Read Catalina la fugitiva de San Benito Online
Authors: Chufo Lloréns
—Os comprendo y lamento que nuestro encuentro haya tenido un inicio tan tenso e inconveniente.
—No os preocupéis, mi actitud tampoco ha sido la más apropiada. Achacadlo al camino y a la sorpresa del recibimiento; amén de que el impacto de visitar San Benito y por primera vez no encontrar al frente de él a mi querida hermana me ha afectado en demasía. Si sois tan amable, me gustaría por cierto visitar su tumba antes de retirarme a descansar.
—Ahora mismo os enviaré a un lacayo; os acompañará al cementerio que está detrás de la iglesia y se hará cargo de vuestro equipaje. Y sed bienvenido, como siempre, a esta santa casa. La regla de la orden no excluye la hospitalidad a propios y extraños, y menos aún la debida a los protectores del convento.
Y tras decir esto último, la nueva priora se levantó de su escabel y el hidalgo hizo lo propio. Entonces sor Gabriela tiró del cordoncillo y en tanto la cortinilla se deslizaba suavemente por su guía, ocultó a los ojos de don Martín la imagen del rostro de la monja; al ponerse ésta en pie una retícula cuadriculada se proyectó sobre él, efecto de la luz del sol al atravesar con sus rayos la celosía de madera, mientras la monja se alejaba por el pasillo interno del locutorio seguida de un murmullo de rosarios, hábitos y refajos.
Apenas pasados unos minutos, se abrió la puerta y apareció Antón Cifuentes: oportunamente avisado, acudía solícito para atender las demandas del hidalgo.
—Estoy a vuestra disposición, excelencia, para lo que tengáis a bien disponer.
—Os agradezco el tratamiento, pero no me corresponde. Nos conformaremos con el de señoría, que es el que se adecua a mi persona. ¿Quién sois?
—Antón Cifuentes, lacayo, jardinero, cochero y mozo para todos los usos. Sirvo para cualquier menester.
—Entonces, hacedme la merced de tomar mi alforja de viaje y conducirme a los aposentos que la orden tiene reservados para sus protectores. Luego esperaréis que me componga y me acompañaréis al pequeño cementerio que tiene la comunidad tras el ábside de la iglesia, donde está enterrada mi querida hermana, la antigua priora de este convento.
—Sea como ordenáis.
El hombre se adelantó hasta el banco donde el hidalgo había depositado sus pertenencias y, cargando la alforja al hombro, le indicó que hiciera el favor de seguirlo. Antón lo condujo a través de patios, claustros y pasillos hasta el torreón donde se ubicaban los aposentos destinados a los ilustres visitantes que en contadas ocasiones recibía la comunidad, y abriendo la puerta del que se hallaba situado en la esquina lo introdujo en él, mostrándole su interior. Era éste el más desahogado de los cuatro, ya que al estar emplazado en el ángulo suroeste del monasterio tenía dos ventanales que se asomaban a dos fachadas; era a su vez mucho más amplio y luminoso, y asimismo era el que cinco años antes había alojado a don Suero de Atares en el viaje que, acompañando a Diego, realizó a San Benito. Antón, tras colocar la bolsa en un sillón, mostró al hidalgo las dos estancias que componían el conjunto y demandó si necesitaba alguna cosa.
—Traedme una jofaina de agua para refrescarme y un poco de fruta, y tened luego la amabilidad de esperarme en el corredor.
Salió el lacayo a cumplir el mandato y don Martín se dedicó a inspeccionar la estancia. Se hallaba ésta soberbiamente amueblada dentro de la sobriedad que imperaba en el lugar y en la única pared que no tenía aberturas lucía un tapiz del Veronés hecho en honor de la Inmaculada Concepción, en donde se veía a una hermosa doncella que con su pie derecho aplastaba la cabeza de un horrible monstruo, según la alegoría del Apocalipsis de san Juan; era éste el motivo más importante de la estancia. En su centro, una cama bajo un adamascado baldaquino presidida por un gran crucifijo de madera forrado de panes de oro y trabajado por un diestro buril, y en el ángulo entre las ventanas una rinconera cuyos anaqueles estaban ocupados por pequeños volúmenes de temas religiosos; un bargueño y una cómoda, amén del sillón donde había depositado la alforja el hombre, un escabel al costado de la cama y una banqueta alargada a sus pies completaban el mobiliario de la estancia. Todos los muebles eran de nobles maderas y en su manufactura se podía apreciar la pericia de sus artesanos. Pasó luego el hidalgo al cuarto contiguo. En él se ubicaban los enseres propios para el cuidado y desahogo del cuerpo: una bañera de cinc, un servidor para aliviarse y una aguamanil de porcelana soportado por cuatro patas de madera torneada que simulaban las garras de un grifo mitológico y en cuyo estante inferior se alojaba una jarra de pico de pato.
En todo ello andaba don Martín cuando ya regresaba el lacayo portando lo encomendado, a lo que había sumado por cuenta propia una frasca del mejor vino del convento que, de no tomarlo el huésped en su totalidad, él se encargaría de que no tornaran a la cocina ni los posos. Dejó la bandeja de las frutas y el vino en la cómoda y depositó la jarra junto al aguamanil en el aposento del aseo.
