Read Catalina la fugitiva de San Benito Online
Authors: Chufo Lloréns
En aquel instante, al muchacho ya no le dolía la mano ni se daba cuenta de las agujetas, y el cansancio del viaje había desaparecido como por ensalmo.
El día había amanecido caluroso. Catalina durmió de un tirón toda la noche, con el sueño reparador de los infantes, pero en cuanto abrió los ojos su cabeza empezó a bullir como marmita de cobre puesta al fuego. En el asunto de los gallos se había excedido, y era consciente de que la culpable de aquella fechoría y de casi todas siempre era ella. Blasillo era unas veces su comparsa y otras su público. Únicamente cuando para algún menester era necesaria la fuerza bruta, entonces y sólo entonces entraba en liza el chaval, que pese a tener sus mismos años, ya fuere por naturaleza o porque desde muy pequeño hubiere estado realizando las pesadas tareas del campo ayudando a su sordomudo padre, el caso era que había desarrollado, para su edad, una formidable musculatura que podía corresponder sin desdoro a un muchacho cuatro o cinco años mayor que él.
Catalina se sentó en el catre y analizó su situación. Desde luego, no estaba en absoluto asustada, y el futuro no le causaba temor. Estaba convencida que la priora, que tan rigurosa se mostraba con la comunidad y sin embargo tan benigna era con ella, no iba a permitir que estuviera encerrada mucho tiempo. Lo único que en verdad atribulaba a su joven espíritu era la, por lo visto, inaplazable decisión de la hora de entrar en el noviciado en calidad de postulanta; y no es que ella desconociera su inevitable destino, sino que hasta aquel momento lo había percibido como algo muy lejano y brumoso. Catalina había observado infinidad de veces a las novicias del convento, ya fuera en la capilla, en los rezos de la tarde, en el refectorio, en los jardines o en el huerto, pero aun sabiendo que ése era su final, no se alcanzaba a ver vestida como ellas y viviendo como ellas. Sin embargo, su rechazo no sería tan abierto si al frente de las futuras monjas no estuviera el ser que más había aborrecido a lo largo de sus pocos años: la prefecta de novicias, sor Gabriela de la Cruz.
Un ruido y una voz la sacaron de sus elucubraciones. El torno estaba girando y la voz correspondía a la madre Úrsula.
—¡Catalina! Recoged lo que os he colocado en el torno y colocad en él la frasca, el plato y la bacinilla sucia.
La niña, que la noche anterior había usado la bacina, la retiró de la silla de necesidad y esperó a que el artilugio completara el giro. Ante ella apareció una escudilla de humeante sopa, una jarra grande de agua con pico de pato y un trozo de pan, a la vez que una bacina limpia y una muda de ropa igual que la que llevaba puesta. Tomó únicamente la jarra de agua y la bacina limpia, y colocó la sucia así como el trozo de pan seco del día anterior en la pequeña plataforma giratoria; cuando lo hubo hecho, dio dos secos golpes con los nudillos en la madera. La monja hizo dar medio giro al artefacto y al instante se oyó la voz de la chica:
—¡No voy a comer ni a cambiarme de ropa hasta que me saquéis de aquí! Ya lo habéis oído.
—¡Válgame la caridad! ¡Estáis loca!
—¡Decídselo a la priora, y si os incomoda en exceso no me traigáis ni agua!
Catalina oyó alejarse presurosos los pasos de la monja en tanto su voz se iba perdiendo en la lejanía mientras invocaba a San Benito para que alumbrara a la pobre criatura que allá dentro estaba encerrada. Cuando ya nada oyó, su cabeza se puso a discurrir de nuevo. En teoría, si no comía su cuerpo no debía crear residuos, por lo tanto en la bacinilla habría orines; de lo contrario, toda su estrategia se vendría abajo. Esto le creaba un nuevo problema... y otro a Blasillo.
Don Suero y Diego habían llegado al convento. La hermana tornera los observó a través del ventanuco de la portería y tras anunciar sus nombres y de parte de quien venían, la monja desapareció para informar a la priora. Se hallaba ésta en su despacho y dentro se oían voces desabridas; la hermana portera aplicó su oreja a la puerta y distinguió la de la madre Teresa mezclada con las de la prefecta de novicias y la de la madre Úrsula.
—Se niega a comer y a cambiarse de ropa. Tal como os lo digo; el pan, ni lo ha tocado.
—El ayuno nunca viene mal. Mortifica el cuerpo y purifica el espíritu. Dejad, dejad que pasen unos días y ya veréis si come. —La madre Gabriela era quien así se expresaba.
—¿Cuántos días pretendéis que la tenga enclaustrada? No es más que una niña, y los cuerpos en edad de crecer tienen grandes quebrantos si no se los alimenta. Solamente tenéis que daros una vuelta por las pedanías de lo alrededores del convento para observar lo que el hambre y la miseria hacen en la naturaleza de los niños. —Ahora era la voz de la priora la que había intervenido.
