Catalina la fugitiva de San Benito (43 page)

BOOK: Catalina la fugitiva de San Benito
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Don Benito sonrió bondadosamente y alargó su ensortijada mano para que Catalina la besara. Hízolo así la muchacha en tanto doblaba ante él su rodilla derecha en señal de respeto y vasallaje.

—Alzaos, Alonso. Creo que éste es vuestro nombre.

El marqués atribuyó al nerviosismo del momento el aturdimiento de Catalina, quien reconoció en él y al instante al insigne protector de San Benito al que tantas veces había espiado junto con Blasillo, desde cualquier escondrijo, para curiosear a su llegada al convento sus magníficos coches y los no menos magníficos animales que de ellos tiraban. La muchacha se puso en pie y ni tan siquiera atinó a admitir que aquél era su patronímico.

—Bien, ya me han relatado vuestra aventura y lo cerca que estuvisteis de tener un grave percance. Me han dicho que recordáis muy pocas cosas, que no tenéis conciencia de quién sois ni de dónde procedéis. ¿Es eso cierto?

—Así es, excelencia. Sé que mi nombre es Alonso Díaz, pero ignoro lo que vine a hacer a Benavente, cuál es mi procedencia ni adónde iba ni de dónde venía; sólo sé que, de no ser por vuestro hijo y por don Suero, ahora no me contaría entre los vivos.

—Me informa nuestro buen galeno de que únicamente el reposo os ayudará a recuperar vuestra memoria, y que poco a poco, como un libro que va abriendo sus páginas, vuestra mente irá lentamente recordando nuevas cosas, pero que malo es urgirla y hay que dejar que ella se esponje y tome su tiempo.

—Eso me ha explicado don Diego.

—¿Y no os ha referido, caso de que os convengan, los planes que hemos trazado para vos durante el tiempo de vuestra convalecencia?

—Sí, excelencia, me los ha relatado y no puedo por menos que agradeceros sobremanera las atenciones y desvelos que por mi humilde persona habéis tenido y el honor que me hacéis al aceptarme entre la servidumbre de vuestra casa.

—Bien, pues no se hable más. Sentaréis plaza de paje al servicio de don Diego, recibiréis de don Suero lecciones de esgrima y equitación y de fray Anselmo los rudimentos del latín, la aritmética y la gramática. El médico opina que si alguna de estas disciplinas os fuera conocida de antes, vuestros progresos serán notables; ello nos dará la pauta de la instrucción que anteriormente recibisteis y tal vez nos ayude a rescatar vuestro pasado. Desde este instante formáis parte del cuerpo de mi casa.

—Gracias, excelencia, no os defraudaré.

—De eso estoy seguro. Vuestro porte os avala; por vuestras venas corre sangre noble. Cierto estoy que procedéis de elevada cuna, pues de no ser así no os hubiera ofrecido la posibilidad de quedaros a mi servicio sin saber quién sois, y ahora podéis retiraros.

Catalina, tras una torpe genuflexión, salió de la estancia creyendo que su corazón se iba a escapar de la cárcel de su pecho al igual que un pajarillo lo haría de su jaula.

Promesa cumplida

Los cascos de
Rumoroso
golpeaban al paso y rítmicamente las piedras del enlosado zaguán de San Benito. Llegado que hubo al muro, el hidalgo detuvo al noble bruto, descabalgó y tras sujetar al animal por la brida a una anilla de la pared le aflojó ligeramente la cincha para que estuviera más desahogado durante la espera, que adivinaba sería larga. Se llegó don Martín al torno de la gran puerta y en el trayecto se sacudió con el chambergo el acumulado polvo del camino que había cambiado a gris el negro de sus calzones. Dos secos golpes del badajo en el bronce de la campana anunciaron su presencia a la joven tornera, que en aquel instante humedecía con un paño mojado las baldosas del suelo de su portería y que, al no esperar a nadie a aquella hora, se sobresaltó y se puso en pie rápidamente.

—Ave María purísima, ¿quién llama a la puerta de esta santa casa?

—Don Martín de Rojo e Hinojosa, protector del convento por la gracia de Dios.

—Y ¿qué deseáis de las siervas del Señor que en él habitan?

—Descanso y refugio para mí y para mi caballo, y ser recibido por la nueva priora.

—Tened la bondad de esperar un momento que voy a demandar su permiso.

Don Martín, en tanto la monja iba a su avío, se acercó al banco de piedra que rodeaba el tronco de un viejo castaño de Indias cuyo tupido follaje proporcionaba umbrío descanso al viajero y se acomodó en él, a la espera de que la mirilla se abriera y la cabeza de la hermana asomara por ella a fin de indicarle lo que debía hacer. El aire olía a menta y el zumbido atareado de los insectos anunciaba la llegada de la primavera; todo invitaba a la calma e imaginó que la paz de su espíritu no era ajena a ello. El día era amable, la naturaleza estaba, para él, en la mejor de sus estaciones y el lugar era el paradigma del reposo del alma. ¡Cuántas veces envidió la vida que allá adentro llevaban aquellas buenas mujeres, ajenas a las complicaciones materiales del mundo que atormentaban al resto de los mortales! Todo había cambiado con la muerte de Camila, las cosas ya no volverían jamás a ser como antes y, en el supuesto de que la nueva priora fuera una excelente mujer, la confianza que él tenía con su hermana era imposible de traspasar a una nueva y apenas conocida persona, sobre todo en las difíciles circunstancias que se avecinaban.

