Catalina la fugitiva de San Benito (83 page)

BOOK: Catalina la fugitiva de San Benito
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—Marcelo os tiene toda la confianza del mundo. Nuestra casa es muy pequeña y le da miedo guardar en ella documentos comprometedores tan importantes de los que, por otra parte, no quiere deshacerse; nunca se sabe, dice, por dónde puede soplar el viento. Me ha pedido que os ruegue los guardéis vos en San Benito y que si algo nos ocurriera, hagáis con ellos lo que creáis conveniente.

Casilda aceptó, pensando que tal vez algún día todo aquello pudiera ser útil y asimismo favorecer a Catalina.

Una campana se escuchó a lo lejos y su oído acostumbrado supo que tocaban las tercias.

La cita

Catalina no pegó ojo en toda la noche. Los nervios la atenazaban y podían más que cualquier razonamiento, y el saber que aquel día iba a hablar con Diego, desde su condición de mujer, sin subterfugios, antifaces ni cosa que pudiera disimular su físico, le preocupaba a la vez que emocionaba enormemente. ¿Y si la reconocía? ¿Y si la encontraba flaca y desmedrada? ¿Y si su voz al natural le disgustaba o le recordaba la impostada de Alonso? ¿Le habría hecho efecto el sortilegio del muñeco de cera colocado en su librería?

Este último interrogante le recordó que, asimismo, bajo su colchón había guardado la otra figurita, y como cada día saltó de la cama y comprobó que seguía allí. A sus vacilaciones se unía el temor, que a todas horas le rondaba, de saber que el Santo Oficio andaba sobre su huella; era una sombra difusa y amenazante y más de una madrugada se despertó empapada en sudor creyendo que unos sicarios llamaban a su puerta. Había comunicado su secreto a María Cordero y ésta, como de costumbre, desde su experiencia y conocimiento de los hombres emitió su sabio consejo: prudencia y, sobre todo, que no cayera en la tentación de desbrozar el aura de misterio que rodeaba a su persona.

—Debéis arreglaros de forma que no haya la menor posibilidad de que os reconozca; no olvidéis que siempre os ha visto como hombre y él no tiene la menor sospecha de otra cosa. Os diré más, el día que decidáis que esto suceda debéis hacerlo de forma que «Alonso» y «Clara» comparezcan ante él de forma que tenga la certeza de que a uno le debe la presencia de la otra; eso, sin que se dé cuenta, marcará en su mente que son dos personas. Si queréis, ese día os acompañaré al teatro para daros tiempo y ayudaros a hacer el cambio.

—Seréis para mí de gran ayuda no únicamente para asegurarme de que mi aspecto es impecable, sino para darme la seguridad que siempre siento a vuestro lado.

—Y ¿cuándo va a ser el evento?

—El sábado próximo estrenamos una pieza de Juan Ruiz de Alarcón. Yo aparezco únicamente en el primer acto; prepararemos la ropa y la peluca que me vaya a poner. En cuanto termine bajaré al puesto de la aloja que está bajo la cazuela, allí me entrevistaré con Diego anunciándole el lugar y la hora del encuentro con Clara Arnedillo.

—Entonces regresaréis a vuestro camerino y en menos que tardo en contarlo prepararemos vuestro cambio.

—¡Quiera Dios que mi encantamiento le haya hecho efecto!

—El mejor encantamiento será vuestra belleza. Si me dejáis a mí, os aseguro que no habréis estado más hermosa en toda vuestra vida.

Y llegó el sábado.

La Cordero y Alonso partieron para el corral con gran antelación. En el carricoche de la mujer y, atravesando Madrid, se hicieron conducir justamente hasta la puerta posterior del teatro y allí desencocharon. Como de costumbre, una bandada de arrapiezos pugnaba por llevar los bultos con el fin de ganar algunas monedas.

—¡Estaos quietos, ganapanes, vais a conseguir que bese el suelo. ¡Dejadme en paz! —Así clamaba María en tanto que para defenderse de aquella patulea lanzaba a distancia un puñado de monedas, sobre las que se abalanzaron los rapaces como las moscas a la miel.

