Catalina la fugitiva de San Benito (30 page)

BOOK: Catalina la fugitiva de San Benito
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—¿Quién va? —interrogó la voz del fraile desde el interior.

—Soy Catalina, paternidad, me envía sor Gabriela.

Hubo una pausa.

—Pasad, hija mía querida, pasad.

Catalina abatió el picaporte y empujó la hoja de roble de la puerta, que cedió al punto. El fraile estaba sentado frente a su escritorio, con los anteojos cabalgando sobre su bulbosa nariz mientras repasaba unos escritos.

—¿Qué se os ofrece, palomita mía?

A Catalina le desagradaban profundamente los nombres que el padre daba a las novicias y las postulantas.

—Sor Gabriela me manda para...

En un instante explicó la muchacha la encomienda que le habían asignado y la dificultad en que se encontraba.

—Las llaves de la iglesia y de la sacristía también las tiene la prefecta. La del campanario únicamente la tengo yo; y si en alguna ocasión deseáis subir a meditar o simplemente a estar más cerca de Dios, pedídmela que yo os la prestaré. No olvidéis, querida niña, que vos sois una de mis ovejas predilectas.

—Pues si sois tan amable y me hacéis la merced... —Al esto decir, Catalina extendió su mano izquierda hacia el fraile.

Éste dejó los anteojos sobre la mesa y se dirigió a una alacena que estaba al lado de la librería, de la que tomó un manojo de llaves. Tras examinarlo, extrajo de él una pequeña.

—Tomad, hija mía, no la extraviéis y luego no olvidéis devolvérmela.

—Gracias, paternidad.

—Las que el Señor, en su bondad, os dio y adornan vuestra alma... y su envoltura carnal, por qué no decirlo... ¿O es que la belleza del ciborio que aloja la Sagrada Forma no debe ser comentada?

Catalina estaba confusa. Aquel hombre la ponía nerviosa aunque solo dijera palabras amables.

—¿No deseáis confesaros antes de iros?

—No, padre, no he pecado y no tengo tiempo ahora.

—Siempre pecamos, hija, y lo que más le gusta a Dios es que los hombres se reencuentren siempre con El a través de los que, humildemente, lo representamos.

—Lo sé, padre, pero debo hacer el mandado de sor Gabriela.

—Id, hija mía, id en paz. —Y diciendo esto, el padre le entregó la llave y dejó la diestra extendida para que la muchacha se la besara.

Catalina dobló la rodilla y acercó sus labios al dorso sudoroso de la mano del fraile, haciendo el gesto. Éste, al desgaire, la alzó un poco más y rozó fuertemente sus labios. Catalina se puso en pie e instintivamente se pasó los dedos por la boca como si quisiera borrar algo; el fraile obró como quien no se da cuenta.

—Id con Dios y proceded con prudencia. Hay mucha altura allá arriba.

—Quedad con El —respondió Catalina, confusa.

Luego, con la llave fuertemente apretada en su mano salió de la estancia al tiempo que emitía un profundo y aliviado suspiro.

Trescientos dieciséis escalones tenía la empinada escalera. Catalina se las compuso de modo que un solo viaje bastara para acarrear de una vez todos los trebejos. Colocóse los trapos y el paquete de polvo en los profundos bolsillos de su saya, la pequeña rasqueta a modo de espadín, sujeta en el cordón de su ceñidor, el escobón al hombro cual si fuera un mosquete, y finalmente tomó el cubo por el asa e inició el dificultoso ascenso. Fue éste arduo y embarazoso; el escobón rozaba las paredes debido a la estrechez del hueco de la escalera y el asa del pesado cubo se le clavaba en la mano. A la mitad hizo un descanso con el fin de recobrar alientos y, dejando el cubo en la huella de un peldaño, sacó de su bolsillo unos trapos; tras doblarlos varias veces, los colocó entre el asa de hierro y su mano, que ya mostraba unas enrojecidas marcas debidas al peso. Luego esperó unos minutos y prosiguió. Su corazón latía furioso, en parte debido al esfuerzo y en parte por los nervios ante la proximidad de la visión que desde el campanario iban a tener sus ojos.

