Catalina la fugitiva de San Benito (79 page)

BOOK: Catalina la fugitiva de San Benito
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Ya por la noche y tras la cena, cuando el de Fleitas se había retirado a las habitaciones que la hospitalidad del marqués le había ofrecido, se reunieron ambos hombres en la cámara privada de don Benito.

—¿Os habéis dado cuenta del extraordinario parecido?

—Desde luego. ¡Es asombroso! Pero ¿por qué me habéis indicado con vuestra expresión que ocultáramos tal circunstancia a este hombre?

—Perdonadme, pero hay algo en él que no me gusta: lo que pasó con la niña y con Diego fue cosa de muchachos, y este individuo se lo ha tomado cual si porfiáramos sobre la Inmaculada Concepción. No quisiera que ahora, que según nos relata en su última carta don Diego ha aparecido Alonso Díaz, a quien pienso ver cuando tengáis a bien enviarme a la Corte por ver de atajar esas fiebres que padece
Lucero,
le ocasionáramos problemas por comentar a este individuo tan increíble parecido, y sin pretenderlo ocasionáramos perjuicio a nuestro paje. Le conocí y traté dos años y, pese a su extraña partida, estoy en condiciones de afirmar que es un caballero; en dos años, comprenderá vuecencia, se conoce bien a la gente.

—Pero ¿habéis observado que su marcha coincidió con la llegada a nuestra casa de sor Gabriela y del fraile?

Don Suero quedó pensativo.

A la mañana siguiente y tras el desayuno, partió el portugués hacia Braganza. La despedida fue correcta dentro de los límites de las buenas maneras, pero don Suero no pudo evitar un sentimiento de rechazo hacia aquel sinuoso personaje al que, desde el primer momento había recordado perfectamente en la antesala del obispado de Astorga cuando Diego dijo: «No me gustaría encontrarlo de noche en un callejón oscuro.» Y cuando su carricoche dobló la esquina de la tapia del patio y se perdió en la lejanía envuelto en una nube de polvo, supo que en aquel momento se alejaba un posible enemigo.

Las máscaras

Ana de Andrade ya había regresado anunciando que la partida de los cómicos era inminente y, tras volver a desear a Catalina la mejor de las fortunas, partió.

A la muchacha, en cuanto se quedó sola, le asaltaron las dudas y pensó que su plan era una locura inviable. Sin embargo ante ella se abrían dos caminos: o se vestía de hombre, se ponía el antifaz y se dirigía hacia la salida, o demoraba hasta más tarde su partida e intentaba bajar a la fiesta. Las consecuencias, si se descubría su añagaza, no iban a ser tan terribles; comenzaba a ser una cómica de cierto prestigio y tenía una caterva de admiradores que abogarían por ella si tal ocurría, así que decidió seguir adelante. Sí, en cambio, ante las nuevas que le había suministrado Ana, decidió modificar su plan. Rescató sus ropas de varón de debajo de la gran cama y las colocó en el armario; de esta manera, caso de ser encontradas, aquel hallazgo no sería más que un olvido de la Andrade, que para ciertas representaciones se vestía de hombre.

Cuando terminó todas sus maniobras se miró por última vez en el espejo y se dispuso a partir. Abrió la puerta sigilosamente y, en cuanto lo hizo, llegó a sus oídos, nítida y mucho más potente, la música que el quinteto de cuerda ejecutaba en el entarimado donde hacía unos instantes se había desarrollado la representación. Catalina se asomó a la escalera y observó el inmenso salón donde las parejas en alegres y variadas combinaciones iban siguiendo el ritmo que marcaban los músicos, intercambiándose entre ellas y haciéndose fugaces e historiadas reverencias. En un momento dado y tras un saludo, unían sus manos y recorrían el salón de lado a lado en tanto que, acercando sus cabezas, los caballeros requebraban a las damas y éstas, cubriéndose sus labios con el abanico que llevaban en la otra mano, respondían al galanteo con una sonrisa que asomaba bajo su máscara o incluso deslizaban una palabra de aliento al oído de su enamorado.

La audaz criatura trazó su plan. Se estiró cuanto pudo y componiendo el gesto descendió por la amplia escalinata de mármol blanco con la prestancia y el aplomo que le había inculcado don Pedro de la Rosa. El traje que le había prestado Ana de Andrade realzaba su figura y hacía que sus senos se asomaran provocadores al balcón de encaje que rematando el corpiño orillaba su profundo escótenla mano sobre la balaustrada y el abanico tapando con coquetería y misterio el asombro de su hermoso rostro. Veinte pares de ojos estaban sobre ella, y apenas llegó al último peldaño ya dos caballeros se precipitaban a su paso para suplicarle el baile entre mil requiebros y chicoleos.

