Read Catalina la fugitiva de San Benito Online
Authors: Chufo Lloréns
Cuando su hijo le explicó la verdad de lo sucedido, un cúmulo de sentimientos contradictorios invadió su espíritu: por un lado la necesidad de reivindicar la inocencia de Catalina por el principal delito por el que la justicia del rey la perseguía, y que no era otro que la muerte con alevosía y engaño de Cristóbal López Dóriga; lo demás era rebatible y subsanable. Por el otro, la certeza absoluta de que su querido Álvaro, con su falso testimonio había sido la piedra angular sobre la que se había sostenido el arco de la acusación que llevó a la horca a su verdadera hija. Sobre los hombros del buen hidalgo se había desencadenado una auténtica tragedia griega, que no desmerecería a las de Edipo, Electra o Antígona.
Al mismo tiempo, una mano negra parecía obstaculizar cualquier intento que aliviara su economía y su situación. Podría decirse que había tocado fondo.
—Escribiré al señor de Villanueva. Regresaréis conmigo a Madrid en cuanto tenga noticias suyas y desharéis el entuerto diciendo la verdad, cual corresponde a un caballero. Luego, cuando hayáis arreglado esta cuenta, si queréis entrar en religión tenéis mi permiso.
Y el martes llegó. Catalina durante el desayuno dio las últimas instrucciones a Lorenzo.
—Hoy es el día; a las cuatro de la tarde es mi cita. Si mañana a la mañana no he regresado, ya sabéis lo que debéis hacer. Viajad de día, ya que vais solo, y llegando a Benavente dejad mi caballo y a
Afrodita
y pedid una escolta que os acompañe hasta Madrid; es demasiado importante vuestra llegada y tendrá demasiadas consecuencias para que os vaya a ocurrir un tropiezo durante el camino.
Lorenzo, que ya había suplicado a Catalina, sin conseguirlo, que le ampliara más la información, no insistió.
A las tres Catalina subió a su habitación y se pertrechó apropiadamente para la empresa que iba a acometer. Vistió pantalón negro acuchillado, medias color corinto que se embutían en sus altas botas y sobre la camisola se puso un coleto de piel de búfalo que le había entregado don Suero y que quedó cubierto por el jubón, también negro, que se colocó sobre él, rematándolo con un cuello de valona de encaje y unos puños de igual calidad; luego calzó los guantes descabezados que le permitían un sensible tacto de la empuñadura de su espada y, tomando el tahalí, se lo puso en bandolera con la funda de su fierro pendiendo por el lado izquierdo. Finalmente envainó su toledana, postrer regalo de Pedro Pacheco, y luego de despedirse de Lorenzo tomó su asimismo negro chambergo, orlado con un cintillo de raso y una pluma verde, y dirigió sus pasos al palacio episcopal.
En la puerta, a la que llegó cuando sonaban las campanadas de las cuatro, estaba aguardándola el mismo fraile que la atendió el primer día y cuya actitud, en esta ocasión, fue mucho más respetuosa y comedida que la última vez.
—Su ilustrísima os aguarda en sus dependencias y me ha ordenado que, en cuanto lleguéis, os haga pasar sin dilación.
—El obispo es muy amable.
Partieron hacia el interior y a Catalina se le encogió el corazón, en tanto seguía al clérigo, pensando que aquella osadía suya le podía costar la vida. Pero así lo había decidido, pues el honor de Diego de Cárdenas estaba por encima de todo y su amor clamaba venganza.
Fueron atravesando salones y tras subir la gran escalera central de mármol blanco, cuyas paredes se hallaban ornamentadas por las pinturas de aquellos que, antes que el actual, habían ocupado la sede episcopal de la ciudad, llegaron frente a la gran puerta que cerraba el despacho de don Bartolomé Carrasco. Después de golpear con los nudillos en ella y recibir el correspondiente permiso desde dentro, el coadjutor entró, dejando a Catalina un segundo esperando en la antesala.
El corazón de la muchacha galopaba desaforado, hasta el punto que dirigió una mirada a ambos lados temiendo que alguien pudiera oír sus latidos. No tuvo tiempo de que tal ocurriera, ya que la puerta se abrió de nuevo y el frailecillo, sujetando una de las hojas por el picaporte, la invitó a entrar. Catalina tomó aire y de una zancada se introdujo en la estancia.
El obispo, en pie, la esperaba en el centro de la estancia, imponente, embutido en un ropón morado y cubierta su cabeza con un solideo del mismo color. Su rostro no reflejaba expresión alguna y, desde luego, se había repuesto de la desencajada expresión que mostrara la última jornada.
—Veo que sois puntual.
—Mucho en cuanto a lavar mi honra se refiere.
El fraile había cerrado la puerta y se hallaban los dos solos.
—No veo a vuestro huésped.
—No os alteréis, me consta que ya ha llegado a Astorga y que está a punto de aparecer.
—Pocas cosas hay, tras esperar la muerte en un patíbulo, que me alteren. Por lo demás, vos debéis estar más interesado que yo en que esta entrevista se lleve a cabo.
