Read Catalina la fugitiva de San Benito Online
Authors: Chufo Lloréns
Catalina leyó tres veces la carta y la depositó en su regazo. Luego abrió el pequeño códice y observó la nota que ponía en su encabezamiento y la gratitud que expresaba su propietario caso de que el libro fuera reintegrado a su familia en Estambul. Y efectivamente y tal como explicaba Casilda, su apellido leído al revés: «Yed-Amircal», se convertía en «Lacrima-Dey». Después examinó cuidadosamente la hoja en la que se veían claramente dibujadas el conjunto de las referidas manchas y al costado de cada una el nombre de aquellos a los que pertenecieron. Allí estaba, perfectamente dibujada, su misma marca: un pequeño ojo escarlata del que manaban tres lágrimas. Extravió su mirada por los tejados de Madrid a través del ventanal del despacho de don Pedro Pacheco y comenzó a atar cabos que, poco a poco, iban conformando una idea. En todos los años de su vida no había recibido la cantidad de información que acumuló aquellos días, y parecía que desde el domingo anterior y tras la reyerta con el de López Dóriga el firmamento, para bien o para mal, se estuviera desplomando sobre ella.
Tres personas tenían la señal escarlata, y una de ellas perseguía implacablemente a las otras dos. En su cabeza comenzó a plasmarse la imagen de aquel que podría ser su progenitor, pero un problema se presentaba a la misma vez. El hijo de don Martín de Rojo que amamantó Casilda tenía exactamente sus años, y no cabía por tanto la posibilidad de que el hidalgo fuera su padre... de no ser que doña Beatriz de Fontes hubiera parido gemelos, cosa totalmente imposible ya que Casilda o Leonor hubieran tenido noticia de ello.
Súbitamente una luz pareció abrirse paso lenta y pertinaz en su mente. Ella podía haber sido una hija natural del hidalgo y, como tal, la habían depositado en San Benito al cuidado de la priora que tantas deferencias tuvo con ella; la misma madrugada que venía al mundo el hijo del hidalgo, un caballero embozado la depositaba en el monasterio sin explicar su origen. La única persona que conocía el secreto se fue con él a la tumba. Todo era muy extraño; lo único cierto era que debía tomar medidas por si el domingo al anochecer su destino se truncaba. Otrosí, recordaba infinidad de ocasiones en las que Rivadeneira instalaba su caballete en cualquier rincón del monasterio y con sus pinceles se dedicaba a pintar, por cierto con mucha habilidad. En consecuencia, el artífice del dibujo que rescató de la escarcela del esbirro que enviaron tras ella no podía ser otro que el fraile, ya que nadie más hubiera sido capaz de pintarla de memoria, y el hecho de que la Suprema lo tuviera en su poder demostraba que el instigador de todo ello era el obispo Carrasco, sin cuya aprobación y consenso jamás el fraile hubiera dedicado sus ocios a tal menester. Todo ello lo ratificaba la posdata de la carta de Casilda.
Lentamente su cabeza comenzó a urdir un plan. Volvió a empaquetar el códice con la hoja correspondiente a las señales que habían figurado en la piel de los judíos quemados en la hoguera en Lisboa hacía más de siete u ocho generaciones y se fue a buscar a don Pedro, que estaba dirigiendo la clase de los alumnos más aventajados. Éste, al verla, dejó la dirección de la misma al más adelantado y se aproximó donde ella estaba.
Al ver su expresión traspuesta, indagó:
—Qué pasa, Alonso, ¿malas nuevas?
—Más bien desconcertantes. Me hace falta vuestra ayuda.
—Contad con ella. Pero mejor será que me lo expliquéis en el despacho.
Partió el maestro pasillo adelante y tras él fue Catalina. Cuando hubieron llegado, se sentaron ambos y don Pedro habló en tanto se quitaba los guantes de piel de cabritilla con los que invariablemente daba sus lecciones.
—Pues vos me diréis, querido amigo.
—Veréis, maestro, el caso es que las nuevas que me han llegado son para mí como un seguro de supervivencia caso que en mi vida las cañas se tornaran lanzas
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—Y ¿cuál es mi papel en este envite?
—Mi deseo es que guardéis en lugar seguro el paquete que me habéis entregado; caso de que por cualquier circunstancia no pudiera yo recogerlo, entonces vendría a por él persona por mí enviada y os diría lo que debéis hacer.
—¿Y cómo reconoceré a vuestro enviado?
—Estableceremos una contraseña.
—Y ¿cuál será ésta?
—¿Recordáis que el primer día os llamó la atención la marca de mi espada?
—Perfectamente. La marca del perro pertenece a una estirpe de grandes armeros toledanos.
—Pues bien, la persona que venga en mi nombre os dará mis instrucciones diciendo: «Vengo de parte de alguien que está interesado en la marca del perro.» Entonces os ruego hagáis lo que él o ella os digan.
—Podéis estar tranquilo, que así se hará. Pero ¿por qué os asaltan estos temores?