Catalina esperó sonriente y misteriosa, vigilando, a través del espejo que se hallaba frente a ella, que la cola de danzantes fuera pasando hasta que la pareja de Diego se hallara en penúltimo lugar. Entonces, con un mohín insinuante y estudiado, invitó a un caballerete edulcorado y melifluo a que la tomara de la mano y se incorporara a la larga sierpe de bailarines, justamente detrás de Diego y de su pareja; su emperifollado acompañante, en tanto avanzaban, le decía al oído mil y un halagos referentes a su hermosura y a que daría la vida por el mínimo hecho de poder ver sus ojos... Catalina ni lo oía, atenta como estaba al gran reloj y a que al llegar al final de la hilera y al hacer el cambio de parejas al tresbolillo le correspondiera regresar al principio de la fila de la mano de Diego. Los danzantes arribaban al extremo del salón en grupos de cuatro y allí realizaban la operación. Detrás de Catalina se había incorporado un grueso y sudoroso caballero de la mano de una dama que portaba un antifaz en forma de murciélago con las alas desplegadas. ¡Un escalofrío recorrió su espina dorsal! Ante ella se había retirado de la fila una de las parejas y, si Dios no lo remediaba, ella regresaría, desde el otro lado del salón, dando la mano al gordo personaje en tanto Diego lo haría emparejado con la dama del murciélago. Sus reflejos de farsanta salvaron la situación; con un hábil trastabilleo simuló que uno de sus chapines se le había salido y excusándose se apartó de la fila, recuperando el puesto tras perder un lugar. Y por fin, tras tantas peripecias y peligros, ¡el momento mágico llegó!

Diego, tras una grácil reverencia, soltó la mano de Elena de Mendoza y pasando por detrás de ella vino hacia Catalina, quien a su vez había dejado ir a su caballero, que se emparejaba con la dama del antifaz en forma de quiróptero. Apenas la tomó de la mano y notó su tibieza, su mente se retrotrajo a los felices días de Benavente. ¡Lo había conseguido! Estaba en la Corte y bailando con su amado.

—Cuando os he visto en la escalera, me he dicho: «¿De dónde ha salido tal beldad que hasta ahora no la he visto en la fiesta?» —Diego había hablado y su voz corroboró a Catalina que a pesar del antifaz su instinto no le había engañado.

—Pues me atrevería a deciros que, sin duda, he sido una de las primeras damas que han pisado esta noche el salón.

—No es posible que mi torpeza sea tan grande. Me engañáis.

Nadie puede veros sin reparar en vos. Decidme, señora, ¿quién sois? Tengo la certeza de que vuestra voz no me es desconocida y la sensación de que vuestro aire ha estado cerca de mí en más de una ocasión.

—Tal vez, pero si es así me apena que un pequeño trozo de tela os difumine mi imagen hasta el punto de no reconocerme.

—No seáis cruel bella dama. Si me hacéis la merced de daros a conocer, yo asimismo os diré quién soy.

—No me interesa el cambio. Nunca pujo por lo que ya tengo.

—¿Qué queréis decir?

—Quiero decir que vuestro antifaz no me oculta nada. Sin duda sois don Diego de Cárdenas.

—¡Por mi vida! ¡Conocéis mi nombre y habéis adivinado quién soy!

—Un disfraz poco oculta cuando se conoce bien a una persona.

—Señora, jugáis con ventaja. Vos me conocéis y yo no atino a saber dónde he oído vuestra melodiosa voz. ¡Os ruego que no juguéis conmigo, tened piedad!

La hilera avanzaba y en un momento llegaron al extremo opuesto del salón. Entonces y con un gracioso movimiento de cabeza, Catalina se desasió de su mano y tomando la del caballero correspondiente se separó de Diego, que no salía de su asombro y al hacer la reverencia casi pierde el paso. El baile prosiguió y ella supo que los ojos del muchacho no la abandonaban. El tiempo pasaba y el chambelán se colocó junto a la puerta para ir nombrando a las personas cuando pasaran al comedor.

Su cabeza comenzó a bullir a fin de encontrar la manera de poder desaparecer sin ser seguida. Al tercer giro ella andaba por la mitad de la fila y Diego y su pareja por el extremo de la misma. Entonces puso en marcha su proyecto. Esperó estar a su espalda y cuando no había probabilidad alguna de que la viera, se excusó gentilmente ante su pareja y aprovechando que había alcanzado el comienzo de la escalera se apartó de la fila y ascendió por ella teniendo en cuenta que Diego, al no haber llegado todavía al final, no tenía la menor posibilidad de verla. Tenía unos segundos; subió dignamente el tramo que la separaba del primer piso tal que si fuera una dama que se dirigiera al tocador a componerse el peinado o el maquillaje. Cuando coronó, se ocultó tras una columna y observó: Diego la buscaba con la mirada con auténtico desespero desatendiendo a Elena de Mendoza, que le reclamaba algo. Luego terminó la danza, y cuando comenzaba la siguiente lo vio atravesando el salón y apartando máscaras casi con violencia, para desaparecer por la puerta que daba al comedor.

