Read Catalina la fugitiva de San Benito Online
Authors: Chufo Lloréns
Otra preocupación que la embargaba era la de saber cuántos secuaces del Santo Oficio la habían seguido hasta El Rincón del Ermitaño, ya que si hubiera habido un segundo perseguidor Diego podría ser investigado e incomodado, más aún tras el trágico final del primero, cuya muerte desencadenaría sin duda una terrible persecución.
Todo ello le creaba un problema, por el momento, insoluble; tras el primer encuentro su corazón deseaba, por encima de todo, volver a ver a Diego bajo su auténtica condición de mujer, y para ello se sentía capaz de arrostrar cualquier peligro y cometer cualquier imprudencia.
Todas estas dudas las comentaría con María apenas terminara la redacción de la carta que aquella tarde había decidido enviar a Casilda, a la que jamás olvidaba y a la que por fin le iba a poder dar una dirección para que ella, a su vez, le enviara noticias de todo lo que le había ocurrido desde que se habían separado.
Señor Rafael Peribáñez
Calle de las Ánimas del Purgatorio, s/n
Valladolid
Muy respetado amigo y de mi mayor consideración: Deseo que al recibir ésta, tanto vos como vuestra familia gocéis de buena salud y que todas vuestras cosas marchen en la dirección correcta y con vientos propicios. Os ruego industriéis los oportunos medios para hacer llegar ésta a vuestra prima Casilda a la mayor brevedad posible, ya que hasta ahora no he tenido ocasión de escribir ni de darle unas señas fijas para que ella lo haga. Dándoos gracias anticipadas y pidiéndoos perdón por causaros tanta incomodidad, recibid mis más afectuosos saludos.
Alonso Díaz
Dentro de este pliego iba lacrada la carta para su amiga.
A Casilda Peribáñez
Queridísima e inolvidable amiga:
¡Por fin puedo ponerme en contacto con vos y daros unas señas a las que podéis enviar vuestras cartas, que serán recogidas y me serán entregadas!
Tantas cosas han acaecido en este tiempo que, creed, no sé por dónde comenzar.
Por fin he llegado a Madrid y me he establecido en la Corte. Vivo en una posada frecuentada por multitud de gentes que van y vienen, y donde prefiero no me escribáis ya que vuestras epístolas se podrían extraviar y caer en manos menos convenientes. La diligencia principal que vine a hacer a Madrid la he realizado esta semana pasada y he visto a mi soñado amor y la cita ha sido inolvidable. ¡Cómo entiendo ahora alguna de vuestras frases! Solamente os diré que cuando estaba esperando y sabía que el encuentro se avecinaba parecía que en mi estómago revolotearan un millar de mariposas. ¡Si pudierais venir a Madrid y buscarme, os lo agradecería toda mi vida! Es imposible volcar en una escueta misiva todos los sucesos increíbles que me han acontecido en este tiempo y, por otra parte, están tan encadenados que no es posible relataros uno si anteriormente no os he puesto al corriente de los otros. Nada hay en el mundo que desee tanto como volver a veros.
Cuando me escribáis o busquéis, hacedlo en la dirección que os doy, ya que aunque no es mi domicilio voy a ella frecuentemente y me guardarán vuestras cartas: Escuela de esgrima de don Pedro Pacheco. Calle de la Santa Cruz, núm. 13, junto a la plaza Mayor, Madrid. Es sitio harto conocido y simplemente preguntando por él, en los alrededores, os sabrán dar razón.
Recibid todo el afecto de vuestro incondicional amigo,
Alonso Díaz
En cuanto terminó la carta ensilló a
Boabdil
y se dirigió a la casa de la posta, a fin de que su misiva saliera en el primer correo hacia Valladolid. Se hallaba ésta ubicada en la esquina de la plaza del Sol con la calle de los Areneros y el nombramiento de correo mayor del reino había recaído en el conde de Villamediana, del que se decía que unía a su condición de autor teatral el honorable título de ser el amante de la reina y que ésta, por favorecerlo, había intrigado para que le otorgaran tan remunerado cargo.
Una vez hubo pagado el franqueo, se llegó a las gradas de San Felipe por ver lo que se decía en el más importante mentidero de Madrid. Dejó al caballo en una cuadra cercana donde por el módico precio de medio cuarto se lo guardarían durante una hora y se acercó caminando hasta el pórtico de la iglesia. A medida que se aproximaba, los grupos se iban haciendo más numerosos y frecuentes, y Alonso remoloneó cerca de ellos a fin de oír retazos de conversaciones. Aquellas improvisadas tertulias se ubicaban siempre en los mismos lugares, de forma y manera que el que quería escuchar los últimos chismes sobre galanteos acudía a un rincón diferente del que era aficionado a los toros y cañas
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, y a su vez distinto al que se aproximaban quienes deseaban intervenir y pontificar sobre el último estreno teatral o de cómo iba la guerra de Flandes.