—No era mi intención hablaros de ello, pero ya que los huesos del muerto
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han caído de esta manera voy a abriros mi corazón.
—Me preocupáis, Alonso, ¿qué es lo que pasa?
—Maestro, hoy he venido a practicar porque el domingo al anochecer tengo un duelo.
—¿Qué me estáis diciendo?
—Lo que estáis oyendo, y... no es a primera sangre.
A don Pedro Pacheco se le ensombreció el semblante.
—¿Sabéis lo que decís?
—Bien que lo siento, pero no estuvo en mi mano el evitarlo.
—Pero ¿intentasteis que fuera a primera sangre?
—Lo intenté, maestro, pero no fue posible.
—Lo peor de todo es que os pueden matar, aunque ello no será fácil. Pero ¡vos no sabéis lo que es matar a un cristiano de cerca y cara a cara!
Catalina demoró un instante la respuesta y a punto estuvo de decirle que sí sabía lo que era matar a un hombre.
—Cualquier consideración que tengáis a bien hacerme la entenderé, pero no estuvo en mi mano el impedirlo.
El maestro enarcó las cejas, invitándola a proseguir.
—Ofendieron gravemente en mi presencia a una dama amiga mía que no merecía semejante trato.
—Entonces lo comprendo. ¿Y quién es vuestro retador?
—Don Cristóbal López Dóriga. ¿Lo conocéis?
—Su apellido me es conocido, pero no lo tengo presente. ¿Y su padrino?
—Creo que fue alférez del Tercio; Matías Campuzano es su nombre.
La expresión del maestro cambió súbitamente.
—Andaos con mucho tiento; es un áspid. Lo tuve que echar de mi academia. Y vos, ¿tenéis padrino?
—Lo tengo, pero prefiero guardar su nombre en secreto.
—¿Se van a batir los padrinos?
—No lo creo, pero cabe la posibilidad.
—Si no lo tenéis perfectamente claro puedo apadrinaros.
—Gracias, maestro, pero sé que vuestro oficio os impide tal menester. Perderíais alumnos y, de correr la voz, os podría traer consecuencias funestas e incluso los hombres del rey podrían llevaros preso.
—Una buena capa que proporcione un buen embozo, y asunto resuelto. ¿Dónde será el encuentro?
—El domingo, en la ribera del Manzanares junto a la tapia del cementerio viejo que se halla al lado de la ermita del Ángel de la Guardia, a las once en punto de la noche.
—Permitidme que insista. No sé quién os apadrina, pero del venado que tendréis enfrente cabe esperar cualquier vileza.
—No, gracias, don Pedro, mil mercedes pero no. Lo que preciso de vos es el favor que os he pedido.
—Contad con él, pero el lunes por la mañana os quiero aquí vivo y explicándome el lance.
—Descuidad, que por lo que a mí respecta intentaré por todos los medios complaceros; tengo demasiado aprecio a Alonso Díaz para permitir que le pase algo desagradable.
—Alonso, si os veis apurado usad la zurda; no tengáis reparo. —Al maestro se le veía preocupado—.Y ahora, si os parece, vamos a practicar un rato.
—A eso he venido.
—Pues vamos a ello.
Don Pedro Pacheco se puso en pie y tras guardar el paquete en la caja de hierro de su despacho que estaba oculta tras un cuadro que representaba un lance de esgrima, salió de la estancia seguido de Alonso.
Diego llegó al numero veinticuatro de la calle de la Flor y tras dejar su caballo atado en una de las anillas de la pared que se hallaban sobre el abrevadero municipal, se dirigió a una puerta pintada de verde que, según había dicho Alonso, pertenecía a la casa. Su mano nerviosa alcanzó la aldaba y tras obligarla a golpear la claveteada puerta aguardó, con el oído atento, los pasos que anunciarían sin duda a la persona que se aproximaba. La espera no fue excesiva y al instante, al abrirse la cancela, apareció la figura oronda y exuberante de María Cordero.
—¿Cómo vos por aquí, buen caballero? ¿A qué se debe la sorpresa de esta inesperada visita?
El volumen de la voz era excesivo, cual si fuera dedicado a que otra persona más alejada la oyera. Diego se dispuso a seguir el juego.
—Cupido es un tenaz lebrel y no he parado hasta que he descubierto la casa donde se aloja doña Clara Arnedillo, y a riesgo de parecer descortés me he atrevido a presentarme aquí ya que en el Corral nadie me ha sabido dar razón de su paradero. Don Pedro de la Rosa parece ser que estará ausente de Madrid por un tiempo y me preocupaba que algo malo le hubiera ocurrido a la dama; en este Madrid suceden cada día cosas desagradables y todos estamos expuestos a ellas.
—No sufráis, Clara se encuentra perfectamente y os agradecerá vuestros desvelos. ¡Pero pasad, no os quedéis en el zaguán!
Se retiró la oronda humanidad de la dueña y el quicio de la puerta quedó libre, dejando el paso franco a Diego, que chambergo en mano se introdujo en la estancia.
