Read Catalina la fugitiva de San Benito Online
Authors: Chufo Lloréns
Las nueve sonaban en el reloj del campanario de San Marcial y, sencillamente vestida con ropajes que respondían a un joven caballero de cualquier casa noble y de los que don Suero le había provisto en Benavente, encaminó sus pasos al palacio del secretario provincial del Santo Oficio, ubicado en el centro de Astorga. Poca gente transitaba en aquel momento por la plaza y Catalina se acercó a la puerta principal, donde como de costumbre hacía guardia un alabardero. Al aproximarse, detuvo el hombre su cadencioso paseo y se plantó frente a ella, descargando la alabarda de su hombro.
—¿Qué deseáis?
—Ver a su ilustrísima, el señor Secretario del Santo Oficio.
—¿Tenéis día y hora concertada?
—No en realidad.
—Entonces, ¿cómo pensáis que os pueda recibir?
—Eso no es cosa vuestra. —Y metiendo la mano en su faltriquera tendió al hombre una carta lacrada.
Éste, al ver el gesto y ante el aplomo que mostraba el jovenzuelo desconfió, y dirigiéndose a la puerta compareció de nuevo, acompañado de un clérigo.
—¿Qué es lo que deseáis?
—Ver a su excelencia reverendísima don Bartolomé Carrasco.
—¿Estáis citado?
—No tengo cita concertada.
—Y ¿quién es la persona que desea verlo? —La voz del monje sonó cáustica y burlona.
—No os incumbe. Lo único que debéis hacer es entregarle esta carta.
El monje dudaba.
—A no ser que deseéis que os destinen a las misiones de ultramar, donde, según tengo entendido, los indios ofrecen a sus dioses los corazones de sus enemigos.
—Dadme esa carta y esperad en la puerta.
Desapareció el hombre dentro del edificio y Catalina tuvo que reprimir sus nervios paseando, junto a la entrada, arriba y abajo.
Apenas había iniciado septiembre sus días cuando ya las chimeneas del palacio episcopal estaban caldeando los salones. El fraile atravesó las estancias que mediaban entre la entrada y el despacho del doctor Carrasco, situado en el primer piso, y llamó quedamente a su puerta.
Una voz interior sonó profunda.
—Adelante, pase.
Abrió la hoja el fraile y asomó su tonsurada cabeza por el quicio.
—¿Puedo, paternidad?
El doctor Carrasco levantó los ojos del escrito que estaba revisando y exclamó:
—¡Ya os he dado mi venia!
El fraile se adelantó hacia el prelado y a través de la gran mesa le alargó el sobre lacrado.
—¿Qué es lo que me dais?
—En la entrada, ilustrísima, hay un joven de aspecto distinguido que quiere veros sin tener cita. Le he dicho que eso era imposible y me ha rogado que os entregue este escrito y que espera respuesta.
En tanto el secretario provincial abría con un abrecartas el lacrado sobre, respondió:
—Ya sabéis que eso es imposible. Despedidlo sin más dilación... ¡Esperad!
El prelado había desdoblado el papiro y comenzaba a transpirar copiosamente.
—¿Se encuentra mal su ilustrísima?
El obispo tenía clavada su mirada en el pergamino y respiraba agitado.
—¡Hacedlo pasar! ¡Acompañadlo hasta aquí!
Abandonó la estancia el sorprendido fraile y don Bartolomé Carrasco se quedó solo. Su mirada seguía prendida en el pliego que tenía delante; ante sus asombrados ojos, que no daban crédito a lo que estaban viendo, aparecía diáfana y perfecta la señal escarlata, la misma que él tenía en su espalda a la altura del hombro.
De nuevo unos discretos golpes le anunciaron que el coadjutor había regresado.
Catalina atravesaba los salones del palacio episcopal siguiendo al fraile, cuyo tono había cambiado desde el momento que el prelado había dado su venia para verla sin tener cita concertada. Un sinfín de pensamientos se agolpaban en su mente y las dudas atormentaban su espíritu: ¿saldría viva de aquel lugar? ¿Dormiría aquella noche en las mazmorras del palacio? ¿Cedería el obispo a sus pretensiones?
No hubo tiempo para más. Sin casi darse cuenta, se encontró frente a la inmensa puerta claveteada que daba acceso al despacho del prelado.
—Si no os importa, esperaos aquí un momento.
Tras unos discretos golpes, se introdujo el coadjutor en la estancia y casi al instante volvió a salir.
—Podéis pasar, su ilustrísima os espera.
Catalina respiró hondo, colocó su mano izquierda sobre el pomo de su espada y, pensando que su suerte estaba echada, dio un paso hacia delante.
En medio de la estancia, orondo y apoplético se hallaba el obispo, con el rostro congestionado por el calor y por la angustia. La puerta se cerró tras Catalina y el personaje habló:
—Si sois quien imagino, vuestra osadía es más grande que mi paciencia.
—No sé quién imagináis que soy, pero para que no tengáis dudas os aclararé que estáis ante la persona que habéis perseguido con saña desde que intenté salvar mi vida huyendo de San Benito.
