Catalina la fugitiva de San Benito (100 page)

BOOK: Catalina la fugitiva de San Benito
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Dorotea, ya en el interior de la iglesia se dirigió, siguiendo las instrucciones que le había impartido don Suero, hacia una de las capillas laterales donde se ubicaba el altar del Sagrado Corazón. Allí se hincó de rodillas en un confesionario sumido en la penumbra; una voz desde el interior la saludó.

—Ave María Purísima, Dorotea.

—Sin pecado concebida, Alonso... perdón, Catalina.

Las dos muchachas comenzaron a hablar sin freno y Dorotea lloriqueaba.

—Cuánto he sufrido por vos. Cuando supe que os iban a colgar por mi culpa, creí volverme loca. Todo me lo ha contado don Suero; he sido la causante de todas vuestras desventuras.

Dorotea se había retirado algo la capucha del rostro y Catalina pudo ver, a través de la celosía, sus ojos arrasados en lágrimas.

—El destino está escrito en las estrellas y nada nos sucede la víspera: lo que tenía que pasar, pasó, no os culpéis por ello. He tenido que recurrir a esta estratagema porque esta iglesia tiene ojos y oídos; aquí podremos hablar sin que nos molesten y, de esta manera, terminaré de poneros al corriente de mi plan. Veréis, Dorotea, esto es el refugio de mucho bellaco y es conveniente tomar precauciones.

Los sollozos y los hipos de Dorotea se escuchaban a través de la rejilla del confesionario.

—Si de algo fuerais culpable, yo ya os he perdonado.

—¡Pero, Catalina, he desencadenado un auténtica tragedia! ¡Un cataclismo siniestro!

—Nada podíais hacer. No fue vuestra culpa que aquel mal caballero se ensañase con vos, y no me pareció digno el permitirlo.

—Pero, Catalina, han muerto varios hombres, entre ellos el vuestro, a vos casi os cuelgan, María Cordero está presa.

—Las cosas fueron como fueron. Si en verdad queréis ayudarme, no lloréis más y haced lo que os digo.

La voz de la mujer sonó ahora clara y ansiosa:

—Haré cualquier cosa que me pidáis.

—Vais a cambiaros por mí. Entraréis en la garita y os quitaréis el sayal de hermano mínimo de San Bruno que lleváis sobre vuestras ropas y lo dejaréis dentro del confesionario. Cuando lo hayáis hecho me avisaréis y entonces intercambiaremos de nuevo nuestras posiciones: yo entraré en él y vos haréis como si estuvierais cumpliendo una penitencia; en más de una ocasión he visto aquí a alguna que otra adúltera arreglando sus cuentas con Dios a altas horas de la noche. Luego me pondré yo el disfraz y a las doce en punto afuera se armara un gran alboroto; en ese instante saldré a la calle y me perderé en la oscuridad. Vos pasaréis aquí la noche y mañana, tras la primera misa, partiréis hacia casa, sin que nadie os moleste. ¿Me habéis comprendido?

—Os he comprendido. Cuando digáis, estoy dispuesta.

—Pues proceded.

En tanto Dorotea se desembarazaba del sayal de fraile en aquel estrecho lugar, continuaba hablando a través de la celosía:

—¿Sabéis quién vino a verme y se ofreció a declarar a favor vuestro para aseverar que fuisteis retada en duelo y que vos no tuvisteis ninguna culpa ni cometisteis provocación alguna?

—¿Quién?

—El capitán Contreras, viejo amigo de María Cordero y que aquella infausta noche se encontraba allí y presenció todo el suceso; y, por cierto, tuvo a vuestro verdugo en su compañía en Flandes y sostiene que era un hombre de bien.

—Eso me consta y es en su memoria que también quiero hacer lo que voy a hacer. Agradecédselo en mi nombre, si tenéis ocasión, y enteraos de dónde vive; a lo mejor requiero su oferta en el futuro. ¿Estáis lista?

—Ya podéis entrar; os dejo el sayal sobre el banco.

