Catalina la fugitiva de San Benito (62 page)

BOOK: Catalina la fugitiva de San Benito
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La primera vez que Diego tuvo ocasión de asistir a una de ellas fue en una curiosa circunstancia. Estaba anunciada la actuación de María de Córdoba, farsanta
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de gran renombre que iba a representar
La dama boba
del gran Lope, pero la inquina que le profesaba don Juan de Tasis, conde de Villamediana, cuya influencia en la Corte decíase era notoria por el interés que la reina mostraba en él, consiguió que sin previo aviso fuera sustituida por María Riquelme, esposa de Manuel Vallejo.

Diego y Lorenzo habían llegado con suficiente antelación y al no tener que comprar las boletas, pues las tenían retiradas desde la mañana, se entretuvieron en inspeccionar a las gentes que en coche, a caballo o a pie llegaban al corral. Las damas bajaban de los carruajes con dificultad a causa de los pomposos guardainfantes
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que casi les impedían pasar por las estrechas portezuelas; las capas, las espadas y los chambergos emplumados obstaculizaban de igual manera el paso a través de las entradas del teatro, de forma que las gentes se estorbaban y las imprecaciones y los «voto a...» estaban en boca de todos los hombres. Poco a poco cada uno fue ocupando su lugar y Diego pudo comprender la pasión que entre las gentes despertaba aquel tipo de representaciones no únicamente por la comedia en sí, sino por todo lo que de espectacular y atrayente tenía la puesta en escena del acontecimiento.

A través de los túneles que cruzaban los bloques de edificios que lo encuadraban se accedía a un rectángulo que era propiamente la corrala, tanto en lo referente al espacio escénico como al que correspondía al público, y se podía decir que eran los patios interiores unidos de las casas lo que lo constituían. Las dos partes más largas del paralelepípedo estaban delimitadas por los edificios en cuyos primeros pisos estaban ubicados los aposentos con balcones que hacían de palcos preferentes, destinados a las personas de más rango. El mismísimo aposento real se abría en el piso superior de la Casa de los Curtidores, y después estaban los aposentos correspondientes a la nobleza o a las órdenes religiosas, a los que se accedía a través de los portales de las pertinentes casas; el precio por aposento de los que se ponían a la venta era de doce reales, pero el número de personas que allí se ubicarían quedaba limitado únicamente por la voluntad que tuvieren de estar más o menos apretadas. En el segundo piso de las mismas había una serie de habitaciones cuyas ventanas asimismo daban al rectángulo y se alquilaban a otra clase de personas, también de elevado poder adquisitivo aunque tal vez de menor prosapia. En los extremos de este cuadrado se instalaban, a un lado, el escenario sobre un tablado apoyado en la casa que le ofrecía las entradas y salidas que necesitare la obra a representar y por las que los cómicos iban y venían a sus camerinos para efectuar los cambios correspondientes, y en el otro la cazuela
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; como es lógico, bajo ese altillo quedaba un espacio cubierto donde se colocaban los alojeros, que suministraban bebidas y otros refrigerios a los posibles consumidores. Entre este bajo palco y el escenario podía considerarse que se instalaba la platea propiamente dicha; estaba compuesta por el patio de los mosqueteros, donde se apretujaban a pie firme todos los hombres del pueblo llano, soldados, mercaderes, comerciantes, valentones, ladronzuelos, sirleros cortadores de bolsas y amigos de lo ajeno, separados por el degolladero
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de la platea de siete bancos donde cada plaza costaba diez maravedís y que era, de esta parte baja, el auténtico lugar de preferencia.

Diego y su amigo tras tomarse los refrescos helados que había introducido en la Corte un tal Pablo de Charquías, el cual hizo los famosos pozos de nieve
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, de aloja con canela, miel y nieve derretida el primero y chocolate el segundo, ocuparon sus plazas en el último de los siete bancos, cuya espalda daba justamente al degolladero, donde la turba, verdadero juez de paz de cuantos estrenos se llevaran a cabo en la Corte, se removía inquieta.

Tras la espera oportuna a fin de que el palco real se ocupara, comenzó el espectáculo. En primer lugar apareció un grupo de bailarines que empezaron a animar al respetable con sus danzas populares; primero fue el guirigay y luego la gorrona y la pipironda. El público se fue animando, mostrándose ruidoso y alegre. Al finalizar su actuación los bailarines se retiraron y apareció un individuo anunciando la sustitución de la comedianta María de Córdoba por la Riquelme a causa de enfermedad de esta última, y allí comenzó a liarse la bronca; más aún cuando el patio de mosqueteros advirtió que el cómico disfrazado y maquillado que acababa de anunciar la sustitución no era otro que el marido de esta última, al que la voz del pueblo tildaba de disimulador
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. Entonces se armó la de Troya.