Cuando el paso quedó franco, se escabulleron ambas por la entrada posterior del corral sujetando firmemente las bolsas donde portaban el disfraz y los aditamentos que debía usar Catalina y ascendieron por la estrecha escalera que conducía a la parte posterior del tablado. La mujer gemía ruidosamente intentando seguir el ágil paso de la muchacha por los angostos peldaños, que crujían dolientes a su paso y por los que apenas cabía su amplia pollera. Finalmente coronaron la ascensión y la Cordero, dejando en el suelo los bultos que llevaba, intentó recobrar el aliento en tanto esparcía su curiosa mirada por el entorno inspeccionando un mundo que le era ajeno. Ante ella se abría un pasillo en el que, a ambos lados, se podían ver las puertas de unas celdas que hacían de camerinos para todos los componentes de la compañía y al fondo, más historiadas e importantes, las de don Pedro de la Rosa y Ana de Andrade; estaban todas pintadas de verde y en ellas rotuladas, en unos cartoncillos, aparecían los nombres de sus ocupantes.

—¡No os detengáis ahí, María! Mi vestidor está al final. Parecéis una lugareña asombrada.

—No es que lo parezca; lo soy respecto de todo esto, que es nuevo para mí.

—Venid. Dejemos los bultos en mi taquilla y acompañadme, que os mostraré el escenario por dentro y os podréis asomar al patio antes de que abran las puertas y entre el personal.

La gruesa mujer se precipitó pasillo adelante, ansiosa de conocer aquel mundo mágico y, hasta aquel momento, totalmente extraño a ella. Dejó las alforjas y los paquetes en el lugar que le indicó Catalina y antes de abandonar el cuchitril tuvo tiempo de echar un ojo a la estancia: medía el recinto unas cuatro varas y media de largo por tres y pico de ancho, un azogado espejo lucía sobre una madera que hacía de estante bajo para poner en él las pelucas y los afeites y en un perchero de cuatro brazos se podían colgar la ropas necesarias para realizar los cambios que los distintos personajes requirieran; colgado en la pared de madera, un candil de aceite que potenciaba la llama con un espejuelo cóncavo de latón bruñido esparcía su pálida luz por todo el espacio.

—¡No os quedéis parada, María! Si no espabiláis, no me va a dar tiempo a mostrároslo todo.

—Tened un poco de calma. Esto es apasionante. Nunca soñé poder estar en un corral de comedias, tan cerca de cómicos a los que he admirado desde siempre.

Partió Catalina hacia el escenario, que vacío como estaba le pareció a María inmenso, hasta el punto que la mujer se quedó clavada junto al cortinón que tapaba el fondo.

—¡Acercaos, María, desde donde estáis no podéis haceros cargo de lo que es esto!

La mujer se llegó hasta su altura con el paso pequeño y retraído como el de quien camina por una cornisa y teme despeñarse.

—Y ¿desde aquí es de donde habláis y cantáis?

—¿Desde dónde si no?

—Yo quedaría muda. Ni imaginarme puedo lo que debe ser esto lleno.

La mujer lo observaba todo: el patio, la cazuela, la grada, los aposentos.

—Ved. Allí al fondo, bajo el lugar reservado a las mujeres es donde venden las bebidas; allí me esperará Diego.

—Regresemos a vuestro camerino. Allí podremos hablar mejor.

Los cómicos iban ya llegando y al cruzarse por los pasillos saludaban a Catalina y observaban extrañados a la voluminosa acompañante. Llegado que hubieron a su cubículo atrancaron la puerta para mejor poder conversar; una hora y media, si no más, faltaba para que la representación diera comienzo.

—Vamos a ver, Catalina. —La Cordero se había desparramado en una banqueta y se abanicaba el rostro con el vuelo alborotado de su enagua—. Quedamos en que Alonso, al terminar la obra, bajará a buscar a Diego para indicarle la hora y el lugar donde deberá encontrarse con Clara Arnedillo. ¿No es así?

—Así quedamos.