La luz fue clareando, señal inequívoca de que la escalera llegaba a su fin. Cuando coronó la ascensión y su cabeza asomó por la balaustrada de la abertura de la torre, su ánimo quedó sobrecogido y enmudeció su aliento; ni a respirar se atrevía, tal era la solemnidad del momento. El escobón se le cayó del hombro y casi se le derrama el agua del cubo que tanto esfuerzo le había costado subir y que, de la emoción, tuvo que dejar precipitadamente en el suelo. Luego, muy despacio, como en sueños, se fue sacando la rasqueta de la cintura y los trapos y el paquete de los polvos del bolsillo interior de su saya. Después apoyó las manos en el alféizar de una de las aberturas y desparramó su ansiosa mirada por el horizonte sin dar crédito a lo que veían sus ojos: la campiña era un mosaico de colores, el río una cinta verde y plata que se perdía en la lejanía, el trigo una inmensa superficie amarilla moteada por los puntos rojos de las amapolas que se juntaba en el horizonte con la línea azul del cielo. Catalina fue dando la vuelta completa a la torre y desde cada uno de los cuatro ángulos divisó una perspectiva diferente. A un par de leguas se veía una pedanía y más al fondo un pueblo grande, que adivinó sería Santa María del Páramo, del que tantas veces le había hablado Blasillo. Bajó la vista a sus pies y, cual si fuera un pajarillo, vio el convento: los tejados de las naves de los dormitorios, el cuadrado del claustro que enmarcaba el estanque del patio, los lavaderos y su escondite del tendedero, que desde aquel punto no era tal, las cuadras, la portería.

Desde allí todo era insignificante y diferente. Súbitamente su alma golondrina ansió volar lejos, muy lejos, hasta donde iban los patos de cuello verde que año tras año pasaban en formación hacia el sur. El alma de la muchacha se esponjó y al respirar creyó que en los pulmones le cabía más aire del acostumbrado. En aquel instante tomó una decisión. No sabía cómo, pero aquélla no iba a ser la última vez que subiera al campanario, para lo cual puso en marcha su cerebro con el fin de encontrar la excusa.

En primer lugar se colocó de espaldas al abismo y agarrándose con la mano izquierda, su mano más hábil, al borde de la gran campana, se echó hacia atrás, tendiendo su cuerpo hacia el vacío con el fin de ver la espadaña; arriba, al lado de la aguja de la veleta y bajo el gallo de hierro, vio el nido al que cada año regresaban las cigüeñas. Eso era intocable, en cambio su trabajo iba a estar en las tejas de la vertiente que hacia ella se inclinaba; estaban perdidas de guano, plumas adheridas y excrementos. Con cuidado, se bajó del alféizar e hizo la misma operación para calibrar la porquería de las tejas de las otras tres vertientes. Curiosamente las dos que ofrecían su cara al viento del norte parecían mucho más limpias, supuso que debido al efecto de la erosión.

Catalina se puso manos a la obra. En primer lugar se arremangó las sayas y las sujetó al cordón de su cíngulo a fin de moverse con mayor libertad; luego puso el cubo, la rasqueta, los trapos y los polvos en el alféizar de la abertura en forma de pequeño arco del mirador para tenerlos a su alcance y, tomando el escobón con una mano mientras se sujetaba al badajo de la campana con la otra, se encaramó ágilmente en la piedra del borde sin ningún vértigo y más bien disfrutando del riesgo que tal acción entrañaba. A continuación mojó el gran cepillo del escobón en el agua del cubo y sobre él desparramó el polvo blanco para después ponerse a fregotear con denuedo. El trabajo era arduo, el agua sucia bajaba por la pendiente de la cúpula de la torre cayendo sobre ella. No le importaba. Jamás había gozado de una sensación de libertad como la que estaba experimentando en aquel momento. Era... casi la felicidad.

Súbitamente notó que unas manos grandes la sujetaban por debajo de la cintura y le oprimían las nalgas, atrayéndola hacia el interior. Como pudo metió la cabeza bajo el alero sin soltar el escobón. Frente a ella, enrojecido por el esfuerzo de los trescientos dieciséis peldaños, sudoroso y jadeante estaba el rostro del fraile, con un brillo intenso en sus libidinosos ojos. Mientras la manoseaba, abrazándola y tirando de ella hacia el interior, decía con voz ronca y respiración entrecortada:

—Por la Virgen, Catalina, ¡qué imprudencia! ¿Acaso pretendíais volar? Si no os sujeto a tiempo, os podíais haber matado.

Discusiones teológicas

La reverenda madre está equivocada. —El que de esta manera hablaba en la biblioteca del convento de San Benito era el padre Rivadeneira, y su interlocutora era sor Gabriela—. Comprenderéis que yo no he escrito estos textos. Me limito únicamente a interpretarlos con el mismo derecho que cualquier otro religioso o clérigo y siguiendo directrices de apologistas igual o mejor preparados que los que sostienen lo contrario.