El ruido de roce de ropas se oyó dentro de la garita y tras salir de ella Dorotea vistiendo sus ropas de mujer, entró Catalina en el confesionario para transformarse en un insignificante religioso.

Casi al instante, las doce sonaron en el reloj de la torre de la iglesia de los jesuitas.

Matizado por el grosor de los muros llegó hasta ellas un ruido de espadas y los gritos de alguien que pedía ayuda corriendo por la calle y acercándose a la iglesia.

Lorenzo avanzaba hacia la ronda que guardaba la entrada posterior del templo, gritando:

—¡Favor, aquí, se están matando dos caballeros! ¡A mí la ronda!

El sargento que mandaba el grupo de la otra puerta dio una seca orden a sus hombres para que acompañaran al que demandaba auxilio. Los cuatro corchetes partieron tras él.

—¿Dónde es el encuentro? —preguntó el que corría en cabeza al costado de Lorenzo.

—Aquí mismo, en el callejón de San Ginés.

Desembocó la guardia donde indicó Lorenzo y, a la pobre luz del farol de la esquina, divisaron a dos hombres que se estaban batiendo con fiereza.

—¡Ténganse, caballeros, en nombre del rey!

Los espadachines hicieron caso omiso de la advertencia y la guardia fue hacia ellos espada en mano.

En aquel instante ambos hombres volvieron sus aceros contra los cuatro y éstos se vieron sorprendidos por dos espadas muchísimo más diestras que las suyas y en un instante se estaban batiendo a la defensiva.

El maestro de armas acosó a los dos que le habían correspondido y con hábiles movimientos acorraló al primero contra un cubo de basura y mediante un par de fintas lo dejó sentado en él y sin posibilidad de salir de tan poco airosa situación. Entonces se revolvió contra el otro; era éste un viejo guardia cuyos años de agilidad hacía mucho que habían ya pasado. Lo hostigó junto a la esquina del callejón y cuando lo tuvo junto a la estrecha puerta de una casa, que estaba abierta, cargó contra él y cubriéndole el rostro con su propia capa le suministró un seco golpe en la cabeza con el pomo de su espada dejándolo fuera de combate.

Don Suero por su parte se las tenía tiesas con los otros dos: uno yacía ya en el suelo con la espada a su costado y, cogiéndose una mano con la otra, intentaba restañar la sangre que manaba de una pequeña herida; cuando vio que el otro caballero enmascarado se iba hacia su compañero, que aún estaba en pie, comenzó a pedir a gritos auxilio. Coincidió su demanda con la llegada de Lorenzo a donde estaba el otro retén, en demanda de más ayuda. Vaciló un instante el sargento y tras un corto cruce de palabra con el alguacil enviaron a un par de los hombres que aún les quedaban, a reforzar a sus compañeros.

Catalina se asomó, vestida con el hábito pardo, a la puerta de la iglesia, y tras mirar a uno y a otro lado se dispuso a atravesar la plaza a paso lento. Cuando ya había caminado la mitad del trayecto, una voz conminatoria detuvo sus pasos:

—¡Téngase en nombre del rey!

La sangre se detuvo en sus venas en tanto los pasos de alguien se acercaban. ¡Si la descubrían, esta vez se podía dar por muerta!

—A ver, fraile, ¡santo y seña!

A punto estaba de sacar la daga que llevaba oculta en sus ropas y que le había suministrado su amiga, cuando la voz del sargento que había visto entrar a Dorotea sonó a sus espaldas:

—Dejadlo marchar; es un fraile al que anteriormente he permitido la entrada. Se está muriendo alguien de su convento y ha venido a buscar los santos óleos. Su orden es de hermanos mínimos; ellos no pueden consagrar.

—Está bien, fraile, podéis marcharos.

Catalina prosiguió su camino y tras doblar la esquina se dirigió a la casa de don Pedro Pacheco.