—Bien, entonces le diréis que ella acudirá a la cita acompañada de su dueña. Esto no solamente no le va a extrañar, sino que os dará prestigio y buena fama. El lugar será un figón que se halla ubicado en el pasaje del Gato; su nombre, que se halla bien visible en la puerta, es el de El Rincón del Ermitaño. El punto es discreto, poco concurrido por lo excesivo de los precios, y sé y me consta que es lugar de encuentro de damas en apuros y galantes caballeros; la hora será al cabo de una a partir de aquel momento. Nos acudiremos a la cita en calidad de dueña y entraremos en primer lugar con el chal sobre el rostro, como aquella que revisa si hay algún peligro a la vista; luego nos llegaremos hasta el caballero y, como es costumbre, haremos como que nos dejamos sobornar por un rato y acordaremos que dejaremos a la dama en su compañía para recogerla al cabo del tiempo pactado. Vos, entre tanto, esperaréis dentro de la litera de mano que habremos alquilado y con las cortinillas echadas. Después entraréis, y ahí ya no os puedo aconsejar lo que debéis hacer; únicamente os diré que tendréis para ello no más de una hora y que cuando el reloj más próximo toque avisando que el tiempo ha pasado, entraré a recogeros.

—¿Solamente una hora?

—No es bueno que os vea fácil y asequible el primer día. Dejadme a mí, que si de algo entiendo es de encelar a los hombres.

Diego desde el jueves anterior no vivía, ni atendía en las clases de la Casa de los Pajes, lo que le valió una dura reprimenda por parte de su tutor; tampoco en la lección de esgrima de la tarde dio una a derechas. El billete de Alonso había llegado la mañana anterior y las instrucciones eran claras y precisas: debía estar, al finalizar la función del estreno de Juan Ruiz de Alarcón, en el puesto de aloja que había tras el patio de mosqueteros, bajo la cazuela de las mujeres.

El sábado se compuso con cuidado extremo y, arreglado y compuesto, se acercó por la mañana a la garita de venta de boletos a fin de poder comprar el que correspondía al último asiento de la grada
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que circunvalaba el corral bajo los aposentos; pagó por su localidad quince maravedís. De esta manera estaría ubicado durante toda la función junto al lugar en donde, según el billete de Alonso, debía encontrarse con él a fin de recibir instrucciones de cuándo, dónde y cómo era la cita. Lorenzo se ofreció a acompañarlo, pero él desechando la oferta prefirió acudir solo.

Una hora y media antes del comienzo de la función los alrededores estaban invadidos por una abigarrada multitud que pretendía entrar en el corral o hacer su agosto a cuenta de los incautos que no andaban atentos a sus bolsas. Los coches iban llegando y los lacayos se las veían y deseaban para desdoblar los peldaños de las estriberas a fin de que las damas y caballeros que en ellos iban pudieran descender; la impaciencia de los aurigas que se veían obligados a tascar el freno de sus coches se manifestaba con gritos e improperios; los mendigos mostraban sus miserias invitando a los presentes a que pudieran ejercer su caridad con ellos y en su mirada había un cierto orgullo de aquel que sabe que está facilitando la entrada en el reino a un cristiano. Todo eran voces e imprecaciones. Los aposentos costaban la elevada suma de cinco reales de vellón, pero acogían en su interior a cuantos quisieran compartir incomodidades y apreturas y la reventa funcionaba a toda presión, hasta el punto que una entrada de a pie en el patio de mosqueteros, que en verdad costaba ocho maravedís, se estaba vendiendo a trece.

Diego había dejado su cabalgadura en una de las cuadras a ello destinadas, cuyo negocio consistía en acogerlas durante la función por el módico precio de dos maravedís, y se había dirigido a su localidad ubicada en el extremo de la herradura de la grada, a cuyo lado se hallaba el puesto de aloja en el que Alonso había tenido a bien citarle al acabar la función a fin de comunicarle el lugar donde Clara Arnedillo lo esperaría. Andaba más nervioso que testigo falso porque admiraba a aquella belleza desde el día que la vio actuar por vez primera, y no se le había pasado por las mientes que a un aspirante a gentilhombre le cupiera el honor de poder acompañar, aunque fuera por un breve tiempo, a una de aquellas tan solicitadas cómicas. Desde que su majestad amancebara a María Calderón, la moda había cuajado entre la nobleza, y no se era nadie si no se tenían amores con alguna de aquellas ilustres comediantas; y él, al fin y a la postre, era únicamente el vástago recién llegado a la Corte de una, eso sí, ilustre familia de provincias.