—Tomad posesión de vuestra casa. Si me permitís, voy a anunciar vuestra presencia a mi señora.
—Pedidle perdón por mi intromisión y decidle que si cree inoportuna mi visita me retiraré al punto.
—No os preocupéis. Hoy no pensaba salir de casa, pues tiene la garganta inflamada, y estará encantada de que tan buen caballero se haya acordado de nosotras. —Al decir esto sus ojos pergeñaron un guiño cómplice.
Salió la dueña de la pieza y desapareció por la puerta del fondo dejando a Diego nervioso y feliz ante la inminente aparición del motivo de sus desvelos; el chapeo rodaba, incesante, entre sus manos y para apaciguar su espíritu paseaba la cámara arriba y abajo con pasos breves y contenidos.
Catalina había cuidado al máximo su aparición. Perfumada la noche anterior con esencia de jazmín, afinada su piel con aceite de almendras y rodajas de pepino, depilada con goma arábiga y maquillada, resaltando sus pómulos con bermellón y arrebol, por la Cordero, se había colocado una sobria y fácil peluca que le quedaba firmemente asentada; una crencha partía en dos su cabellera tratada con alheña a fin de que cogiera una tonalidad caoba, manteniéndola lisa en ambos lados hasta las sienes para, desde allí, desencadenarse en bucles cortos que enmarcaban su bellísimo rostro. Un apretado corpiño negro ceñía su cuerpo hasta la cintura, resaltando su escote cuadrado el esplendor de los senos, y una amplia saya floreada ornada con un sobredelantal de color cereza descendía cubriéndola hasta los chapines.
La presencia de aquella criatura en el quicio de la puerta dejó sin aliento al joven, que se precipitó hacia ella haciendo una gentil reverencia y, en tanto que su chambergo dibujaba en el aire un airoso vuelo, besó la mano que ella le tendía.
—¡Don Diego, qué grata sorpresa! ¿Cómo habéis dado con mi casa si casi nadie en Madrid conoce dónde vivo?
—Señora, las ganas de volver a veros han sido el incentivo de mis averiguaciones y el ingenio que ha guiado mi osadía hasta atreverme a venir a visitaros.
En aquel instante la Cordero asomó su rechoncha figura por la puerta de la cocina y con voz meliflua preguntó a su ama:
—¿Se quedará don Diego a cenar con nosotras, o tiene otros compromisos?
—Si os place y no os requieren en otra parte, será un placer el compartir con vos nuestra humilde mesa —dijo Catalina.
—Yo venía únicamente a enterarme de vuestro estado, ya que nadie me sabía dar razón de vuesas mercedes.
—¿Quiere esto decir que no podéis aceptar nuestra invitación?
—¡Por Dios, señora! Ni me atrevo a pensar que merezco tal atención y, desde luego, nada mejor podría hacer esta noche que acompañaros. Ni el estar invitado a la mesa del rey sería obstáculo para quedarme con vos ésta... y todas las noches.
—Sois muy gentil, pero algo me dice que debéis de tratar así a todas las damas.
Cuando Diego iba a responder, la Cordero interrumpió:
—Si os parece, señora, pondré la cena en el velador del jardín ya que la noche invita a ello; faltan tres días para la luna llena y hoy va a hacer una noche estrellada.
—Bien me parece, María. Nuestro señor don Diego podrá darse cuenta de que, si bien nuestra hospitalidad es humilde, en ningún lugar lo recibirán con más afecto y cuidado.
Diego estaba abrumado y no sabía ni qué decir.
—Señora, para mí cenar en vuestra compañía es el más hermoso de los regalos.
—Entonces, doña Clara, en tanto lo preparo todo os serviré un tentempié en la salita de la biblioteca.
—Bien me parece, María. —Y dirigiéndose a Diego—: Si me hacéis la merced...
Partió Catalina hacia la pequeña estancia, invitando al muchacho a seguirla. Iba en una nube; se daba cuenta de que tal vez fuera aquella la única vez en su vida que tendría ocasión de estar a solas con él y que el momento tan ardientemente soñado se avecinaba... Después lo que le deparara la vida, si es que le ofrecía algo más, lo consideraría un regalo; ella había nacido para amar a Diego y, dado que no tenía un apellido ilustre que ofrecerle, nada más se planteaba. Si tras la noche del domingo seguía con vida, todos los minutos que él le dedicara como amiga, manceba o mantenida, los consideraría un regalo del destino.
Diego no se acababa de creer su buena estrella. Aquella divina criatura le obnubilaba; una de las mujeres más admiradas de Madrid estaba allí e iba a compartir con él la velada. Su juventud no conocía obstáculos, y si su amor era correspondido estaba dispuesto a seguirla a cualquier parte y a comenzar una nueva vida con ella en otra ciudad y si falta hiciera en otro país, aun a riesgo de disgustar a su querido padre, que sin duda al conocerla comprendería su decisión y sabría perdonarle.