Read Catalina la fugitiva de San Benito Online
Authors: Chufo Lloréns
—El golpe me dejó varios días sin capacidad de raciocinio; luego, la verdad es que tuve miedo. En el palacio no podía entrar al servicio de ninguna dama, porque no la había; a mí no me placían las tareas de las mujeres en las cocinas, lo que me apasionaba era la esgrima y las armas y la manera de aprender todo aquello era hacerme pasar por un muchacho con el fin de que me aceptaran de paje y, como mi voz aún no tenía que cambiar, continué con el engaño. Además, no era probable que nadie me buscara de aquella guisa vestida, ya que lo que buscaban era a una aspirante.
—Pero parece una tarea imposible.
—De haber tenido que tratar con mujeres, tal vez; pero mi trato era generalmente con hombres y nadie sospechó de mi condición. Por lo demás, creo que fui un buen aprendiz de todas las artes de la guerra. ¿No es verdad?
—Proseguid.
—De cualquier manera, no os mentí al deciros que no conocía mis orígenes; ni aún hoy los conozco. Temí que si lo confesaba, tal vez no me quisierais en el palacio, y no tenía adónde ir.
—Comprendo.
—Entonces, don Suero, mi corazón me jugó una mala partida y me enamoré como una novicia de don Diego; ahí empezaron todos mis males. Y cuando él decidió dejarme en Benavente, tras haber prometido que me llevaría consigo a Madrid, creí volverme loca.
—Ahora veo la luz en muchas cosas.
—Pensad que yo con verlo era feliz y el summum fue cuando el marqués contrató aquel petimetre de maestro de baile; el que Diego enlazara mi cintura colmaba el más lucubrante de mis deseos y me trasladaba al séptimo cielo, pero entonces sucedió lo impensable. Tras habérmelo prometido en varias ocasiones partisteis, un mal día, hacia la Corte y me dejasteis abandonada. Entonces fue cuando llegaron a Benavente sor Gabriela y el fraile de San Benito y temí ser descubierta; esto fue el desencadenante de mi partida y hurtando a
Afrodita
me escapé una noche hacia Madrid. Viajé durante meses en una compañía de titiriteros y aprendí con ellos muchas cosas, entre otras a hablar con la voz impostada para representar papeles de hombre y a lanzar los cuchillos, como sabéis, con bastante acierto.
—La luz se abre paso en mi cabeza, Catalina.
—Entonces me dediqué a buscar a Diego y por todos los medios intenté que me conociera como mujer.
—¡Y a fe mía que lo conseguisteis!
—Dejadme proseguir. Hice una prueba con don Pedro de la Rosa y tuve la suerte de triunfar en el Corral del Príncipe. Diego estaba aquella noche allí y me envió una nota que aún conservo.
Luego explicó Catalina el encuentro en casa de los Mendoza y la cita a la salida del teatro, la muerte del esbirro que la reconoció por el boceto e intentó apresarla y el estúpido lance del duelo tras su cita amorosa del jueves anterior al triste suceso, cómo les prepararon una emboscada y cómo Diego dio su vida por ella.
El viejo maestro bajó su mirada y habló:
—Creo que os debo algo, Catalina. —Y al decir esto entregó a la muchacha la carta que el joven dejó a su ayo por si algo le ocurriera aquella negra noche.
La muchacha tomó devotamente en sus manos el papel que le tendía el ayo y leyó; al terminar, sus bellos ojos estaban arrasados por las lágrimas. Don Suero respetó su dolor y no quiso interrumpir el largo silencio.
—La vida es así de cruel: a nos nos ha llevado a un hijo y a vos a vuestro amado. Ya nada se puede hacer.
Catalina, con un pañuelo que extrajo de su manga, secó sus lágrimas e interrumpió a don Suero.
—No solamente se puede, sino que se debe. Yo por lo menos he contraído dos deudas y las voy a pagar.
—Os comprendo: una con Diego y ¿la otra?
—La otra con quien me salvó la vida.
—Como comprenderéis no tuve redaños suficientes para acudir a ver vuestra ejecución, pero todo Madrid habló del suceso.
—¿Vos conocéis la historia de la vida de mi salvador?
—Ciertamente. La historia corrió de boca en boca. Por lo visto, el verdugo al que debéis el estar todavía en este mundo aprendió el oficio en el Tercio de Lombardía. De muy joven se alistó en la compañía del capitán Contreras, en calidad de timbalero, cuando éste hizo su leva
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en Santa María del Páramo, y falseó su edad para que los veedores
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lo aceptaran, ya que no había cumplido los dieciocho; estuvo en el Palatinado y en Flandes y recaló en Madrid con una carta del marqués de Leiva reclamando para él, si la hubiere, plaza de verdugo, ofició que había desempeñado en Breda con singular acierto. La plaza estaba libre y fue para él; ésta era la primera vez que iba a colgar a alguien. Y ésta es la historia que ha corrido por los mentideros de la Corte, aunque nadie se explica por qué os quiso salvar la vida a riesgo, como así fue, de perder la suya.