La evidencia de lo que imaginaba se puso de manifiesto cuando la campanilla sonó y la cabeza de la tornera apareció para comunicarle que sor Gabriela de la Cruz lo recibiría en el locutorio. Alzóse el hidalgo, recogió su ferreruelo del banco y se lo colocó sobre los hombros; después se aproximó a su caballo y, tras retirarle la alforja, se dispuso a seguir a la monja, que ya había abierto una de las dos hojas del portalón de roble. Echó a andar don Martín pasillo adelante, no sin dejar de reparar en que por vez primera no sería recibido en el despacho de la priora y que asimismo jamás había sido precedido por una monja que hacía sonar una campanilla a su paso. En breves instantes llegaron al locutorio y la hermana lo introdujo en él, diciéndole antes de retirarse que la priora comparecería al punto. Sentóse el de Rojo frente al enjaretado de madera que dividía el espacio destinado a las monjas del de los visitantes y esperó pacientemente que la cortina se descorriera. Pasaron los minutos; el tiempo transcurría espeso y denso como río de lava, hasta el punto de que el hidalgo comenzó a pasear nerviosamente, midiendo la estancia a grandes zancadas. Súbitamente tuvo la sensación de que era observado desde algún rincón por alguien y, sin saber por qué, dirigió su mirada a la pared del fondo de la habitación. Sor Gabriela de la Cruz cerró al punto la mirilla oculta en una moldura desde la que observaba al recién llegado y, tras arreglarse con mano hábil la toca, se dispuso a tirar del cordoncillo que obligaba a la cortina, que cerraba la visión del locutorio a través de la tupida celosía de madera, a descorrerse. En cuanto don Martín se dio cuenta de que tal ocurría, se sentó presto en el banco de las visitas a la espera de que la tupida cortinilla fuera descorrida y apareciera la difuminada figura de la monja.

—¿A qué debemos el honor de vuestra visita? —Inició la nueva priora el diálogo bruscamente y sin mediar saludo alguno.

—Bien hallada, reverenda madre —respondió el procer con un marcado deje convencional—. Creo que os comuniqué en mi carta que, tras mi viaje a la Corte, me llegaría a San Benito para conoceros y para orar ante la tumba de mi querida y santa hermana, que en la gloria del Señor descanse y que tan diferente trato me dispensaba cuando por cualquier circunstancia acudía a este santo y querido lugar. —El tono del hidalgo era seco y cortante, cual filo de daga toledana, y correspondía al empleado por su interlocutora.

Diose cuenta al punto sor Gabriela y replicó:

—Mi apreciado señor, no esperaba vuestra repentina visita. He dejado un montón de tareas por realizar y todo lo he hecho para no haceros volver otro día... Yo no soy vuestra parienta ni he dictado la regla de la orden; mi misión consiste únicamente en que ésta se cumpla, y os aseguro que a partir de ahora así va a ser.

—¡Soy protector de este convento y no voy a permitiros que, después de muerta, lancéis sibilinas acusaciones sobre los procedimientos que la difunta priora empleaba para regir esta santa casa... Y no estoy acostumbrado ni a que se me reciba en el locutorio ni a que una monja me preceda tocando una campanilla cual si yo fuera un extraño, cuando tantos años y esfuerzos han costado a mi familia el mantenimiento de este monasterio! —Su voz resonó poderosa en la bóveda del artesonado techo.

—Pues deberéis acostumbraros. —Como contraste, la voz de sor Gabriela era silbante y opaca como la de una sierpe—. La nueva priora únicamente recibirá en su despacho a su excelencia reverendísima, el doctor Carrasco, o a personajes de vuestra condición siempre que acudan por lo menos de dos en dos. Esto lo ha dictado siempre la regla de la orden, no lo ha inventado mi modesta persona. ¡Dios me libre de juzgar a la madre Teresa! Tristemente, al no tener yo sus luces me tengo que atener a la regla... Y ya sabréis perdonarme, pero pienso que en los últimos tiempos, vuestra hermana seguramente a causa de su enfermedad, había relajado notablemente el cumplimiento de las responsabilidades que el cargo de priora lleva aparejadas consigo.

El hidalgo entendió que aquél no era el camino adecuado y corrigió su discurso.

—Bien, me disgusta entrar con mal pie en vuestro conocimiento. Sea como decís. Sois la nueva priora y los tiempos cambian. Respetaré vuestra forma de actuar; no pretendo que hagáis conmigo una excepción. Dispensad mi respuesta, pero entended que me ha sorprendido el cambio de actitud hacia mi persona y no olvidéis que llevo cinco días de viaje, a lomos de un caballo. Espero que me permitáis orar ante la tumba de mi señora hermana y que tendréis a bien acogerme en las dependencias que el convento tiene para el uso y servicio de sus protectores.

