Catalina la fugitiva de San Benito (39 page)

BOOK: Catalina la fugitiva de San Benito
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—Proseguid. Pero no me habléis del pasado; centraos en lo relativo a su fuga y a esa opinión vuestra tan peculiar al respecto del maligno, que es lo que a mí atañe. Cuando hayáis concluido, yo os preguntaré puntualmente lo que recabe mi interés.

La monja se explayó y, con pelos y señales, comentó al secretario todos los puntos de la carta que al parecer le interesaban.

—Y, decidme, ¿quién fue la persona que trajo a la niña al convento?

—Tengo entendido que fue un caballero embozado que no dio su nombre y al que recibió la priora.

—Y ¿a quién entregó la criatura?

—La tornera era la hermana Úrsula. Ella fue la que avisó a la priora.

—Me gustaría hablar con la tornera.

—Poco sacaréis de limpio. No está en sus completos cabales; tiene ochenta y seis años y su cabeza va y viene como huso de rueca.

El doctor Carrasco se quitó el solideo y se rascó la coronilla con gesto meditabundo.

—Me habéis dado explicaciones de todos los puntos de vuestra carta: los gallos, su predisposición para usar la zurda, su intento de volar desde el campanario... Sin embargo, hay zonas turbias que quiero me aclaréis. ¿A qué atribuís esa resistencia al dolor y hasta qué punto la culpáis de la muerte de la priora?

—Lo primero, paternidad, lo recuerdo como si hubiera sido ayer mismo. Por primera vez le había venido la sangre impura; a instancias mías, y ¡sabe Dios lo que me costó!, sor Teresa ordenó que cuando se retirara a su celda le enseñara cómo se aplican las disciplinas. Obedeciéndola, me dispuse a ello y a fe que lo hice a conciencia, pues es conveniente que las postulantas prueben las disciplinas desde el primer día. Pues bien, aguantó el dolor como si una fuerza sobrenatural la ayudara.

Carrasco quedó un largo momento pensativo. Tan largo fue que la monja preguntó:

—¿Me he explicado bien?

—Perfectamente. Y, decidme, ¿por qué cargáis en su debe la muerte de la priora?

—Ella fue la última persona que la vio viva y ella, y solamente ella, fue la que le aumentó la dosis estipulada del electuario que acabó con su vida. Por último, ¿cómo creéis que una persona puede desaparecer, sin dejar rastro alguno, atravesando muros y puertas como si fuera un espíritu? —Aquí la monja hizo una pausa. Luego, poniendo gran énfasis en lo que demandaba, prosiguió—: ¡Hay que hallarla y devolverla al convento a fin de que no perdamos su alma y no emponzoñe a los buenos cristianos! Habrá que llamar a un exorcista de fama y rezar, rezar mucho por ella. Caso de no conseguir nada, será signo infalible de brujería. Entonces el Santo Oficio sabrá lo que hacer al respecto.

El secretario, tras una nueva pausa indagó:

—Y, decidme, ¿a qué protector encargó la priora la tutela de la postulanta?

—Don Martín de Rojo era el encargado de tal menester, pero eso no presupone anomalía alguna; además de serlo de Catalina, lo es de tres o cuatro más.

—Tengo entendido que sus asuntos no marchan muy boyantes. Tal vez le haya favorecido esta circunstancia: al haber huido la postulanta se ha ahorrado la dote.

—Es voluntaria. Cualquiera aspirante puede pasar a postulanta sin cargo alguno para su tutor. Únicamente ocurrirá que sus tareas dentro de la comunidad serán algo más sencillas; de cualquier manera, alguien las tiene que hacer.

—Por cierto, hoy no ha venido. ¿Sabéis el motivo?

—Tenía en la Corte un negocio inaplazable que despachar.

—Precisamente hoy, día diecinueve... —Hizo aquí una nueva pausa—. ¿Conoce él la fuga de su pupila?

—Todavía no, reverencia. A la vuelta de su avío pasará por San Benito, según me dijo por correo, para orar en la tumba de la reverenda madre. Entonces pensaba comunicárselo.

—Cuando tal cosa ocurra, tenedme al corriente de su reacción.

—Se hará como decís.

—Así lo espero.

—Descuide su paternidad, que sin demora será informado de todo.

En aquel punto, levantándose el prelado dio por concluida la entrevista.

Encuentros comprometidos

A Catalina casi le da un pasmo. Había llegado a Villaquejida y los arrieros hiciéronle oferta de llevarla al día siguiente hasta Benavente a cambio de que cuidara de los animales y por la noche durmiera con éstos en las cuadras. La muchacha se arreglaba bien con las cabalgaduras, ya que desde muy niña había ayudado a Blasillo en tales menesteres cuando su sordomudo padre requería sus servicios. Ni que decir tiene que aceptó el trato y en cuanto los hombres desengancharon el tiro, ella se hizo cargo de las acémilas y tras fregotearlas, llenar los pesebres, preparar la paja y darles de beber, se lavó lo justo en el abrevadero y se dispuso a comer de sus provisiones a fin de no quebrantar su escaso peculio e impedir que los alimentos se corrompieran.