—En efecto. Voy a cumplir mi parte en este trato y espero que vos hagáis lo propio. No olvidéis que don Sebastián es un mandado que no ha hecho más que cumplir con su obligación; el tiempo lo borra todo.
—Casi todo. El recuerdo de la traición y de la vesania nada lo cura.
—El Evangelio nos manda perdonar a nuestros enemigos hasta setenta veces siete.
—Excelencia, no añadáis el cinismo a vuestras virtudes.
Tocaron de nuevo a la puerta.
—¡Esperad un momento! —dijo el obispo—. Pasad a mi biblioteca particular. Nadie os molestará, ya que únicamente tiene acceso por este despacho; allí podréis conversar tranquilamente. —Al decir esto, Bartolomé Carrasco indicó a Catalina una puertecilla que se abría al fondo, en el extremo opuesto de la estancia—.Tened en cuenta que don Sebastián no sabe que le estáis esperando.
—No me creáis tan candida. Tiempo os faltará cuando entre por la puerta para notificarle que le espero, si no es que ya se lo habéis comunicado, pero no me importa.
—¿Qué sabéis vos de las complicadas decisiones a las que la diplomacia de la Iglesia obliga en algunas circunstancias?
El obispo acompañó a Catalina hasta la estancia contigua y, tras entrar ella, cerró la puerta.
El lugar era amplio, el techo artesonado y las paredes se hallaban atestadas de volúmenes y de documentos. Una gran mesa central con sillones a su alrededor ocupaba una gran parte de la estancia y una amplia cristalera proporcionaba luz diurna; la chimenea del fondo, como todas las del palacio, estaba encendida y unos grandes leños ardían en ella. Entre la mesa y el ventanal se extendía una larga y estrecha alfombra y en el extremo más próximo a la chimenea se hallaba un atril de lectura montado sobre un trípode de hierro con amplias patas, sobre el que se veía abierto un pesado tomo, y a su costado un ambleo con un gran cirio apagado que supuestamente servía para iluminar la lectura del monje que se dedicara a tal menester.
La puerta se abrió y apareció en su quicio la figura impresionante del portugués, acompañado por el obispo.
—Ésta, don Sebastián, es la visita inesperada de la que os he hablado y por la que os he hecho acudir desde Braganza. Espero que la entrevista sea provechosa para todos y que dirimáis vuestras diferencias como caballeros. Cuando vuesas mercedes estén de acuerdo en las medidas a adoptar en el futuro, entren en mi despacho; les estaré esperando.
El rostro que compuso Fleitas no engañaba, y su expresión era de sorpresa; saltaba a primera vista que el obispo nada le había dicho al respecto de la persona que le aguardaba. El prelado se retiró, cerrando la puerta, y los dejó frente a frente.
El momento era de una indescriptible tensión. Allí, frente a frente, mirándose a la cara se hallaban el cazador y su pieza. Catalina observaba la torcida sonrisa de aquel hombre, el inmenso costurón de su mejilla, sus ojos glaucos, y le parecía que sus fuerzas iban a flaquear; algo le decía que ante ella se hallaba un terrible adversario. Su momento había llegado y ahora no cabía echarse atrás.
El que rompió el fuego fue el portugués. Recobrado de la sorpresa, se fue quitando los guantes lentamente y se acercó a la mesa.
—Me alegro de volver a veros, Alonso Díaz o Catalina Gómez, como demonios os llaméis.
—Yo no puedo decir lo mismo, pero era necesario.
—El lugar que os corresponde es una mazmorra, pero parece ser que antes de que la ocupéis de nuevo tenéis algo que decirme.
—Ciertamente. Puedo haber cometido, a lo largo de mi vida, muchos errores y dispuesta estoy a pagar por ellos, pero lo que no admito es la mentira, el engaño y que hayáis querido manchar la honra de otros con falsos testimonios y felonías.
—No sé a qué os referís.
—¡Lo sabéis muy bien! Fui retada en duelo y me prepararon una emboscada. Yo no acudí con esbirro alguno, sino al contrario: fui sorprendida y atacada a traición por más de un enemigo y vos montasteis, con unos guardias venales y corruptos, una parodia de juicio en el que fui condenada con pruebas falsas. Pero no estáis aquí por todo ello.
El portugués sonreía.
—Decid lo que tengáis que decir, si es que aún hay más, porque os queda poco tiempo.
—Ciertamente queda lo principal: no solamente matasteis a traición a un caballero intachable, sino que quisisteis manchar su memoria acusándole de infamias que era incapaz de cometer.
—Os estáis refiriendo, sin duda, a don Diego de Cárdenas.
—Exactamente.
—Sabéis que las pruebas que se aportaron en vuestro juicio las adujeron gentes del rey, con las que no tengo trato alguno; el Santo Oficio nada tuvo que ver. No os acusaron de brujería, tampoco de ser zurda ni de cómo os escapasteis de San Benito, pero fueron concluyentes en cuanto a la actuación de vuestro socio; vos estabais herida y tal vez algo inconsciente, pero fui atacado y no tuve más remedio que defenderme. Era su vida o la mía, y como comprenderéis, no me fue dado elegir.
—¡Estáis mintiendo como el bellaco que sois!