A la monja también le convino destensar la cuerda.

—Todo lo que esté en mi mano y no se oponga a nuestra santa regla, no dudéis que será autorizado. Una vez al año podréis asistir, en la fecha oportunamente anunciada, a sus funerales conmemorativos y a la misa solemne que, como priora que fue de la orden, le debemos.

—Muy corto me parece
el plácet
que me dais. Pero si así lo habéis decidido, no seré yo quien ponga objeciones. Entiendo que a partir de ahora las cosas van a ser diferentes y que queréis llevar el convento a vuestra manera.

—Su señoría no lo ha comprendido, o tal vez yo no he sabido explicarme: no pretendo hacer nada a mi manera, la regla no deja margen a la improvisación, todo esta escrito en ella y mi deber, como mujer de mediocres luces, es acatarla y hacerla cumplir.

—Es vuestro derecho y lo entiendo, pero los tiempos cambian y las leyes se deben adecuar a los hombres y a las circunstancias. Si vos decidís anclar al monasterio en el pasado, ésa, repito, es una decisión que respeto, pero no comparto.

—Lo que decís, con muy buen criterio, es aplicable al mundo y a los hombres, pero el monasterio es un galeón que navega sobre el mar proceloso de los tiempos firme e invariable; y cuando pasemos nosotros y las generaciones de los hombres se sucedan, este faro de luz y sabiduría permanecerá imperturbable a través de los avatares y las vicisitudes de los siglos. Y ¿sabéis por qué? Pues porque habrá habido una humilde priora que, como yo y cumpliendo con su obligación, se agarrará a la sabia regla de la orden, cual clavo ardiente.

—Bien, señora, dejémonos de lucubraciones filosóficas. Desearía como os he dicho, y si me autorizáis a ello, rezar unos momentos ante la tumba de mi señora hermana y luego descansar en los aposentos que nos son debidos a los protectores de la orden cuando, por circunstancias diversas, debemos pernoctar en el monasterio.

—Excúseme vuecencia, pero hay algo más que debo explicaros.

—Decidme, soy todo oídos.

Sor Gabriela hizo una larga pausa y se recreó en su silencio. El hidalgo, sin saber por qué, se sintió incómodo.

—Pues, veréis. Han sucedido acontecimientos desde el fallecimiento de la priora que han turbado la paz de este lugar. —Esta vez se detuvo sor Gabriela y observó atentamente la reacción del hidalgo, tal como le había ordenado que hiciera el doctor Carrasco.

—Proseguid, no os detengáis.

—Bien. Vos erais tutor de una de las muchachas que iba a recibir el velo de postulanta.

—¿De cuál de ellas? Lo soy de varías.

—Cierto. Catalina es su nombre.

—¿Qué ocurre pues con Catalina?

—Pues lo que ocurre es que la muchacha no se encuentra tras los protectores muros de San Benito.

—¿Qué insinuáis?

—No insinúo... afirmo.

Don Martín, sin saber por qué, comenzó a transpirar copiosamente.

—Si tenéis a bien explicaros.

La nueva priora, no sin un malicioso retintín, le fue contando punto por punto toda la historia que días antes relatara al doctor Carrasco, y el hidalgo la escuchó como si todo el relato fuera una pesadilla.

—Me parece imposible lo que me contáis y no alcanzo a comprender cómo, siendo yo su tutor, no me explicó jamás la madre Teresa esa cantidad de cargos que le atribuís y de los que, salvo lógicamente la pretensión terrible e increíble de que la muchacha fue la causante de su muerte, ella debía de tener amplio conocimiento.

—Os consta que la buena de la priora tenía una debilidad por Catalina que, según todos los indicios, pagó con su vida.

—Lo lamento, madre, pero no puedo dar crédito a la historia que me contáis. En primer lugar hay que encontrar a esa criatura, ya que no se me alcanza que su desaparición se deba a poder sobrenatural alguno, y en segundo lugar, si cabe la menor sospecha de que el óbito de mi querida hermana no se deba a causas naturales, entonces se debe dar parte al corregidor para que éste a su vez traslade el caso a la autoridad del tribunal correspondiente a fin de que se investiguen a fondo las circunstancias que concurran en tan triste y luctuoso suceso.

—No es ése el parecer del doctor Carrasco. Él opina que es la Iglesia la que debe interesarse en los negocios del monasterio, no la autoridad del rey, y me consta que ya ha puesto el hecho en las manos del Santo Oficio. Al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios...

—Bien, haced lo que creáis conveniente y yo a mi vez haré lo que en conciencia crea que debo hacer. —Y dando un hondo suspiro, don Martín creyó llegado el momento para, de una forma educada y diplomática, dar por terminada la entrevista—. Si vuesa merced me da su venia, mi viejo cuerpo lleva encima muchas leguas y desearía retirarme a descansar.

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