—Catalina tiene buen corazón, lo que ocurre...
—¡Lo que ocurre, madre Úrsula, es que su caridad hará el favor de callarse! —intervino de nuevo sor Gabriela y prosiguió—: Con el debido respeto, maternidad, creo que vuesa merced siempre ha sido con ella si no blanda, sí condescendiente en demasía. Si queréis hacerme caso, un poco de ayuno moderará sus ímpetus y amansará su natural rebelde... amén de que si va a entrar de postulanta, bueno será que se acostumbre al ayuno.
La reverenda madre se dirigió de nuevo a la madre Úrsula:
—Volved a insistir de nuevo esta noche. Tentadla con alimentos más apetecibles, y tenedme informada de lo que ocurra.
—Creo que os equivocáis. Yo de vos...
—¿Su maternidad me va a dictar lo que debo hacer? ¿Quizá se erige en juez de mis actos o tal vez haya adelantado su hora de ser la priora de San Benito?
—De ninguna manera, reverenda...
—Pues entonces, no se hable más. Estamos desaprovechando nuestro tiempo. Vayan a sus quehaceres y déjenme sola sus maternidades.
Al intuir la portera que ambas iban a salir del despacho y viendo como estaba el ambiente, llamó a la puerta con los nudillos.
—¡Pase! —La voz de la madre Teresa resonó airada.
La hermana tornera se hizo a un lado para permitir la salida a las otras dos monjas, y cuando lo hubieron hecho se introdujo en la estancia.
—Maternidad, están en la puerta del convento el hijo de don Benito de Cárdenas y su ayo, don Suero de Atares. Vienen de parte del señor marqués de Torres Claras en comisión de servicio, y traen recado para vuestra reverencia. Piden alojamiento para ellos por una noche, y cuadra y pienso para sus caballerías.
—Haced que los acompañen a las habitaciones que tenemos destinadas a alojar a los protectores del convento cuando alguno de ellos tiene a bien pernoctar aquí. Que Blasillo les haga de paje y les atienda en todo lo que demanden, y que el mozo de cuadra se haga cargo de las cabalgaduras. Decidles también que cuando hayan comido y descansado con sumo gusto los recibiré en mi despacho.
Blasillo andaba inquieto por Catalina. Hiciere lo que hiciere, su magín daba vueltas a la situación una y otra vez, y no veía la hora de poderse acercar al tragaluz de la celda. Que su amiga estuviera allí encerrada le desazonaba y le creaba un estado de angustia insoportable; se daba cuenta de que la niña constituía el centro de su existencia y que sin su presencia no sabía qué hacer en sus ratos de asueto. El tiempo parecía transcurrir más deprisa si ocupaba las horas en alguna actividad. Después de comer, aprovechando el hermoso día y la siesta de su padre, decidió salir al monte a buscar miel silvestre para Catalina, pues sabía que le gustaba en demasía y le constaba que era alimento de mucho provecho. Fuese a la cuadra y colocando sobre su pollino una manta vieja, cinchóle para que se sujetara y, tras colocarle el cabestro y el bocado con las riendas de cuerda para poderlo gobernar, de un ágil brinco se encaramó en la grupa y con un seco golpe de talones en su algodonosa panza se puso en marcha hacia la cuesta del huerto bajo, que desembocaba en la puerta principal del convento.
La hermana tornera, que controlaba las salidas, no le hizo el menor caso, ocupada como estaba en atender a dos caballeros que por su porte se podía deducir que acababan de realizar un viaje de muchas leguas; el polvo de sus ropas, los ollares dilatados de sus cabalgaduras y la espuma en los belfos de las mismas así lo atestiguaban. El grupo lo componían los susodichos caballeros y tres animales, dos de monta y uno de carga. Blasillo se fijó en los caballos más que en las personas. El que más llamó su atención fue el corcel que montaba el joven; era éste un animal de negra capa con una única mancha blanca en la frente, cabeza pequeña, cuerpo proporcionado y muy recogido de grupa, las manos ágiles y los remos largos, e intuyó Blasillo que debía de ser veloz como el viento. El otro, el que montaba el viejo caballero, era un bayo enorme de poderoso pecho y carácter tranquilo que en aquel momento con su mano diestra arañaba ligeramente las grandes piedras que enlosaban el zaguán de la entrada.