Su primera sorpresa fue verse reflejada en el agua. Ante ella se hallaba un ser desconocido, en el que apenas identificaba una vagas facciones: la nariz recta, los labios bien dibujados y unos ojos negros y enormes que la observaban curiosos desde el transparente líquido... y un pelo... «¡Dios mío qué pelo!», pensó. No supo el porqué, pero en aquel instante le asaltó un pensamiento que la llenó de curiosidad: jamás había visto su cuerpo íntegramente; en el convento no había espejo alguno y sus oportunidades de verse en el riachuelo eran nulas. ¿Por qué se le habría ocurrido tal cosa? No tenía tiempo para tales digresiones, al menos por el momento. Terminó sus abluciones y se dispuso a cenar alguna cosa, aunque realmente después de tanto acontecimiento su apetito era nulo.

En la puerta de la cuadra había dos poyos de piedra para evitar que algún carro al entrar o salir castigara el marco de madera, la altura era la apropiada para sentarse y desde allí podía vigilar a los animales. Desempaquetó su condumio, se acomodó en la piedra y en tanto iba comiendo su mente no paraba de evocar los sucesos vividos y de analizar los datos que le suministraban sus nuevas experiencias. En primer lugar, llamó su atención el hecho de que ninguna situación ni circunstancia le pareciera nueva; ya fuera por las charlas que había sostenido con Blasillo o por las explicaciones del mundo exterior que le proporcionó Casilda, el caso era que todo lo acaecido en aquellas dos intensísimas jornadas, no sólo no la sorprendía, sino que le parecía como ya vivido anteriormente; las gentes, las costumbres, el viaje, los caminos, las formas de vestir, todo, en conjunto le era familiar. En ello estaba su pensamiento cuando a lo lejos divisó a un jinete que, por su porte, le pareció un hidalgo; montaba un noble bruto de gran alzada que al aproximarse, advirtió, cojeaba ligeramente; fuelo observando y, cuando la cercanía le permitió distinguir sus rasgos, los pulsos se le aceleraron. Venía derecho hacia ella su tutor y protector del convento de San Benito, don Martín de Rojo e Hinojosa.

Cuando el hidalgo detuvo su cabalgadura y la interrogó sobre si le podía dar razón de algún veterinario o chamán de animales, deseó fundirse y desvió la mirada hacia otro lugar. Luego, trabucándose, farfulló una torpe excusa diciendo que no pertenecía a aquellos pagos y, tomando su pequeña alforja, se alejó sin rumbo, simplemente por hurtarse de su presencia, aunque en verdad él no pareció reconocerla. Un sendero se abría a su derecha y sin vacilar hacia él se dirigió, adentrándose en un bosquecillo de abedules con el único fin de ocultarse.

Pugnaban en ella dos sentimientos encontrados: el primero, no ser reconocida, y el segundo, no perder la oportunidad de llegar a Benavente en la amable, segura y económica compañía de los arrieros. Al cabo de pocos minutos la muchacha encontró un claro y allí se acomodó, poniendo su mente a laborar. Desde donde se hallaba, divisaba la cuadra; la lógica le decía que el caballero debía resolver el problema que representaba la cojera de su cabalgadura antes de ponerse de nuevo en camino. El sol estaba ya muy bajo y no era probable que diera con la persona requerida en un corto espacio de tiempo; caso de que así fuere, tanto si se solucionaba el asunto de la pata del animal como si cambiaba de cabalgadura, nadie se ponía en viaje de cara al anochecer, a causa de los peligros que acechaban a los viajeros. Lo lógico, pues, era que pernoctara en el mesón; su cabeza seguía dando vueltas al tema. Desde su escondrijo veía al hidalgo conversando con el mesonero. Luego éste llamó a un mozo, que recogió al caballo y se lo llevó hacia el interior de la cuadra al mismo tiempo que el hombre, con grandes y ampulosos gestos, precedía al caballero hasta la puerta del mesón y ambos desaparecían en su interior.

Catalina tomó su decisión. Entrada la noche, se resguardaría al calor de la cuadra; allí se enteraría por el mozo del estado del caballo, de si habían avisado al chamán y de cuándo éste iba a acudir. Por lógica, esto no ocurriría hasta el día siguiente. Ella sabía, porque así se lo habían advertido, que la intención de los arrieros era partir con las primeras luces del alba. Lo normal era que nadie todavía se hubiera ocupado de la cojera del cuartago, pues aquellas horas matutinas no eran horas de caballeros. De todos modos, desde el lugar recóndito que ella eligiera para dormir procuraría tener a la vista el gran caballo, ya que de él dependía lo que fuere a hacer su amo. Los planes salieron como había previsto, regresó a la cuadra y, encontrado su rincón, tras informarse de lo que le interesaba a través del mozo se arrebujó en una manta que tomó del carro y durmióse con un ojo abierto.