Se colocó en la cola de los que entraban en el patio y fue avanzando despacio sin apartar la mano de su escarcela. Dos corchetes a cuyo mando figuraba un alguacil cuidaban que la entrada fuera ordenada y que nadie pretendiera abusar de su condición e intentara pasar primero atropellando honras y usurpando derechos. Tras una paciente espera coronó el túnel de la entrada y pudo asomarse al recinto donde ya el gentío se removía y formaba una respetable algarabía; circunvaló el patio y se dirigió al extremo de la grada donde se hallaba su localidad. La gentes que antes del comienzo de la función pretendían tomar un refresco se agolpaban junto al mostrador, formado por unos tablones colocados sobre un soporte, y pugnaban porque el hombre que despachaba les hiciera caso; los empujones y los «Voto a» estaban a la orden. Sonó una campanilla anunciando que en breve comenzaría la función y lentamente fueron despejando el espacio. Diego, cuya localidad estaba justamente en aquella esquina, pudo al fin colocarse y disponerse a pasar una de las tardes más emocionantes de su vida desde que había recalado en la Corte.

En tanto las gentes esperaban que diera comienzo la representación, su mente comenzó a elucubrar. Parecíale mentira lo veloz que llegaba a ser el pensamiento y la de situaciones que rememoraba ante aquella cita tan casualmente conseguida y, por otra parte, tan deseada. Había llegado a Madrid huyendo de aquel lance que tan incómoda le había hecho la vida en Benavente y, aunque no fue fácil arrancarlo de su pensamiento, comprendió que sus limitaciones en el campo del conocimiento de las mujeres, su misma juventud y, por qué no decirlo, la belleza adolescente de su paje le habían conducido a aquella errada circunstancia. Él no buscó las situaciones, pero sucedieron, y si bien dos de ellas le dejaron un regusto amargo, no por ello dejaron de ser esclarecedoras.

La primera acaeció en un coche en la rúa del retiro: una dama de la Corte, famosa por sus devaneos y con un marido notablemente consentidor
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, le envió un billete a la Casa de los Pajes, de la que su pariente era abastecedor, citándolo a una hora y en un lugar determinado; él acudió con reparos y un carruaje se detuvo a su lado y se abrió la portezuela. Ésta fue su primera experiencia, que se repitió un par de veces. En tanto el cochero hacía caminar al tiro a paso lento, la dama tomó, ante su palpable impericia, el mando de las operaciones y lo desfloró entre divertida y didáctica. Otra vez sucedió en su casa; fue con una moza pizpireta y juguetona, hija de uno de los jardineros, que de noche y por la puerta de la galería que daba al jardín se introdujo en su alcoba conociendo perfectamente lo que buscaba y a lo que iba. En esta ocasión practicó las enseñanzas recibidas de la cortesana y la moza quedó satisfecha; pero no él, que entendió que aquello no era amor, sino un simple desahogo de la carne, y que aunque satisfactorio nada tenía que ver con lo que esperaba de la vida. La tercera fue otra cosa: en una de las fiestas en casa de los Mendoza, Elena lo tomó de la mano y escabullándose del lugar donde se hallaban los invitados lo condujo al invernadero del jardín y allí estuvieron ambos jóvenes retozando dedicados a escarceos amatorios, besándose hasta que la prudencia los obligó a regresar antes que su ausencia fuera notoria e inexcusable. Él entró por la puerta por donde habían salido y ella, al poco rato, compareció en el arranque de la escalera que daba al primer piso tal que si regresara de acicalarse y componerse el atuendo después del baile. De ese día sí guardaba un agradable recuerdo.

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