casa como aquélla, que era de las más prestigiadas de la Corte y en la que el trato, a tenor de la belleza y juventud de sus pupilas y al carácter protector y abierto de María Cordero, era excelente.

—Y ¿no os da reparo encamaros cada día con personas que a lo mejor no os placen o que incluso os dan repulsión? —La que de esta manera hablaba era Catalina, que instalada en la galería de la casa que daba al jardín había pegado la hebra, como cada mañana, con Dorotea.

—Tal casi nunca ocurre, y cuando así obramos siempre es por propia voluntad. A nada nos obliga María. Lo que ocurre es que conocemos lo que debemos pagar a final del mes para poder continuar en la casa, y si cuando llega el día veintisiete o veintiocho no hemos cubierto el cupo, entonces cada una ha de decidir a qué cliente menos grato acepta para que su hospedaje quede cubierto. Esto no es una institución de caridad, debéis comprender.

—Entonces ¿debo entender que os es dado escoger a los hombres que os visitan?

—A lo largo del tiempo vamos seleccionando a nuestro clientes y ellos mismos, cuando acuden a visitarnos, acostumbran siempre repetir a una o dos chicas.

—Y ¿no ocurre que en alguna ocasión alguna se ha enamorado?

—Mal asunto es ése, y es lo peor que le puede ocurrir a una mujer. Cuando tal ocurre, la desgraciada acaba por hacer lo mismo que aquí hace pero sin cobrar, para acabar finalmente ejerciendo el oficio de zurrapa
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en lugar del de tusona.

—Y ¿qué hacéis mientras esperáis y no estáis ocupadas?

—Tenemos libertad para estar en nuestra habitación hasta que María nos llame o bajar al salón a tomar un refresco o jugar a maese Lucas
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.

—Y ¿ese vicio medra?

—¿Que si medra? Algunos clientes vienen para estar con una mujer y metiéndose en la partida se olvidan de todo, y hasta en alguna ocasión el asunto acaba en duelo
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. Pensad que a veces esto más parece una leonera
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que una mancebía. María los teme porque estos lances se sabe cómo empiezan pero jamás cómo terminan, y solamente permite jugar a gentes de confianza y con bolsa repleta. Malo es cuando, al reclamo del dinero que aquí se maneja, acuden macarenos
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profesionales de juntar encuentros
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o de dar el astillazo
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acompañados de adalid
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y pretenden sacar el dinero del reino
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, ya que si el blanco
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entrevé la flor
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puede acabar la partida desabrigando el sobaco. Más de una vez ha finalizado la noche teniendo que avisar al alguacil.

—Y ¿no hay pendencia por celos u otras cuestiones?

—A veces. Ya sabéis, el vino mezclado con la honra forma una combinación explosiva. Ahora mismo puedo tener un incidente ya que padezco una situación incómoda.

—Y ¿cuál es ella?

—Veréis, se ha encaprichado de mí un gentil mozo que me agrada y desea retirarme del negocio. Pretende que sea su tronga
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y que abandone la casa; pero a mí ni me place la idea ni me fío de que cuando me tenga para él solo no me deje tirada. Eso sí, me agrada, es joven, hermoso y decidor de requiebros
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, pero prefiero que me visite aquí, que estoy protegida por el poderoso brazo de María. Lo que ocurre es que es violento y no soporta que esté ocupada cuando él llega y temo que alguna noche se forme un altercado que acabe en pendencia.

—Y ¿cuál es su nombre?

—Cristóbal de López Dóriga se llama, y siempre acude en compañía de un alférez con fama de valentón y de lamedor
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y con otro discreto y joven caballero al que, desde una legua se puede ver, no le place la aventura.

—Los recuerdo perfectamente. Ellos llamaban a la puerta el día que llegué yo a esta casa.

Excelentísimo Señor Don Benito de Cárdenas, Marqués de Torres Claras, Benavente

Querido padre:

Celebro que al recibo de ésta os halléis repuesto de la afección que os ha retenido en cama durante la última semana y que, según me comunica don Suero, se ha debido a la mojadura que cogisteis el último día que salisteis ambos a volar halcones. Os agradezco infinito que me lo hayáis enviado, ya que de otra forma no veo cómo atacar las fiebres que acosan a Lucero y que, a causa de su edad, me tenían preocupado.

La vida de la Corte es el frenesí de siempre. Mis estudios, como podéis observar por las cédulas que os envían desde la escuela de pajes, transitan por caminos dignos de nuestros apellidos y creo que no tendréis queja de ello.

Paso a relataros puntos destacados de la maravillosa fiesta que dio vuestro amigo el señor de Mendoza, y en la que me ocurrió un hecho notable que os quiero relatar.