Ya se iba a retirar cuando a sus oídos llegó un fragmento de conversación que la obligó a calarse el chambergo y aproximarse al grupo que de tal tema hablaba. Desde su infausto encuentro le asediaba la idea que en cualquier lugar y momento alguien la miraba fijamente y, tras extraer de su escarcela un dibujo como el que ella tenía escondido y cotejarlo con su cara, la conminaba a darse por presa.
—Y os aseguro que la Suprema está en pie de guerra y no me gustaría estar en la piel del insensato que ha cometido tal desaguisado.
—Y ¿decís que fue cerca de la calle de los Francos?
—A unas varas de allí, y sé de buena tinta y por autorizada fuente que van a empezar los registros y los interrogatorios. Ya sabéis que todo lo soportan mientras no se toque a uno de ellos, pero cuando eso ocurre son inasequibles al desmayo y no han de parar hasta descubrir al imprudente que se ha atrevido a desafiarlos.
—Difícil tarea es. Aquél es un barrio muy transitado, ya sabéis que al caer la tarde se dan cita en él una cantidad ingente de pecadores que a acuden a aliviar su carne y no son los menos los que presumen, durante el día, de devotos y recatados. Mas creo que tal historia se deba a algún ajuste de cuentas y que al final de toda ella se encuentre la pollera
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de alguna tronga.
—¿Olvidáis que el muerto era un servidor del Santo Oficio?
—Vano argumento es ése, o ignoráis el número de devotas que lo son de gentes de la iglesia.
—¿Ajuste de cuentas decís u os referís a un duelo? —intervino un tercero.
—Podría ser como decís, pues ese callejón es sin duda lo único poco frecuentado de todo el barrio, pero se comenta que la herida del cuello que presentaba el muerto no puede hacerla una espada, sino una hoja mucho más ancha y corta.
—Y vos ¿cómo es que estáis tan bien informado?
—El médico que certificó la defunción está casado con una prima de mi parienta y me dijo que en los años que lleva ejerciendo la profesión jamás había visto tamaña cuchillada.
Catalina no necesitó oír nada más. Se escabulló entre los grupos de charlatanes con el chapeo hundido hasta las orejas y partió en busca de
Boabdil,
que la recibió con un alegre relincho. Tras pagar lo estipulado por la guarda del animal, se dirigió a la casa de la Cordero para pensar con calma y hablar con la mujer a la que, por ningún concepto, quería perjudicar.
Llegó cuando el reloj de las Terciarias de San Francisco daba ocho campanadas y se dirigió, por la parte posterior como era su costumbre, a la cuadra a fin de desembridar a su caballo y dejarlo acondicionado para que descansara.
Cuando, subiendo la escalera interior llegó al vestíbulo de la casa, intuyó que aquélla iba a ser una noche movida; pese a lo temprano de la hora, los salones ya estaban atestados, el volumen de la voces era grande y la gente se arremolinaba en la puerta sin atender a razones ni esperar que salieran los que estaban dentro. Alonso evitó el barullo y se dirigió a las habitaciones de María, situadas en el primer piso, y que desde el lance de la noche del muerto había perdido aquel su extrovertido carácter y estaba algo atemorizada; de no ser así, en tal día como aquél, hubiera estado, sin duda, en el recibidor poniendo orden entre los clientes que acudían a su casa. Llamó con los nudillos a su puerta en tanto que, en voz queda, demandaba venia para entrar.
—¡María, soy Alonso! ¿Dais vuestro permiso?
Al cabo de un instante la puerta se abrió y asomó timorata la cabeza de la mujer, que tras comprobar que nadie más había en el pasillo se retiró invitándola a pasar.
Catalina jamás se acostumbraba al embrujo de aquella recargada estancia; en esta ocasión un singular olor a incienso, que emanaba de un pebetero, mezclado con algo que a ella se le escapaba, lo invadía todo. María se sentó en su poltrona y dejó que ella lo hiciera en los almohadones.
—¿A qué huele esto, María?
—Es bueno para los nervios; tranquiliza y ahuyenta los malos espíritus.
—¿Os encontráis bien? ¿Cómo es que no habéis bajado siendo así que la velada se presenta movida?
—Ahora iba a hacerlo. No os preocupéis, estoy bien. ¿Traéis noticias? ¿Sabéis algo nuevo?
—Por eso quería veros.
—Os escucho.
—Veréis, me he acercado a San Felipe tras llevar una carta a la posta, que como sabéis es lonja y mercado de las más dispares conversaciones, y allí he escuchado algo que quiero sepáis; no me gustaría que, con lo buena que habéis sido conmigo, por mi causa os viniera perjuicio.
María comenzó a abanicarse ostentosamente con un ampuloso abanico de plumas de marabú que al esparcir por la habitación su peculiar perfume de gardenia y mezclarse éste con las emanaciones del pebetero hacía el ambiente cargado e irrespirable.
—¿Qué es lo que habéis oído?
—No viene al caso. Lo realmente importante es que la Suprema va a entrevistar a los habitantes de la zona por ver si encuentran algún rastro de lo ocurrido la otra noche, y pienso que tal vez sería mejor que cogiera mis bártulos y desapareciera por el momento.