Catalina se dirigió entonces a la habitación que le había servido de camerino antes de la función y pensó que la presencia del primer ministro obligaría a la guardia a ser más estricta. Esto le hizo alterar algo sus planes. En primer lugar se desmaquilló y se quitó la peluca, después se pegó el bigotillo y la perilla y finalmente se vistió con las ropas de hombre que había dejado en el armario. Pensó que sería más fácil desaparecer por la puerta de cocinas llevando el traje de la Andrade como si hubiera regresado a recogerlo, en vez de hacerlo por la principal dejando el vestido para volver a por él al día siguiente, circunstancia que la obligaba de nuevo a pasar por el salón. Pensado y hecho. Catalina abandonó la estancia y tomando el camino inverso se dirigió hacia las cocinas. La música había dejado de sonar y un sinfín de personas se cruzaban por los pasillos. Ella, con el bulto de las ropas, se encaminó a la escalera secundaria; realmente había mucha más vigilancia que a la llegada. En el rellano la detuvo un alabardero, que al verla diferente al resto de los invitados y llevando un paquete envuelto en un lienzo blanco bajo el brazo la interrogó.

—Perdonad, caballero, ¿qué lleváis y adónde os dirigís?

—Soy el paje de doña Ana de Andrade. Se ha olvidado uno de sus trajes y me ha enviado a recogerlo.

—¿Me lo podéis mostrar?

—Sin duda.

Y al decir esto, la muchacha retiró la tela que cubría la prenda y el guardia pudo ver que no mentía.

—Perdonad la molestia, podéis proseguir. No paséis por los salones, salid por las dependencias del servicio.

—Por ellas he entrado; es lo que iba a hacer. Que tengáis buena guardia. —Y tras despedirse, Catalina se dispuso a continuar su marcha.

Súbitamente la sangre se le heló en las venas. Desde la planta inferior ascendía por la escalera en la que ella se hallaba un desesperado Diego de Cárdenas oteando a uno y a otro lado cual náufrago en una balsa. El encuentro era irremediable.

—¡Por vida de! ¿De dónde salís, Alonso?

A la muchacha casi se le olvidaba impostar la voz de puros nervios. El alabardero miraba desde el rellano con algo de desconfianza.

—Trabajo para doña Ana de Andrade. Se ha olvidado uno de sus trajes y me ha enviado a por él.

—¡Válgame Dios que afortunada coincidencia! ¿Conoceréis sin duda a Clara Arnedillo, que es la muchacha que tiene encalabrinado a todo Madrid?

—Claro que la conozco, aunque todavía no he tenido ocasión de hablar con ella. Hace poco que he entrado a trabajar en la compañía; únicamente me contratan cuando tienen acarreos porque han de acudir a hacer algún particular. Me gano algún dinero, pero no estoy fijo.

—¡Claro! ¿Cómo he podido ser tan estúpido? ¡Ésa era la voz!

—No os entiendo, don Diego.

—Alonso, cuando íbamos por la gallarda que han tocado luego del recitado de don Pedro de la Rosa, en uno de los cambios me ha correspondido de pareja la más increíble criatura que os podéis llegar a imaginar. Su voz me era conocida y ahora caigo; era muy parecida a la de Clara Arnedillo, aunque como casi siempre la he oído cantando, no lo puedo asegurar.

—Difícil lo veo. Cuando me han enviado a buscar el descuido de doña Ana de Andrade, estaban ambas en la entrada del corral; han partido en el coche con don Pedro en cuanto ha terminado la actuación.

—Tenéis razón. Mi cabeza flaquea por el impacto que el suceso me ha producido. ¿Cómo iba a reconocerme a mí, que no me ha visto jamás? Pero se me pasa por la cabeza que tal vez vos me podáis echar una mano.

—No se me ocurre cómo.

—Veréis, la noche de su triunfo en el Príncipe, al finalizar le envié una nota y en el próximo estreno iba enviarle un ramo de rosas. ¿Por qué no me hacéis de intermediario y me facilitáis su conocimiento? Alonso, amigo mío, os quedaré eternamente agradecido.

—Bueno, no sé que deciros. Dejadme pensar cómo lo puedo hacer y ya tendréis noticias mías.

—¿Tenéis ya vivienda fija?

—A punto estoy de ello. Todavía me alojo de precario, tal como os dije.

—¿Que tal se porta
Boabdil?

—Os excedisteis, señor, yo no merezco tal cabalgadura.

—Bien, espero vuestras noticias. ¡Ah! por cierto, escribí a mi señor padre dándole cuenta de vuestra aparición. Se alegró infinito de ello y celebra que, en nombre de ambos, os regalara el caballo. La próxima semana acude a Madrid don Suero para ver si arregla a
Lucero;
veníos cualquier tarde, estará feliz de reencontraros.

—Procuraré acudir. Yo también tengo muchas ganas de saludarlo.

—Bien, Alonso, os he robado vuestro tiempo. Excusadme.

—No os preocupéis, siempre me place veros. Quedad con Dios.

—Id con Él.

Partió Catalina creyendo que el tembleque de sus piernas la delataría; atravesó las cocinas, en las que el trajín en plena cena era, si cabe, más notable que a su llegada y ganó la puerta de la calle. Los alrededores del palacio estaban iluminados y empezó a caminar por ver si el aire de la noche despejaba su cabeza y sus pies volvían a tocar el suelo. La había llamado «increíble criatura», y ésa era ella.

Estrechando el círculo

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