—Yo os lo diré. Su nombre era Blasillo y fue en San Benito mi compañero de juegos infantiles; a instancias de sor Gabriela, la priora lo tuvo que echar cuando don Diego rompió una lanza por mí y puso en aprietos a la madre Teresa al descubrirme encerrada en una de las celdas del sótano donde estaba purgando mi hazaña de los gallos. Daos cuenta de qué raros caminos les deparó el destino para que tuvieran esta triste relación al final de sus vidas. Y todo fue por mí. Como comprenderéis tengo una deuda con ambos, ¡y a fe mía que la voy a cumplir!
—Recuerdo aquel día como si hubiera sido ayer mismo y, pese a que Diego me proporcionó un problema con la priora, recuerdo asimismo que me sentí profundamente orgulloso de él.
—Aquel día, don Suero, los caminos de nuestras vidas se cruzaron, en mala hora, para acabar de esta manera.
—Y ¿qué queréis hacer, Catalina?
—Lo primero salir de aquí, y si vos me ayudáis lo conseguiré. He tenido muchas horas para meditar, y después quiero arreglar algunas cuentas pendientes con algunas personas.
—La vigilancia no cesa pese a que ya han pasado varios meses desde el suceso. Vuestra acción fue demasiado sonada y aún hay por la noche dos turnos de la ronda dedicados a vigilar las puertas de la iglesia de los jesuitas.
—Mi plan es sencillo, don Suero, y si hacéis lo que os digo, la próxima semana estaré fuera de estas paredes.
—Contad conmigo, Catalina, sea lo que sea. Se lo debo a Diego.
Cuando Catalina le expuso su plan, lo primero que hizo don Suero fue enviar un correo a Benavente, que llegó a revienta caballo, con el fin de recabar la autorización de don Benito de Cárdenas, y en cuanto ésta llegó a Madrid se puso en marcha.
Don Suero de Atares subía las escaleras de la sala de armas de don Pedro Pacheco rumiando el santo y seña que tenía que darle para que éste supiera que venía de parte de Catalina. Llamó a la dorada aldaba de bronce que anunciaría su presencia y esperó, chambergo en mano, a que el criado abriera la puerta; transcurrieron unos largos segundos y los pasos del lacayo se acercaron.
—¿Está en casa don Pedro Pacheco? —El porte de don Suero indicó al hombre que el visitante era alguien de peso.
—¿A quién tengo el honor de anunciar?
—A don Suero de Atares, de la casa del marqués de Torres Claras.
—Tened la bondad de aguardar un momento.
Desapareció el criado tras la gruesa cortina que cerraba la embocadura del pasillo y al rato regresó seguido del maestro, cuya imagen era de sobra conocida por don Suero. El maestro de esgrima, pese a sus sesenta años, podía competir en hidalguía y prestancia con cualquier jovenzuelo. La práctica diaria de tan dura disciplina había moldeado su cuerpo, de por sí enjuto, que presentaba un aspecto magnífico. Compareció ante el ayo vestido con unos pantalones ajustados, botas de fina gamuza, una holgada camisa blanca con chorreras que le permitía una absoluta libertad de movimientos y, como de costumbre, un florete debajo del brazo.
—Perdonadme, caballero, mi atuendo no es el debido, pero cuando estoy dando clase no tengo tiempo de cambiarme si me anuncian alguna visita.
—El que debe excusarse soy yo. No es de caballeros presentarse en casa de otro sin el debido anuncio y la obligada cita, pero el asunto no admitía dilación. —Entonces don Suero procuró hablar lento y claro—: Vengo de parte de alguien que está interesado en la marca del perro.
Don Pedro Pacheco miró atentamente a uno y otro lado y al ver que nadie estaba en las inmediaciones respondió.
—¡Por Santiago, qué ganas tenía de saber noticias de primera mano de Alonso! Son tantos los bulos que corren por Madrid que es difícil distinguir lo cierto de las fantasías de la gente. ¿Cómo se encuentra y que hay de cierto en lo que se dice?
—A mí los hechos me han sorprendido tanto como a vos. Lo cierto es que Alonso ha vivido una doble vida obligado por las circunstancias; su verdadero nombre es el de Catalina y, por lógica, su condición es la de mujer.
—Vayamos a mi despacho, allí estaremos mejor. Seguidme.
Partió el maestro de armas seguido por don Suero hasta su cámara privada.
—Poneos cómodo y contadme.
Se aposentó el ayo en uno de los dos sillones que se hallaban frente a la mesa en tanto su anfitrión se llegaba a un canterano de roble que adornaba un rincón de la estancia, extraía de él dos copas y una botella de orujo, que instaló entre los dos, y luego de ocupar el sillón de enfrente sirvió dos generosas raciones.
—No tengo otra cosa que hacer que escucharos. Os ruego que comencéis por el principio.
El ayo se retrepó en su sillón y comenzó la historia increíble; el maestro bebía sus palabras.
La tarde fue cayendo y cuando ambos se quisieron dar cuenta la luz natural que entraba por la ventana había cedido el paso a la oscuridad. El maestro rellenó la copa de don Suero hasta que éste hizo una señal con su mano para que desistiera, luego se levantó y tras prender el candil de aceite que estaba sobre la repisa de la chimenea volvió a sentarse, indicándole que prosiguiera. Cuando al cabo de otra hora y media el ayo dio por finalizada su explicación, ambos quedaron un tiempo silenciosos y pensativos.