La mujer quedó unos instantes pensativa.
—No lo creo oportuno por varias razones. La primera es que María Cordero, aunque esté cagada de miedo, no deja en la estacada a sus amigos y la segunda es que, sin duda, se sabría y sería sospechoso y difícil de explicar que ahora precisamente desaparecierais. O sea que quitaos esta idea de la cabeza, ya que no procede.
—María, creo que mi obligación era decíroslo.
—Habéis cumplido con ella, pero olvidad el asunto. No procede. Eso sí, andad con más cuidado que nunca y sobre todo que ninguna de mis pupilas sospeche algo. Sería fatal que a estas alturas alguna maliciara que hay gato encerrado y fuera con el cuento a oídos poco convenientes, pues las almohadas hacen comunicativas a las personas, explicando que aquí ha vivido durante muchos días alguien que ocultaba, sin motivo aparente, su condición de mujer. ¿Me habéis comprendido?
—No temáis, pero ¿quién os va a denunciar causándoos perjuicio siendo como sois una madre para todas ellas?
—Vos sois muy joven y desconocéis los arcanos del alma femenina: los celos, las envidias y las malaventuranzas acuden cíclicamente a ella, al igual que la menstruación, y lo que hoy les parece una aberración mañana lo encuentran digno y justificable. Os repito, andad con mucho tiento y no contéis nuestro secreto a nadie.
—No tengáis cuidado, nada saldrá de mi boca que os pueda perjudicar.
En estos diálogos andaban las dos cuando un alboroto estentóreo subió de la parte de detrás de la planta baja; las dos mujeres se dispusieron a bajar de inmediato. Catalina tal como había llegado de la calle y la Cordero colocándose sobre los hombros un chal de lana, se precipitaron a la escalera.
La barahúnda en la planta baja era inenarrable, los de afuera pretendían entrar y los de adentro parecían querer huir de algo. Súbitamente Eulalia y Enriqueta se llegaron hasta donde estaban ambas y medio histéricas intentaban explicar lo sucedido.
—¡Doña María, Alonso, por el amor de Dios, acudid o la va a matar!
Catalina sujetó por los hombros a Enriqueta y la conminó:
—¿A quién van a matar?
—¡A Dorotea! ¡Si no la apartáis de sus manos, es muerta!
—¿De las manos de quién? ¡Vive Dios!
—¡De ese energúmeno de don Cristóbal López Dóriga!
Catalina no necesitó oír nada más. Se precipitó, contra corriente, abriéndose paso hacia el interior del salón principal y cuando, a empellones, se sacó de encima a la gente que pretendía huir de la confusión, se pudo hacer cargo de lo que allí estaba ocurriendo. La sala era circular y bordeando la pared se veían grupos de sofás y sillones formando tresillos, separados por motivos escultóricos dedicados a temas grecorromanos, dispuestos de tal forma que cada uno de los allí ubicados pudiera mantener una conversación sin molestar ni ser molestado por el inmediato; la mayoría de ellos se habían desocupado a causa de la batahola que se desarrollaba en el del centro.
Catalina observó a un caballero de espaldas que estaba golpeando cruelmente, a cintarazo limpio, a un bulto acurrucado a sus pies que gemía e intentaba cubrirse el rostro con los brazos en tanto otro individuo, apoyado en una columna griega que momentos antes había soportado un estatua dedicada al rapto de las Sabinas, se atusaba el bigote sonriente y un tercero asistía pálido al estallido de furor de su compañero. Catalina, cuando cayó en la cuenta de que el bulto gimiente era Dorotea, no lo pensó dos veces; justo en el momento que la rechoncha figura de la Cordero se asomaba por la puerta del salón y se llevaba ambas manos al rostro horrorizada ante lo que veían sus ojos, Alonso se abalanzó sobre el desprevenido agresor y de un tremendo empellón lo apartó de la pobre muchacha, cuyos sollozos hubieran estremecido a un sayón, lanzándolo al entarimado con gran violencia. En tanto el de López Dóriga se reponía de la sorpresa, el alférez Campuzano tiraba de tizona y el tercero restaba quieto sin saber qué hacer, Catalina ayudaba a incorporarse a Dorotea, que corría trastabillando a refugiarse en los brazos de María Cordero. Todo sucedió muy deprisa. Cristóbal se puso en pie y asimismo desenvainaba, y cuando Catalina se disponía a hacer lo propio la recia voz de un capitán de cazadores de Montesa que allí se hallaba interrumpió la escena.
—¡Ténganse quietos los fierros! ¡Señores, compórtense como deben hacerlo los hidalgos bien nacidos! No es lugar un burdel ni hora propicia para duelos. ¿Qué es lo que aquí ha sucedido?
Los cazadores de Montesa eran, junto con los tudescos, uno de los cuerpos de guardia del rey más respetados, de modo que la voz del capitán fue atendida y los aceros regresaron a sus vainas.