¿No veis acaso cómo discuten los jesuitas con los franciscanos? ¿O nosotros mismos con los del Carmelo? ¿E incluso estos últimos entre ellos? No ignora vuestra maternidad que el mismísimo nuncio de su santidad ha tenido que poner orden varias veces entre los calzados y los descalzos. Además, decidme, ¿qué otra interpretación cabe a la frase agustiniana de: "Ama y haz lo que quieras"? ¿O es que alguien va a enmendar la plana a una de las luminarias más preclaras que ha alumbrado a la santa madre Iglesia? El siglo XIII está ya muy lejano y, que yo sepa, en éste no ha nacido en Roccaseca otro Tomás de Aquino... Y nuestro sumo pontífice cuando condena a Jansenio, que únicamente se limita a ampliar a san Agustín, no lo hace ex cáthedra y, humildemente, creo que se equivoca.

—Su paternidad es muy osado.

—Únicamente descubro mi alma ante vos, ya que vos me habéis descubierto la vuestra. Dicen los clásicos: «Confía tu secreto a quien antes te haya confiado el suyo», ¡y a fe mía que el vuestro es mucho más importante! El mío nace y muere en mí, en cambio el vuestro... Por cierto, ¿habéis tomado ya vuestra decisión? Porque os recomendé que fuera hoy.

—Tomada está. Esta noche pasaré mi Rubicón. Pero, decidme paternidad, ¿qué os hace suponer que los acontecimientos se desarrollarán como habéis previsto?

—Tened calma y escuchad. Vos le habéis suministrado cada noche antes de dormir el jarabe, ¿es así?

—Así es.

—Bien... la cantárida le quita la hipocondría, el tártaro emético la ayuda en su incontinencia y el mercurial, que fue una suerte que el viejo galeno lo incluyera en su fórmula, le sube el tono vital, refuerza su cansado corazón y la hace adicta; finalmente, la pulpa de tamarindo mezclada con todo ello hace que la solución sea bebible, pues sus componentes no tienen precisamente un grato sabor.

—¿Por qué decís que fue una suerte?

—El mercurial, si toma una dosis excesiva, ayudará a matarla.

—Y ¿qué os hace suponer que hoy puede tomarla?

—¡A fe mía que sois impaciente! La reverenda madre ha notado que cuando le dais su dosis de electuario disminuye su melancolía, aguanta su incontinencia hasta las tercias y su trabajado corazón le responde mejor. Hoy, en vuestra última visita, le haréis ver que estáis agobiada por los muchos trabajos que recaen sobre vuestras espaldas en día tan señalado para el monasterio, y añadiréis que no vais a poder hacer vuestra ronda nocturna ya que debéis presidir en su nombre las vísperas especiales de la octava de san Benito. Es por este motivo que le dejaréis a mano la siguiente toma para que se la dé la persona encargada de velarla. Conozco la naturaleza humana y, mucho me he de equivocar, si la priora no os quiere sorprender con su presencia en la iglesia y ordena a la veladora que le administre, adelantada, la toma que le hayáis preparado, y en la que verteréis sin que nadie lo observe unas gotas de esta botella. —Al decir esto y como por arte de magia, apareció en la mano de Rivadeneira un pequeño frasco de vidrio esmerilado de color verde, y cerrado con lacre.

La monja, como hipnotizada, alargó su mano temblorosa y tomando el frasquito cual si fuera una joya observó con deleite el oscuro líquido que se apreciaba al trasluz en su interior, y preguntó:

—Y ¿entonces?

—Entonces... bastante haremos si llegamos a tiempo de impartirle la extremaunción.

—Debemos cuidar ese particular. No quisiera que partiera para el reino sin ella.

—Poned a alguien que vele su vigilia y decidle que atienda cualquier demanda suya. Sabed que si así lo hacéis, ésa será la mano que le facilite el tránsito.

Sor Gabriela, con el entrecejo fruncido, meditaba profundamente.

—¿Y si los sucesos no acontecen como suponéis?

—Cuando se da a la baraja, únicamente se puede intuir el lance. No existe la certeza. Pero el buen jugador atina la mayoría de las veces y nosotros, maternidad, no somos buenos jugadores... somos fulleros
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que jugamos con el naipe
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marcado y procuramos hacer la ceja
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a poco que los demás estén distraídos.

—Bien me parece, padre, pero no quisiera que mi conciencia cargara con la culpa de la perdición de su alma. Pondré a su cuidado alguien muy especial que vele su descanso y nos avise al menor síntoma a fin de que la comunión y vuestros santos óleos lleguen a tiempo.

—Veis como vos y yo somos iguales. Recordad a san Agustín: «Ama y haz lo que quieras.» Vos amáis al convento y queréis conducirlo por el camino que lleva a lo más alto, para lo cual únicamente os estorba la priora, pero la amáis y deseáis que esta noche su alma entre en el paraíso y alcance el descanso eterno en compañía de los santos, los ángeles, los tronos y las potestades. Luego, también vuestra maternidad es una alumbrada. —Aquí el fraile hizo una pausa—. ¿Y vuestra parte del trato? Porque yo ya habré cumplido la mía con largueza.

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