—¿Y vuestra soberbia os impide pensar que, si tanto os he perseguido, tendré poderosas razones para ello y que si venís por propia voluntad a meteros en la boca del lobo lo inmediato será que llame a la guardia y os haga encerrar en mis mazmorras a la espera que os pueda entregar, de nuevo, a la custodia de las gentes del rey con más cargos de los que antes teníais de venir?
—No haréis tal.
—¿Y qué os hace presumir tal cosa?
—La astucia del zorro le hace respetar a sus posibles presas. No creeréis que soy una estúpida para venir a visitaros, sabiendo el daño que habéis intentado inferirme, sin tener cubiertas mis espaldas.
—Despertáis mi curiosidad. No vendrá de unos minutos el demorar vuestro final; vamos a aposentarnos junto a la chimenea.
Partió el obispo a grandes zancadas hacia el extremo del salón y Catalina lo siguió. Sentáronse frente a frente en los dos sillones de suave cuero que cerraban el tresillo, y cuando el obispo hubo colocado su inmensa humanidad en el más cercano al ventanal preguntó:
—¿Me queréis decir qué majadería es ésta que hace que me entreguéis un papiro con un cabalístico dibujo en él?
—Con todo el respeto, ilustrísima, no creo que sea tan necio el hecho cuando, sin cita previa, me habéis recibido.
Unos golpes breves sonaron en la puerta y el fraile volvió a asomar su cabeza por ella.
La voz del prelado sonó iracunda.
—¡No quiero ser interrumpido hasta que yo os llame! ¿Me habéis comprendido, estúpido?
El hombrecillo se retiró al punto y Catalina comprendió que el obispo, pese a su simulada seguridad, tenía el gusano de la zozobra metido en el cuerpo.
—Os escucho. Decid lo que tengáis que decir y acabemos de una vez esta pantomima.
—Pues, veréis, la historia es muy larga y farragosa y no quiero cansaros. Parece ser que vos y yo partimos de un tronco común y de una familia muy peculiar.
El obispo se rebulló inquieto.
—Proseguid, no sé adónde pretendéis ir a parar.
—Vos y yo tenemos en nuestro cuerpo una peculiar señal, un pequeño ojo que llora tres lágrimas escarlatas, la cual avala lo que digo y cuyos orígenes son poco convenientes en los tiempos que corren.
—No sé a qué os referís. —Mares de sudor bajaban por la frente del prelado.
—Tal vez preferís alejaros de la chimenea...
—¡Proseguid, he dicho!
—¡No levantéis la voz, que no soporto que me hablen alto!
El doctor Carrasco quedó desconcertado.
—Os escucho —dijo quedamente.
Catalina intuyó que la partida se decantaba a su favor.
—Dicha señal corresponde a un judío quemado en la hoguera en Lisboa en tiempos del rey Juan, hace ahora más de doscientos años.
—Y ¿qué tiene que ver esto conmigo?
—Con vos y conmigo. Esta misma marca es la que llevamos vos y yo grabada en nuestra piel.
—Vos conoceréis vuestro cuerpo, pero no el mío. ¿Qué os hace aseverar tal despropósito?
—Si creéis, por un casual, que he venido a veros sin tener la certeza de lo que afirmo es que estoy ida, y no es el caso. Vos tenéis esta marca infamante y existen personas que lo atestiguan... con una diferencia respecto a mí.
—¿Y cuál es esa diferencia? —La voz del obispo sonaba insegura y apagada.
—A vos os importa lo que os pueda ocurrir y a mí me es indiferente; mi vida está perdida y no tiene sentido. Yo ya me he visto en un patíbulo y no me importa volver, y en cambio a vos la vuestra os importa en demasía y el castigo para un prelado que durante tantos años ha engañado al Santo Oficio imagino que sería terrible. La Suprema es implacable con los suyos cuando éstos la traicionan.
El secretario provincial estaba blanco como la cera.
—Vamos a suponer que así fuera. ¿Qué me impide encerraros en una mazmorra y no dejar que volváis a ver la luz?
—Estáis despreciando mi intelecto y eso no os conviene. Si en un plazo de días que no vienen al caso ciertas personas de la Corte no tienen nuevas mías, un códice perfectamente iluminado en el que consta la historia de la familia de los Lacrima-Dei irá a parar a las manos del confesor del rey, el reverendo Antonio de Sotomayor, junto con una carta explicativa de todo lo que tenga relación con dicha familia y con la señal que los llevó a la hoguera y que distingue a sus descendientes, entre los cuales evidentemente nos encontramos vos y yo, amén de otras personas de las que luego os hablaré.
—Y ¿dónde os hicisteis con dicho códice?
—Eso, a su reverencia, no le incumbe.
—¡Sois Satanás!
—Por eso me condenaron ya una vez.
—Y ¿cuál es vuestro trato?
—Ahora me parecéis más razonable. El día que me digáis, y a la hora que me digáis, yo regresaré a vuestra sede y vos habréis convocado a un personaje con el que tengo que dirimir algunas cuestiones.
—Y ¿quién es él?