—Si no mandáis otra cosa más, me esperaré en el banco del corredor para acompañaros hasta el cementerio de las monjas.
—Sea como decís. No voy a demorarme nada.
Partió el gañán y, tras cerrar la puerta de la habitación, se dedicó a entretener su ocio mirando el paisaje que se ofrecía ante sus ojos desde una perspectiva que no era la común de todos los días.
Súbitamente sus sorprendidos ojos divisaron al padre Rivadeneira en animado coloquio con Fuencisla, una de las recogidas, a la que sujetaba por los hombros con un brazo en tanto con la otra mano le acariciaba el rostro. Al colocarse de cara al lugar desde donde observaba le pareció, pese a la distancia, que la chica estaba llorando.
No habían transcurrido cinco minutos cuando ya el hidalgo, acicalado, compuesto y habiendo repuesto fuerzas para el lance que se avecinaba, aparecía en la puerta de su habitación e indicaba al mozo que lo acompañara al pequeño camposanto de San Benito. Dejó éste su observatorio y se dispuso a cumplir el mandato. Partieron ambos. Precedía el lacayo al hidalgo y de esta guisa recorrieron el camino que separaba las habitaciones de los huéspedes del pequeño cementerio de las monjas. Una cancela de hierro forjado cerraba la tapia del sagrado recinto y en tanto el mozo procedía a abrirla con una gran llave que extrajo del bolsillo de su jubón, don Martín se entretuvo en observar el lugar. La pared del fondo estaba ocupada por cinco hileras de nichos de veinte compartimentos cada una con lápidas uniformemente iguales, donde reposaban las monjas fallecidas a lo largo del tiempo; su nombre de religión, además de la fecha de sus votos solemnes y el día de su óbito eran los únicos datos que se podían leer en los mármoles que cubrían sus tumbas. A la derecha, otra hilera de menor rango albergaba los cuerpos de las personas fallecidas dentro de San Benito y que habían estado a su servicio pero que no eran religiosas: mozos, recogidas, jardineros y un sinfín de antiguos servidores; en sus lápidas únicamente se leía un nombre y una fecha. A los pies de dichos nichos, varias pequeñas tumbas que por su tamaño y aspecto intuyó el hidalgo que eran sepulturas de infantes, circunstancia irrelevante ya que un alto porcentaje de los neonatos que allí abrían sus ojos no llegaban a cumplir el mes de vida; al otro lado, las sepulturas de los frailes, sacerdotes que lo fueron del convento y que habían fallecido en el desempeño de su cargo dentro de la orden. En el centro de las tres construcciones, dos hileras de tumbas: al fondo las de los protectores que en vida habían expresado su deseo de ser inhumados en San Benito, como así tenía él dispuesto en su testamento, y finalmente y en primer plano las sepulturas de las monjas que fueron prioras del cenobio, todas iguales. Una gran cruz de hierro forjado las presidía y la lápida era un plano inclinado, y allí en letras huecograbadas se podía leer su nombre en religión y tres fechas: la de la jornada que hicieron sus votos solemnes, la del día que fueron elevadas por sus iguales al cargo máximo y finalmente la fecha de su óbito.
Antón Cifuentes ya había conseguido abrir la verja y con un ademán invitaba al hidalgo a adentrarse en el recinto. Éste así lo hizo, chambergo en mano y el gesto respetuoso y contenido. Solamente se oía en aquel lugar el trino de los pájaros, el murmullo del viento entre los cipreses y el crujir de la grava bajo el paso y el peso de las botas de don Martín. Llegado que hubo al pie de la última sepultura, leyó mecánicamente el epitafio de la monja que aparecía grabado en una lápida provisional:
AQUÍ REPOSAN LOS RESTOS MORTALES DE LA MADRE TERESA DE LA ENCARNACIÓN, PRIORA DE SAN BENITO
Y a continuación las tres consabidas fechas. Los recuerdos se agolparon en la cabeza de don Martín y en aquel instante cobró conciencia de que su querida hermana había fallecido y de que ya nunca más podría usar de su sabio consejo, de su justo criterio y de aquel su empuje sin igual. Una lágrima amarga asomó a sus ojos y pugnó hasta deslizarse por uno de los surcos de su curtido rostro de hombre acostumbrado a la intemperie y a la vida del campo. Antón Cifuentes, respetando la emoción del momento, se hizo a un lado y se camufló tras la sombra del muro; de cualquier manera, estaba el hidalgo tan absorto en su pensamiento que ni cuenta se dio de la acción del mozo. Pasaron los minutos. La voz de don Martín resonó honda y contenida:
—¡Juro por Jesucristo, querida hermana, que no os olvidaré jamás. Que no os han de faltar mis oraciones ni las misas que cada año haré celebrar en vuestra memoria y que no descansaré hasta aclarar las causas de vuestra muerte!
Dicho el parlamento se persignó y, dando media vuelta, se dirigió a la salida a grandes zancadas de tal guisa que el mozo tuvo que hacer grandes esfuerzos para seguirle.