Cuando los guardias de refuerzo llegaron, se encontraron una sorpresa: el caballero que los había ido a buscar en demanda de auxilio, había también desenvainado su fierro y los atacaba inmisericorde. La lucha fue corta y desigual. En un momento estaban los hombres de la ronda en inferioridad de condiciones y cuando los tres atacantes se dirigieron a sus caballos, en retirada, decidieron desistir; recuperaron al compañero herido y ayudaron a salir del cubo al que había caído en él, y del portal salió, maltrecho y seminconsciente, aquel que don Pedro Pacheco había golpeado con los gavilanes de su tizona. Entonces la tropa, humillada y vencida, regresó a sus cuarteles de invierno junto a la puerta de la iglesia llevando en sus ropas las muestras de la deshonrosa retirada y las huellas del combate.

Descubriendo las cartas

Cuando los conspiradores llegaron a la casa de don Pedro Pacheco Catalina estaba amagada en el portal, esperando, a resguardo de curiosas e inconvenientes miradas. Nada más llegar, los cuatro se fundieron en un apretado abrazo, congratulándose de que su empresa hubiera arribado a buen puerto.

La serena voz de Suero de Atares los trajo de nuevo a la realidad del momento:

—¡Dejémonos de efusiones, señores! Tiempo habrá para los abrazos. Subamos a vuestra morada, don Pedro, y sentémonos a preparar la segunda parte del plan que, por cierto, me parece mucho más incierta que la primera.

Los cuatro marcharon escaleras arriba, siguiendo en procesión al dueño de la casa. Llegados al rellano, abrió la puerta del piso don Pedro, y al tiempo que los conjurados se desembarazaban de sus capas lo hacía Catalina del sayal de cartujo.

—Pasemos a mi despacho, dejadme prender un candil y seguidme.

Don Pedro se adelantó a proporcionar luz al resto de los conjurados y éstos, en cuanto vieron alumbrado el despacho, echaron a andar pasillo adelante hacia la habitación del fondo. Todos buscaron acomodo: don Pedro tras la mesa y Catalina y don Suero en los sillones de delante; Lorenzo lo hizo en un escabel que tomó del fondo de la estancia.

—Primeramente, señores, quiero agradecer lo que por mí han hecho con riesgo de sus vidas.

—Dejad esto, Alonso... perdonad, pero me cuesta llamaros Catalina —interrumpió don Pedro.

—Creo que don Suero y yo lo hemos hecho, además de por vos, en memoria de don Diego. Ayudaros a recuperar su buen nombre, descarga nuestra conciencia. —El que de esta manera se expresaba era Lorenzo, el encomendado, que se rebelaba ante la muerte que los jueces habían tildado de deshonrosa, de su amigo.

—Vayamos, pues, al asunto. ¿Cuándo queréis partir, Catalina?

—Creo, don Suero, que me conviene viajar de noche y descansar de día. O sea que, si el tiempo lo permite, lo haré de esta manera.

—Hemos acordado los tres que Lorenzo os acompañe; los caminos son peligrosos y más aún de noche. Él os hará de escudero en este lance, y se ocupará de vos y de las cabalgaduras. Yo me quedaré en Benavente, pero hasta allí haré el camino con vos; luego, tras ver a don Benito de Cárdenas e intentar explicarle algo de todo esto, regresaré a Madrid y esperaré ansioso vuestras noticias.

—Bien me parece y os agradezco la compañía, aunque este asunto, llegados a Astorga, lo debo resolver yo sola. Es, cómo os diría, una cuestión personal.

—¿No dejáis que os acompañe? —Quien ahora preguntaba era don Pedro.

—Vos tenéis aquí una delicada tarea. Ya sabéis; si en diez días no tenéis noticias nuestras, el padre Cosme Landero, rector de los jesuitas, espera que le entreguéis el paquete que os dejé para que lo guardarais en vuestra caja fuerte, y él lo hará llegar, junto con una carta esclarecedora, a las manos de fray Antonio de Sotomayor, confesor del rey. Aquí reside, don Pedro, el meollo de nuestro plan, y éste y no otro será nuestro seguro de vida si las cosas se torcieran.