Un inoportuno rayo de sol que entraba por el ventanillo y que le dio en los ojos la despertó. Un polvillo dorado flotaba en la cuadra dando a todas las cosas un tono mágico y fantasmagórico. El alazán permanecía tranquilo en el lugar donde lo habían colocado la noche anterior; y sus acémilas, que ya intuían su hora rebullían inquietas, agitando al resto de cabalgaduras de toda clase que allí se juntaban. Catalina se puso rápidamente en pie, fuese al abrevadero y unas cortas y enérgicas abluciones la acabaron de despejar; en un rincón de la cuadra aflojó el vientre y después extrajo de su alforja un trozo de pan seco y algo de cecina. En tanto lo roía, fuese ocupando de las mulas, de modo y manera que cuando se llegaron a ella los arrieros, estaban limpias, aviadas y listas para el enganche.

—Sois un buen mozo. Servís para estos menesteres. Si deseáis hacer el camino con nosotros al regreso de Benavente, contad con ello; hasta os podríais ganar algunos maravedís.

—Siempre estaré en deuda con vuesas mercedes, pero es mi intención llegar hasta Valladolid de paso para la Corte.

—Largo camino os queda por recorrer. De todos modos, si cambiaseis de idea nuestro trato queda en pie.

Tras este corto diálogo los hombres, ayudados por la chica, engancharon el tiro y se pusieron en camino. Llevarían andadas unas ocho leguas cuando la muchacha, desde su atalaya de sacos, oyó el galope de un caballo que se aproximaba. Estiró el cuello y miró hacia atrás. En aquel instante el alazán, crin al viento, azuzado por el hidalgo y sin el menor problema en su mano diestra, sobrepasaba al tiro de mulas que, a un cansino trote, arrastraban penosamente el carro.

Llegaron a Benavente al atardecer. La muchacha fuese a despedir de los hombres, no sin pena, ya que ésta era la última parada de su viaje, cuando el más robusto le hizo una propuesta que le convino; consistía ésta en volverse a ocupar, al igual que la noche anterior, de los animales a cambio de la cena y el pago de cuatro maravedís; cerraron el trato y al hacerlo el carretero le tendió una inmensa mano. Catalina intuyó lo que el otro esperaba de ella, y sin pensarlo colocó la suya en la del hombre: era ruda, grande y callosa, y al cerrarla la muchacha creyó por un momento que, en un descuido, había colocado su mano en la prensa de la uva que las monjas tenían en el convento o, mejor, en uno de los cepos que Blasillo acostumbraba a colocar para cazar alimañas.

Por la mañana, su dolorida extremidad decía adiós a aquellas buenas almas que tanto la habían ayudado y se encontró súbitamente sola en aquella, para ella, población inmensa, con cuatro maravedís en la mano, una pequeña talega en la que llevaba todos sus haberes y el mundo por delante. La verdad fue que no sintió miedo. La mañana era tibia y el astro rey calentaba lo justo; las gentes iban y venían, cada uno a su avío, pasaba una mula con dos tinajas en sus alforjas y un aguador tirando de ella, dos soldados charlaban en un zaguán y un fraile descalzo daba su rosario a besar a dos beatas. Súbitamente una punzada en su estómago le recordó que desde la mañana a primera hora no había probado bocado alguno; entonces se echó calle adelante para ver cómo remediaba su apetito. Sus pasos la llevaron a una plazuela en medio de la cual manaba un raquítico chorro de una fuentecilla; se acercó y dejando su hatillo en tierra iba a beber cuando, bajo los soportales de la plaza, vio un puesto de puntapié
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junto al cual un hombrecillo despachaba unas obleas rellenas con un picadillo caliente de carne que sacaba de una olla de barro, y al lado, de una tinaja y con un cucharón, asimismo ofrecía un refresco de aloja hecho a base de hidromiel y limonada. Catalina se aproximó.

—¿Cuánto pedís por una ración de picadillo y un vaso de aloja?

—Un cuarto de lo primero y dos maravedís de la bebida —respondió el hombrecillo alzando la voz, porque a su reclamo habían acudido tres parroquianos.

—Pues si sois tan amable, servidme de ambos. —Y en tanto esto decía, Catalina extrajo de la alforja su escarcela y rebuscó en ella el importe de su encargo.

El hombrecillo preparó el mandado y lo depositó en un tablón de madera que, soportado por dos caballetes, hacía las veces de mostrador, para tomar a continuación las monedas que le ofrecía la muchacha.

—Quedad con Dios.

—Que Él os acompañe.

Y diciendo esto y tras tomar lo servido, Catalina se colocó la alforja en bandolera y salió calle adelante con la oblea rellena en una mano y la bebida en la otra. Al rato, un raro instinto la hizo volverse: a pocos pasos los tres hombres, que nada habían comprado al alojero, la seguían en silencio. La calle polvorienta estaba vacía. Súbitamente en dos zancadas se pusieron a su altura; el más bajo y peor encarado la conminó:

—¡Dadnos lo que tengáis si en algo apreciáis vuestra vida!

Los otros dos se acercaban amenazadores por ambos lados. La mente de Catalina trabajaba como un fuelle de herrero. No estaba dispuesta a entregar sus escasas pertenencias. Dejó caer los alimentos y de un ágil salto se intentó proteger en el zaguán de una casa sujetando sus tesoros contra su pecho con ambas manos.

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