Diego tuvo conciencia de lo que era la masa y se dio cuenta de que la auténtica autoridad no recaía en la testa coronada que observaba impertérrita el espectáculo, sino en aquella multitud encrespada, violenta y abigarrada que miraba indignada al aposento regio porque al lado de la reina se encontraba el conde de Villamediana, del que muchas cosas se murmuraban y al que señalaron con pulso firme y crédito certero como culpable de aquel desaguisado. Los lanzamientos de restos de comida al escenario comenzaron, los insultos fueron
in crescendo,
el ruido de las botas golpeando el entarimado parecía el rugido del mar en la tormenta; el tumulto iba en aumento. El cómico se había retirado de las tablas y por la Puerta de Herradores entraban bajo el mando de un alcalde de la Villa y Corte dos alguaciles al frente de dieciséis corchetes que al grito de «¡Ténganse al rey!» y «¡Favor a la justicia!» intentaba detener aquel pandemónium.

Diego y Lorenzo se encontraron encajonados entre la multitud por los costados, los bancos de la platea por delante y el degolladero por detrás, de tal manera que no tenían escapatoria; en algunas manos empezaron a aparecer espadas y otras armas. El aposento real se había vaciado y solamente asomaba alguna que otra cabeza curiosa; parece ser que en la cazuela alguien soltó una carnada de ratoncillos... y comenzaron los gritos y el intento de las mujeres por subirse de pie en los bancos. Los guardias, tras los avisos de rigor ya habían comenzado a restablecer el orden de una forma práctica y contundente, a golpes con los mangos de madera de las que estaban hechas las astas de las alabardas y a cintarazos con los que se abrían paso o simplemente caían más próximos.

Cuando la barahúnda se fue aclarando y los corchetes se llevaron detenidos a los más revoltosos, las aguas volvieron a su cauce y tras dejar en medio del patio de mosqueteros un retén para evitar posibles altercados pudo comenzar la función sin que el palco real fuera ocupado de nuevo.

Por la noche, al regresar a su casa Diego se encontró sobre la mesa del despacho una carta de su padre; en ella le daba cuenta detallada de la huida de Alonso y de la rara misiva por él dejada. Cuando terminó de leer, y con la epístola todavía en la mano, dejó volar su pensamiento y se dio cuenta de que invariablemente desde su partida y todas las noches su pensamiento, sin quererlo, evocaba la sugerente figura del muchacho, y que aunque se negaba a reconocerlo un sentimiento confuso lo embargaba.

Cercando a la presa

El de Fleitas estaba en Toledo. Había llegado en misión de servicio para dos encomiendas principales. La primera, entrevistarse con el hidalgo al que la Suprema había designado como informante en el caso de las pesquisas que se debían llevar a cabo sobre la persona de don Martín de Rojo e Hinojosa para recomendar o no su ingreso en la orden de los caballeros de Montesa. La segunda, acudir a la casa de Marcelo Lacalle, correo del Santo Oficio que ahora residía allí, a fin de interrogar a su mujer, antigua doncella de doña Beatriz de Fontes, sobre los hechos acaecidos la noche del nacimiento del último vástago de doña Beatriz.

Las nueve en punto sonaban en el reloj de la plaza del Zocodover cuando don Sebastián caminaba bajo sus arcos evitando una lluvia fina y sin embargo persistente que, a poco que se descuidara, la persona sobre la que incidía terminaba calada hasta los huesos.

Doblaba ya casi la esquina de la antigua calle de la judería que bordeaba la antigua sinagoga del Tránsito cuando su fino instinto detectó unos pasos apresurados que le seguían. Su entrevista era para las nueve y media y nada le podía incomodar más que llegar tarde a una cita.

La casa de don Nuño Bastos estaba ubicada junto a la muralla vieja y se llegaba a ella luego de transitar la calle de los Arcos, dejar atrás la iglesia de Santo Tomé y el taller de damasquinados; desde allí se divisaba toda la curva del río, pero para llegar se debía pasar una zona oscura y arbolada, propicia para una emboscada.

El de Fleitas, embozado en su capa aceleró el paso y escuchó atentamente para distinguir si las pisadas que sonaban a su espalda se aceleraban a su vez. Su experto oído detectó que dos eran las personas que tras sus pasos venían y se dispuso a esperar acontecimientos; momentáneamente la distancia era siempre la misma y los individuos no parecían tener prisa. Una luz colocada en el dintel de una cancela de reja ubicada en un muro le anunció que la mansión a la cual se dirigía ya estaba cerca. De repente, entre la fina lluvia apareció la silueta de una recia casa de piedra con la entrada blasonada por un escudo heráldico cubierto por un tejadillo de pizarra, y en el momento que iba a salir de la arboleda para entrar en el pálido círculo de luz del farol surgió de las sombras un individuo que se interpuso en su camino.

—¿Adónde vais con tantas prisas, sire?