Corría la voz por los mentideros de la Corte de que podía presentarse en ella el valido del rey, don Gaspar de Guzmán, conde duque de Olivares. Al ser el baile de disfraces, se había notificado a todos los invitados que, si tal ocurría, deberíamos pasar al salón donde se serviría la cena habiéndonos despojado de las máscaras, ya que desde hace un tiempo corre por Madrid, como reguero de pólvora, el rumor de que el largo brazo del cardenal de Richelieu podía atentar contra su vida.

El chambelán anunció la llegada a la mitad de la actuación de los cómicos y todo el mundo se dispuso a jugar con el incógnito de los antifaces hasta el momento de pasar a los comedores; la orquesta anunció el penúltimo baile, que por cierto era un rugiero (¡cómo me he acordado de vos cuando me decíais que la danza era más importante que la espada en infinidad de ocasiones!), y yo me dispuse a lucir las habilidades que aprendí de monsieur de Lagarteare. Danzaba con la anfitriona, que no era otra como podréis suponer que Elena de Mendoza, la cual aquel día se presentaba en sociedad, cuando en uno de los cruces de la danza paró a mi lado una dama cuya voz me era conocida y se dirigió a mí con palabras que indicaban que a su vez me conocía de tiempo y mucho. Por más que me esforcé no pude identificarla y en otro de los giros desapareció de mi lado como por ensalmo. La busqué con afán por todos los rincones de la casa que me fueron permitidos, y nada: había desaparecido como evaporada. Por si esta circunstancia fuera poco, en una de las escaleras que conducen al primer piso tropecé con nuestro Alonso Díaz, que por lo visto ayuda en los acarreos a la compañía de don Pedro de la Rosa. No vayáis a pensar por lo que os cuento que soy un picaflor
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, pero entre las actrices que esta temporada se han puesto de moda en Madrid está una tal Clara Arnedillo que canta y baila que es maravilla y a la que tenía gran ilusión en conocer, y que pertenece a dicha compañía de cómicos. Pues bien, Alonso podrá ser mi introductor aunque, como recién ha empezado su trabajo, todavía no la conoce bien.

Le he dicho que este mes arribaba don Suero a Madrid y hemos quedado que acudirá a nuestra casa, pues tiene gran ilusión en saludarlo; entonces quedaré de acuerdo con él para que en una de las futuras representaciones en el Corral del Príncipe, y al terminar la misma, me concierte una entrevista con la cómica. Ni imaginarme puedo lo que voy a presumir ante mis compañeros si tal consigo. No dudéis, padre mío, que mi admiración es puramente artística y que me portaré como un caballero.

Lo de la dama desconocida me tiene insomne y me tuvo tan desconcertado que ni caso hice a la bellísima Elena de Mendoza. Pensaréis que son sueños de juventud. Tal vez, pero... ¡qué hermosos son!

Bueno, padre mío, Lorenzo se asombra cuando le leo las cartas que os envío, pero sea porque siempre me criasteis con una gran naturalidad o sea consecuencia de que al no conocer a mi madre siempre estuve tan cercano a vos, el caso es que a veces me siento tan amigo y compañero vuestro como hijo. Espero no haberos abrumado con mis cosas, pero he sentido la necesidad de contaros todo lo que me pasa.

Recibid el afecto y la eterna gratitud de vuestro hijo que os adora,

Diego

Catalina había seguido puntualmente las instrucciones de Tarsicia. En primer lugar se hizo con todos los ingredientes que la gitana le había indicado para preparar su encantamiento. Una mañana asistió a la misa que se celebraba en la parroquia del Carmen y sin pensarlo se topó con una boda. Maniobró de manera que quedara cerca del altar y, cuando la comitiva se marchó y antes de que el sacristán retirara todas las velas para devolverlas a la cerería de la parroquia, ofició de Juan devoto
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: se hizo con una de las pequeñas que alumbraba un rincón y tras apagarla la ocultó en su alforja. Para aliviar su conciencia, se acercó al cepillo de las ánimas y depositó en él su óbolo. Cuando regresó a la casa de María Cordero se encerró en su cuarto y comenzó a preparar el sortilegio. En primer lugar en un platillo de estaño colocó la vela y, haciendo fuego con un par de astillas y la piedra de encender que guardaba en el recado de la pequeña pistola hurtada en Benavente, la derritió para hacerla maleable y retirándole el pábilo la dejó que se enfriara un poco para mejor poder trabajar con ella. Cuando pudo moldear la cera fabricó hábilmente dos muñecos de distinto sexo y del tamaño de un dedo; a la altura del pecho de la mujer incrustó unos hilillos entresacados del coleto de ante que en su día le había regalado Diego, y en el hombre colocó un pelo que se arrancó del pubis. Luego ya solamente cabía esperar que hubiera luna llena y que ella tuviera su período. En cuanto tales circunstancias acontecieron, siguió puntualmente las instrucciones de la gitana y se pertrechó para acudir con sus figurillas a la casa de Diego con la excusa y el placer de saludar a don Suero.

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