—Vuestro familiar don Sebastián Fleitas de Andrade; eso es lo primero. Luego daréis los pasos necesarios para que mi caso sea revisado y yo aportaré las pruebas oportunas para restablecer mi inocencia y el buen nombre de don Diego de Cárdenas.
—¿Hay más?
—Sí, todavía quedan algunos cabos sueltos. Dejaréis en paz a la familia de don Martín de Rojo, el cual, por la edad que tiene, intuyo es mi verdadero padre, aunque yo sea hija ilegítima pues es evidente que me tuvo fuera de su matrimonio, a la que habéis perseguido con saña... cosa que de ser vos mi progenitor no hubierais hecho.
El obispo estaba totalmente destrozado.
—Si hago todo lo que me pedís y consigo vuestro perdón, ¿me entregaréis ese códice?
—No he hablado de perdón, he hablado de reabrir mi caso y de un juicio justo.
—De acuerdo. ¿Me lo entregaréis?
—El penderá cual espada de Damocles sobre vuestra cabeza y la mía durante toda la vida. Pero si vos no me agredís, no tenéis por qué preocuparos; yo sí tengo honor.
—Y ¿cómo me puedo fiar de vos?
—No tenéis otra...
El obispo meditó largo rato.
—De acuerdo. El próximo martes a las cuatro de la tarde, venid a esta casa; don Sebastián os estará esperando.
—No faltaré, excelencia.
Catalina se puso en pie y el prelado hizo el gesto de acompañarla hasta la puerta.
—No os molestéis, conozco el camino.
La escena se desarrollaba en el salón de la casa de los Rojo, en Quintanar del Castillo. Álvaro se hallaba sentado en un escabel, frente a su padre, con el rostro compungido y la mirada perdida en la lejanía. Los hechos acaecidos en Madrid, hacía unos meses, se habían ido esparciendo por todo el reino como reguero de pólvora, y las gentes hablaban y no paraban del insólito suceso protagonizado por la monja huida de San Benito.
El episodio había afectado en grado sumo a don Martín, hasta el punto que doña Beatriz de Fontes, su esposa, había llegado a temer por su salud. El hijo de ambos, don Álvaro, había regresado a la casa solariega después de testificar en el juicio contra la monja y andaba como alma en pena por los pasillos de la vieja casona. La llegada el día anterior de su antigua nodriza, Casilda Peribáñez, había desencadenado una serie de acontecimientos.
La mujer llegó por la mañana, desde San Benito, a visitar a su antigua señora y se encontró con la sorpresa, siempre grata, de hallar en la casa a su querido hijo de leche. La alegría fue mutua, ya que Álvaro tenía en gran estima a su nodriza y sus opiniones y juicios le afectaban en grado sumo.
El caso fue que, tras la comida, se encontraron ambos en el banco del pequeño jardín donde la castellana cultivaba sus rosales, y allí Álvaro le abrió su corazón: los remordimientos le estaban matando y la verdad era que no sabía qué hacer con su vida. Casilda lo intentó consolar, como hacía cuando de pequeño le contaba sus travesuras, y le sugirió que le confiara sus cuitas. Álvaro, cuyo corazón desde que diera el falso testimonio rezumaba amargura, le contó punto por punto todos los detalles del suceso, y Casilda quedó consternada.
—Yo conocía bien a esa muchacha que resultó ser el tal Alonso Díaz desde sus días en el convento, y os puedo asegurar, diga lo que diga ese miserable de alférez Campuzano, que es incapaz de obrar con deslealtad y de cometer el desafuero de la que la habéis acusado.
—Sé que he obrado muy mal y, creedme, ama, los remordimientos no me dejan vivir. Pero es que hay más.
—Contádmelo todo, Álvaro. Si no lo hacéis, no puedo ayudaros.
—Ama, la vida que a mi señor padre le place que yo lleve, a mí nada me dice. Quiero ingresar en los mínimos de San Francisco y dedicar mi tiempo a la oración, el estudio y a ayudar al prójimo; y, la verdad, no sé cómo decírselo.
—¿Habéis hablado con vuestra madre?
—Está tan preocupada por el estado de mi padre que aún no me he atrevido a hablar con ella.
—Si me lo permitís, yo lo haré. Pero debéis decir la verdad e intentar reparar el mal que habéis causado a otras personas, ¿me entendéis? Mal podréis comenzar una vida en religión en tanto no aligeréis vuestra conciencia del peso de sus culpas; yo os prepararé el camino, pero, creedme, debéis hablar con vuestra madre y ella, a su vez, lo hará con vuestro padre. ¡Dejadme ayudaros!
—Sea como decís, Casilda. Como siempre, seguís siendo mi paño de lágrimas.
Y así fue como Álvaro se encontró al día siguiente de esta charla frente a don Martín de Rojo dando la explicación verdadera de todo lo ocurrido, y que se contradecía con la que había dado a su llegada.
Don Martín pasaba los días en el mismo sillón que antes ocupara su progenitor, don Bernardo de Rojo, y frente al mismo ventanal. La muerte de su amigo el doctor Gómez de León le había sumido en una dolorosa situación, rematada ahora por los sucesos acaecidos en Madrid cerca de Catalina, y de los que se consideraba responsable.