El rostro del portugués adquirió una palidez pareja a la de la cicatriz que lo atravesaba.
—¡Tendréis que mantener con la espada lo que habéis dicho!
—¡A eso he venido!
—¡Pues cuando queráis y donde queráis!
—¡Que sea aquí y ahora!
Catalina se apartó para que el de Fleitas ocupara el extremo de la alfombra opuesto a la chimenea y ella se colocó, en tanto se ajustaba los guantes, en el otro extremo. El de Fleitas, lentamente, como regodeándose, se despojó del jubón y se quedó en camisa.
—Habéis elegido un lugar apropiado, Alonso; parece la sala de armas de cualquier academia. ¿Qué arma elegís?
—Espada.
—Sea, vamos a batirnos como caballeros respetando las reglas de un duelo y...
—No pretendáis sorprenderme, porque conozco vuestra artimaña.
Sebastián Fleitas, que ya había llevado su mano a la guarda de su espada, acusó el golpe.
—¡Para apalear a un bellaco como vos no me hace falta ningún ardid!
—¿Reconocéis entonces que sí lo empleasteis para asesinar a Diego de Cárdenas?
—¡Poneos en guardia y acabemos esta mascarada!
El familiar sacó su espada de la vaina y Catalina hizo lo propio; ambos contendientes se midieron tras colocarse en postura de combate, sobre la larga alfombra, y tantearon sus aceros. La sensación que causaba el portugués era terrible; a su imagen imponente se unía la longitud desmesurada de su brazo, que se complementaba con una espada acorde con su envergadura. La muchacha empezó a intuir que se había metido en un mal paso y que la aventura era superior a sus fuerzas. El primer ataque llegó. Fleitas tiró abajo y en rápida transición se perfiló, doblando su rodilla derecha, y se lanzó a fondo. Catalina con un hábil escorzo evitó el ataque y respondió con una finta marca Pedro Pacheco que obligó al otro a retroceder tres pasos y a volver a componer su figura.
En aquel instante, atraído por el ruido de las espadas apareció el doctor Carrasco, que silenciosamente había abierto la puerta; los contendientes luego de dirigirle de reojo una breve mirada continuaron concentrados en su pelea. El obispo cerró la puerta y apoyó su espalda en ella, siguiendo atento las evoluciones de los rivales. Únicamente se escuchaba el ruido de los aceros al chocar entre ellos y el fuerte resoplar del familiar. Catalina se dio cuenta al punto de que si no entraba bajo la guardia del portugués y éste conseguía mantenerla a distancia estaba perdida. Entonces apeló a su infalible recurso; con una rápida transición cambió de mano su espada y tras hacer un amago atacó a su contrincante por el lado inverso. Fleitas se desconcertó y retrocedió de forma atropellada. Ella aprovechó la circunstancia y alargando su zurda por debajo de la guardia del otro se tiró a fondo y sintió claramente que la punta de su estoque había hecho carne; retrocedió un paso para reiniciar su ataque y en una fracción de segundo observó que su rival se había llevado la mano zurda al hombro contrario y al retirarla la miraba asombrado: estaba llena de sangre.
El portugués lanzó una maldición:
—¡Voto a bríos que pagaréis cara esta afrenta! —En su mano izquierda había aparecido, como por ensalmo, una vizcayna.
—¡Sois un villano! Nuestro duelo era a espada.
Había retrocedido y estaba junto al gran atril de lectura cuando adivinó las aviesas intenciones de su enemigo. Éste se le vino encima, atacándola con las dos armas. La daga iba a herirla cuando, en rápido quiebro, hurtó medio cuerpo tras el grueso volumen allí depositado; la hoja tropezó en la madera del recio facistol y salió rebotada de la mano del portugués, cayendo bajo la mesa y lejos del alcance de ambos contendientes. Catalina, tras un amago se vio obligada a retroceder, pues el familiar, como un toro herido, se le venía encima; fintó y fue a hacer un molinete cuando la hoja de su espada se partió al chocar violentamente contra el hierro del ambleo a la vez que ella tropezaba en una de las patas del trípode del atril y caía de espaldas contra el marco de la chimenea.
Catalina pensó que su última hora había llegado. Miró su mano y vio la guarda de su espada sin hoja; luego levantó la vista hacia el portugués y pudo observar que una torva sonrisa curvaba su boca en un guiño fúnebre. Todo iba a terminar en un momento. Desde donde estaba la perspectiva de la estancia había cambiado; veía las torneadas patas de la mesa y el tablero le impedía ver en su totalidad la figura del obispo, que estaba al otro lado.
El de Fleitas se preparaba a ejecutarla cuando, súbitamente, por el rabillo del ojo Catalina observó cómo un pie calzado con un borceguí morado salía de debajo de una sotana del mismo color y empujaba hasta ponerla a su alcance la daga caída del familiar, que había resbalado hasta el otro lado de la gran mesa. Fueron fracciones de segundo. Fleitas, como impelido por una catapulta, se venía sobre ella a la vez que la daga que ya tenía en su mano volaba a su encuentro; el embroque fue a medio camino. Cuando el portugués cayó sobre ella, estaba muerto.