Un año había transcurrido y los días se sucedían en la vida de Catalina tan densos y tan plenos que cada noche al recogerse en su habitación se asombraba de que ya hubiera transcurrido otra jornada y las horas se le hubieran escurrido entre las manos ligeras y sutiles cual alas de mariposa. Su anterior vida se había ocultado en algún recoveco de su memoria y si quería recordarla tenía que hacer verdaderos esfuerzos de concentración. Cuando evocaba el convento y las vicisitudes que le habían acontecido dentro de él, le parecía que era otra persona la que había vivido aquellos lances y situaciones y que ella había sido una mera espectadora de los mismos. No perdonaba a sor Gabriela su malignidad para con ella ni sus calumnias, y éstas le parecían mucho más execrables que los torpes deseos de padre Rivadeneira, al que si bien no excusaba, sí entendía. Por las conversaciones que escuchaba de criados y escuderos, concluía que el padre era como casi todos los varones y, ya en los albores de su despertar a la vida, intuía que aquella actitud era propia de los hombres que acallan la voz de su conciencia y se dejan arrastrar por sus más bajos instintos, en esta ocasión agravado el hecho por la condición de religioso del individuo, que añadía al pecado la violación de su voto de castidad. Con todo y con ello le parecía mucho más vil la actuación de la prefecta de novicias, que con sus mentiras y calumnias le había demostrado que no era ajena a la muerte de la priora y la había vendido a la concupiscencia del mal clérigo. Le remordía la conciencia el hecho de no haber sido más avispada para evitar ser el instrumento indirecto del luctuoso suceso. ¡La habían usado y ella lo había permitido! No se lo perdonaría de por vida y algún día, tarde o temprano, sería ella la que dijera la última palabra. En su interior, un «no sé qué» le decía que entre ella y la difunta priora había habido un algo, un lazo que las unió en vida, y a su manera sabía que la monja la amó. Un último aliento le faltó a su voz en la agonía para que ella hubiera podido conocer quién era su progenitor. El secreto se fue con la priora a la tumba.
¡Blasillo, fiel Blasillo, inolvidable compañero de su infancia! ¿Adónde abría encaminado sus pasos? ¿Qué habría sido de él? Aparecía en la sábana blanca de su virgen memoria y a veces su recuerdo le hacía sangrar el alma. Y finalmente Casilda, amiga y protectora, paño de lágrimas y confidente sin igual. Jamás podría imaginar cuánto le habían servido sus lecciones teóricas sobre la vida y el mundo en el que ahora se desenvolvía. Segura estaba de que, tarde o temprano, la volvería a ver.
Su vida había dado un giro de ciento ochenta grados; del mundo contemplativo del convento había pasado a una actividad continua que se ajustaba mucho más al talante de su espíritu y que le complacía infinitamente más.
A las siete de la mañana toda la servidumbre de la casa estaba en pie. Catalina se arreglaba en su pequeño cuarto, cuidando mucho de disimular su condición de mujer, y acudía a la capilla para asistir a la santa misa que daba comienzo tres cuartos de hora más tarde y que oficiaba fray Anselmo; asistían los señores del palacio y toda la servidumbre. Luego bajaba a las cocinas a desayunar con el resto de los criados, para después asistir a las clases que el preceptor de Diego impartía a todos los pajes del castillo. En ellas tuvo ocasión de recordar con gratitud y afecto las lecciones que en el convento había recibido de fray Gerundio y que hicieron que rápidamente destacara entre todos los demás muchachos en varias de las disciplinas, para íntimo gozo de fray Anselmo; éste, en repetidas ocasiones comentó con don Benito de Cárdenas lo dispuesto y listo que era el «muchacho». Después, y tras una hora de asueto, comenzaba lo que más la complacía de todo el día, que era acudir a la sala de armas donde don Suero completaba la formación de los pajes, adiestrándolos en el noble arte de la esgrima haciendo que manejaran, indistintamente, la espada, el florete, la daga y la rodela. Pronto Catalina adquirió tal destreza que, al séptimo mes, don Suero la asimiló a la clase de los mayores, y cuando tiraba con ella en ejercicio libre el experimentado escudero tenía que guardarse de la espada de Catalina al agredirlo ésta, en un rápido cambio de mano, con la zurda.
—Cultivad esa habilidad —le dijo una mañana—. Ese ataque inesperado para vuestro contrincante en alguna ocasión os puede salvar la vida. Parad en cuarta y cambiad de mano la espada; nadie espera que un golpe defensivo se torne en un ataque y por el lado opuesto, amén de que en ese instante podéis requerir la vizcayna con la mano contraria.
Tras el almuerzo del mediodía y el servicio de mesa de los señores, Catalina tenía otra media hora de asueto, que empleaba en charlar con los otros lacayos y pajes en la parcela de terreno que había detrás de las cocinas. Allí intimó con Lorenzo, joven de su misma edad e hijo de un deudo del marqués, que había acudido, a petición de su padre, a formarse en la casa de los Cárdenas.