—Descuidad, que así se hará. ¿Cuándo queréis partir?

—Ahora mismo; el tiempo de cambiar mis ropas y ponerme en camino.

Los tres hombres se miraron.

—Pues vamos allá, y que la suerte os acompañe.

Todos se levantaron y en tanto Catalina se vestía con ropas masculinas Lorenzo bajó a la cuadra a preparar las cabalgaduras.

Tras la noche del duelo el ayo, alegando que los caballos que allí se habían encontrado pertenecían a la casa de Cárdenas, había recuperado a
Lucero
y
Boabdil y
los había guardado en las cuadras del palacete de la calle Barquillo. Y aquella noche, tras meter a
Boabdil
en la cuadra de don Pedro Pacheco, habían partido al rescate de Catalina montados, Lorenzo en
Lucero,
el caballo de Diego, y él en
Laureado,
que había sustituido en sus afectos a
Primoroso,
su viejo y fiel caballo.

Antes de la partida Catalina pidió a don Pedro los trebejos de la escritura y, con sumo cuidado y a dos tintas, copió del papiro guardado en el forro del antiguo códice la mancha escarlata del ojo y las tres lágrimas. Todo lo puso luego a buen recaudo en su escarcela y, ya pertrechados los tres, se dispusieron a partir.

Don Pedro Pacheco había decidido acompañarles hasta los límites de la ciudad, no fuera caso que antes de la salida al camino real por el puente de Segovia tuvieran un mal encuentro.

Partieron los cuatro cómplices, montados y pertrechados los tres para el camino, llevando Lorenzo sujeta al arzón de la silla de su cabalgadura a
Afrodita
cargada con el ligero equipaje de los tres viajeros; tras cinco años de vagar por el mundo, regresaba a su cuadra en Benavente.

Al llegar a la cruz de madera que marcaba el límite de la ciudad y de la que partía la calzada que conducía a Segovia, don Pedro Pacheco detuvo su caballo.

—Que Dios os acompañe, Catalina.

—Que él os escuche. Es hora ya de que ayude a los buenos. Gracias por todo, don Pedro. ¡Estoy en deuda con vos!

—Nada me debéis. Lo que quiero es volver a veros, Alonso; no me defraudéis.

—Descuidad, tengo yo tanto interés como vos. Adiós, buen amigo, hasta pronto.

Y tras un saludo con la mano, los tres viajeros dieron espuela a sus cabalgaduras y se metieron en la noche.

Reencuentro con el pasado

El viaje fue lento. Cabalgaban de noche y de día se refugiaban en bosques y espesuras procurando, sin desviarse de la ruta preestablecida, andar por caminos alternativos y veredas secundarias. No era probable que la Santa Hermandad se metiera con ellos, ya que no habiendo delinquido en campo abierto era difícil que las autoridades de la Villa y Corte hubieran dado parte, si es que ya lo supieran, de la huida de Catalina de la iglesia de los jesuitas.

El itinerario escogido hasta Benavente pasaba por Arévalo, Medina del Campo, Tordesillas y Medina de Río Seco. A Catalina cada tramo del camino le traía recuerdos imborrables. En su mente se amontonaban las experiencias vividas con los titiriteros y sobre todo la inmensa ilusión alimentada en su corazón de muchacha enamorada durante aquellos días felices en los que pensaba que pronto iba a estar cerca de Diego. Jamás hubiera imaginado que la vida la trataría de aquella manera cruel y despiadada. Le parecía como si de golpe hubiera envejecido cien años, y ya nada de lo que le sucediera le importaba. Tenía algo que hacer y lo iba a hacer; luego ya pensaría cómo manejar su vida. Entre sus planes estaba el parar en Benavente para ver al señor de Cárdenas y pedirle perdón por todo el daño que, involuntariamente, le había causado; luego seguiría hasta La Bañeza y llegaría a Astorga. Entonces, si todo transcurría como había planeado, quedaría en paz consigo misma y habría cumplido su destino.

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