La catadura del tipo delataba su calaña. Todas las alarmas del portugués se dispararon y su astuta mente a la vez que analizaba la situación iba tomando decisiones. Los pasos se habían acelerado y él, en tanto colocaba su espalda a cubierto apoyándola contra el tronco de un frondoso árbol se desembarazó lentamente de su capa y la dejó caer tras su hombro diestro.

Al primero se habían sumado otros dos, y los tres no emularían precisamente a las tres gracias: las caras vulgares con ese cariz que da el vino a los adoradores de Baco, la vestimenta raída y erosionada por las muchas intemperies; la apariencia del trío era la de una carnada de lobos que de ir en solitario eluden el ataque. El que parecía llevar la voz cantante era el que había hablado y los que venían tras él se colocaron a ambos costados. Fleitas sabía que el nervio del grupo era el que estaba frente a él, y que seccionado el nervio el miembro quedaría sin vida.

—¡Apartaos de mi camino, vive Dios, si no queréis contraer la enfermedad del cordel
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o que os deje a buenas noches
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, partida de desmirlados
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!

Al ver la cara del portugués y observar que portaba los guantes descabezados, costumbre generalizada entre los espadachines de rango, el jefe del grupo pareció vacilar, pero al punto se rehizo.

—A vos os sobra y a nos nos falta. Justo es que repartamos.

Y al decir esto los tres individuos avanzaron amenazantes, cada uno por un lado, sin echar mano todavía a sus respectivas filosas
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.

Muchos pensamientos pasaron raudos por la mente del de Fleitas en aquel instante: el primero, que no era buen momento para morir, el segundo, que aquella cuadrilla de malandrines no le iba a vaciar la bolsa, y el tercero, que aún no había tenido ocasión de probar el invento de maese Pérez y aquélla podía ser una magnífica oportunidad.

En estos tráfagos andaba su magín cuando el más próximo echó mano a su espada. Ésta fue su perdición; aún no había desenvainado cuando el fierro del portugués ya se había clavado en su garganta. Cayó con una expresión de asombro más que de miedo en el rostro, dejó la empuñadura de su acero, que no había llegado a salir de la vaina, y con ambas manos se sujetó el gañote intentando contener los borbotones de sangre que manaban del inmenso costurón en tanto que, suplicando, gritaba: «¡Dios mío! ¡A mí! ¡Confesión!» Luego, tras dar un par de vueltas sobre sí mismo cayó al suelo. Los otros dos, cual si hubieran visto al mismísimo mago Merlín
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liquidar a su compadre, avanzaban hacia él irresolutos y vacilantes.

Fleitas aprovechó su desconcierto para cantar el triunfo a espadas
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.

—¡Ah de la casa! ¡A mí las gentes de bien, que me atacan! —gritó con potente voz que venció el sonido de la lluvia y rasgando la noche rebotó en el muro de piedra.

Los rufianes titubeaban. Desde detrás de la reja asomaban, ladrando, dos mastines; unos arcos de luz vacilantes acuchillaban la lluviosa oscuridad anunciando que gentes de la mansión acudían al reclamo del de Fleitas. Súbitamente, tal que si se hubiesen puesto de acuerdo, los dos villanos pusieron pies en polvorosa. La reja ya se abría y los perros, como si supieran cuál era el extraño al que debían atacar, salieron raudos tras los malandrines. En tanto que los de las luces llegaban a su altura, el de Fleitas devolvió su acero a la vaina y con una ligera presión en la base de los gavilanes quedó en su primigenio estado. La lluvia había amainado; dos de los criados salieron tras los canes llamándolos, en tanto el otro atendía al portugués.

—¿Qué os ha ocurrido, señor? —indagó mientras alzaba su farol a la altura del rostro.

—He sido atacado por tres desalmados cuando acudía a la casa de don Nuño Bastos, con quien estaba citado a las nueve y media. Soy familiar del Santo Oficio.

—¿Os han herido?

—No tal... y no he tenido más remedio que defenderme. Mucho me temo que por mi culpa ese hombre no esté hoy, precisamente, en la gloria de Dios nuestro Señor. —El portugués se santiguó y con un gesto vago indicó el bulto que yacía en el suelo unas varas más allá.

El criado movió el fanal de tal manera que el arco de luz, al incidir sobre el caído, descubrió al instante el inmenso costurón por donde se le había escapado la vida.

—¡Válgame la soledad! —Y al esto decir se arrodilló junto al hombre por ver si todavía alentaba—. Está bien muerto; habrá que avisar a la ronda. Pero entrad, señor, que mis compañeros y yo mismo nos ocuparemos de este contratiempo —dijo en tanto se incorporaba y sacudía las rodilleras de sus calzones para desprender la tierra mojada que había quedado adherida a ellos. En ese momento regresaban, con los mastines atraillados, los dos que habían perseguido a los maleantes.

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