Luego el maestro habló:
—Cualquier petición que me hagáis en nombre de Alonso o Catalina o Clara Arnedillo, como queráis llamarle, estoy obligado a atenderla. Me siento muy culpable.
—¿Culpable vos? ¿Por qué decís esto?
—Veréis, don Suero. Alonso, bueno, Catalina me explicó las condiciones de ese duelo. Yo conocía el lugar, el día y la hora y también sabía que ese tal alférez Campuzano era un venado de muchas puntas. En el fondo no creí que la sangre llegara al río; «cosas de jóvenes y de estudiantes», pensé. Jamás creí en la gravedad del encuentro.
Yo debí acercarme allí y ocultarme para ver por dónde iban los tiros y, caso de ser necesario, salir en defensa de Alonso, pero él mostró tal seguridad en sí mismo y yo tenía tal fe en su esgrima que pensé que tal vez lo que debiera hacer fuera defender al otro; jamás se me ocurrió que los hechos se desarrollaran como lo hicieron. Creedme, don Suero, estoy en deuda con la muchacha. Explicadme, ¿qué es lo que queréis que haga?
Instintivamente, como si fueran dos conspiradores, ambos hombres juntaron sus cabezas y don Suero comenzó a relatar a don Pedro, pormenorizando, el plan que había urdido Catalina.
Al finalizar, salió de la casa y dirigió sus pasos a una famosa mancebía de la calle de los Francos. Llegó y llamó a la puerta como un cliente más, y una mujer de mediana edad salió a recibirle.
—¿Está Dorotea? —preguntó.
La noche era cerrada. Los alrededores del convento de los jesuitas estaban vigilados por dos rondas de cuatro hombres cada una, a cuyo mando figuraba un sargento y que cubrían las dos puertas del edificio. En cada una de sus esquinas se veía en lo alto un cestillo de hierro que contenía un cuenco con un aceite en el que flotaba una mecha de algodón torcida y empapada que, encendida, apenas disipaba las tinieblas de la noche. Esta inusual medida se debía a que dentro de la iglesia se refugiaba el reo que, con tanto escándalo como sangre fría, había conseguido varios meses atrás eludir el patíbulo ante las mismísimas barbas del rey y con el regocijo de todo el pueblo de Madrid.
Un monje pequeño y desmedrado de los llamados del silencio
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, con el cíngulo morado que los distinguía, la capucha marrón sobre la cara y las manos metidas dentro de las mangas, se acercaba a la puerta principal con paso lento y mesurado.
El sargento que mandaba la ronda de la puerta principal le salió al paso:
—Hemos entrado ya en hora menguada, padre. Si entráis en el convento, no podréis salir hasta el alba.
El menudo fraile, descruzando sus brazos, metió su diestra en las profundidades del bolsillo de su sayal y extrajo un papel, que entregó al soldado. Éste se acercó al círculo iluminado y leyó:
El hermano Crescencio, de la congregación de San Bruno, acude esta noche al colegio de los jesuitas en demanda de los santos óleos, pues nuestra comunidad tiene un moribundo que, si Dios no lo remedia, entregará su alma antes del alba.
Y para que conste a cualquier autoridad que lo requiera, yo lo autorizo.
El abad Emilio de la Cruz
El sargento leyó la misiva y, tras devolver el papel al fraile, hizo un gesto con la cabeza autorizando el paso.
El frailecillo, tras una somera inclinación de su capucha en respuesta a la deferencia, desapareció por la puerta de la iglesia.
Dos calles más allá, luego de desmontar de sus cabalgaduras y dejarlas apartadas, tres caballeros embozados y con el rostro, dos de ellos, oculto tras sendos antifaces, celebraban un pequeño conciliábulo.
—Repasemos lo hablado. A las doce en punto don Pedro y yo iniciaremos nuestro duelo y el ruido de nuestras espadas será notorio; entonces vos os llegaréis, a buen paso, a la puerta posterior de la iglesia en demanda de ayuda pues habéis visto a dos caballeros batiéndose. ¿Estáis en lo que os digo, Lorenzo?
Lorenzo, el encomendado de la casa de Cárdenas que había sido paje de Diego asintió, prosiguiendo:
—Reclamo ayuda de la ronda y los conduzco hasta aquí; no serán más de cuatro guardias adormilados y con pocas ganas de meterse en batallas.
Ahora el que habló fue don Pedro Pacheco:
—Entonces, o los reducimos o los entretenemos un tiempo antes de montar en nuestros caballos y poner pies en polvorosa.
Prosiguió don Suero:
—Los cuatro de la ronda restante se habrán repartido entre las dos puertas y el que se halle al mando estará más pendiente de lo que suceda a sus compañeros que de atender a la vigilancia de los refugiados en sagrado. En el Ínterin, Catalina ya se habrá cambiado por Dorotea y saldrá vestida de fraile por la puerta principal. Entonces, don Pedro, todos nos reuniremos en vuestra casa.