Luego paró su atención en los dos caballeros. El afortunado jinete del corcel negro no tendría más de diez o doce años; vestía un jubón de color cobrizo con cuello de valona y calzones acuchillados, botas vueltas de ante y una esclavina o capotillo corto colgada de un hombro, que le confería un aire suelto y desenfadado. El viejo, que en aquel momento conversaba con la tornera, iba totalmente vestido de negro; su jubón lo cubría un coselete de cuero vuelto y sus calzones y sus altas botas de serraje eran del mismo color; lo único blanco de su indumentaria era la golilla que se ajustaba a su cuello. Lo que más llamó la atención de Blasillo fueron los guantes descabezados del caballero, por donde asomaban las yemas de los dedos; imaginó que eran para percibir más suavemente la brida de la cabalgadura o notar mejor la empuñadura de la filosa
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, cuya punta sobresalía una cuarta bajo su negra capa. Al pasar, Blasillo cruzó su mirada con el joven caballero, que le sonrió; al zagal le sorprendió un momento el hecho, ya que la gente de alcurnia no acostumbraba a parar su atención sobre tan mínimo personaje como él se consideraba, pero al momento se recobró, compuso el gesto, atiesó la espalda y dio espuela al rucio, que salió trotando alegremente. Blasillo hizo tomar al pollino una estrecha vereda, que al poco rato se fue convirtiendo en un sendero tan angosto que las ramas bajas y los arbustos le daban en las piernas, llenándoselas de arañazos, y lo condujo a un bosquecillo de abedules. Desmontó del asno, ató el ronzal a un tronco y después sacó del zurrón que llevaba en bandolera los avíos que se había agenciado para aquel menester: unos guantes viejos con manopla, una ropilla con mangas que le entraba por la cabeza y le llegaba por debajo de la cintura, un ceñidor de cuerda para ajustárselá, dos polainas que le cubrían sus gruesas pantorrillas y finalmente un saco pequeño con dos agujeros a la altura de los ojos que le permitían ver; colocó todo ordenadamente sobre una piedra y procedió, despacio, a vestirse. Una vez de tal guisa protegido, de forma que ni un centímetro de su piel quedara al descubierto, se dirigió a su escondite. Era éste el tocón de un viejo castaño al que mucho tiempo antes había abatido un rayo y que, por circunstancias que escapaban a sus conocimientos, estaba hueco por dentro. Allí, en aquel escondite, estaba su panal. Lo había descubierto el año anterior y había procedido con una herramienta a hacer en él un agujero por el que introducir su enguantada mano a fin de extraer, de vez en cuando, su dorado y dulce tesoro; cumplida su tarea, cubría con una corteza de abedul, a la que había dado la forma adecuada, el avispero y ¡hasta la próxima! Las abejas zumbaban laboriosas a su alrededor yendo y viniendo, atareadas en sus continuos y dulces afanes. Él, que ya conocía los riesgos del oficio, se movía cautamente y sin brusquedades. Llegado al tocón, retiró, con tiento infinito la tapa de corteza de abedul y procedió a hurtar la miel silvestre allí almacenada con una pequeña espátula asimismo de fabricación casera. Su mente voló hacia su amiga y pensó que, si bien estaba despojando a las abejas del fruto de sus desvelos, ellas también se lo habían hurtado a las florecillas del campo y que, al fin y a la postre, «quien roba a un ladrón tiene cien años de perdón». Su pillería tenía un buen fin, idea sin duda no compartida por las abejas que zumbaban por todos lados como auténticos basiliscos, intuyendo el expolio. Cuando ya tuvo casi lleno el tarro de vidrio que había extraído del zurrón, con un trocito de panal y cera incluidos, se alejó, despacioso siempre, de los soliviantados insectos, llegóse hasta el pollino y, tras desvestirse, guardar sus herramientas y montar de nuevo en el asno, desanduvo el camino andado y se dirigió hacia el convento, alegre y feliz de haber podido hacer algo por Catalina. No bien hubo llegado a la puerta, la tornera lo interpeló:
—¿Dónde os habíais metido, ganapán?
—Haciendo una comanda para mi señor padre. Además, por aquí he pasado hace no más de una hora, cuando vuestra maternidad estaba de plática con dos caballeros. Creí que me habíais visto, porque ni mi rucio ni yo somos precisamente de cristal.
—Lo que sois es un deslenguado y ya me ocuparé luego de vos. Adecentaos, si es que podéis, y presentaos a la madre Gabriela. Ella tiene órdenes para vos.
—Su caridad me puede adelantar de qué se trata.
—Vais a estar al servicio de los caballeros que habéis visto, en tanto sean huéspedes del convento. Y ahora, id ligero, hace ya un buen rato que se os busca.
Blasillo, impertérrito, azuzó al borrico y se fue camino abajo hacia la cuadra a fin de dejarlo aposentado en su pesebre. Luego se dirigió a la chabola que era su vivienda para esconder allí sus tan arduamente trabajados tesoros y ponerse otra ropa igual de vieja pero limpia, asearse un poco y acudir al requerimiento de la prefecta de novicias, a la que había que tratar en un son diferente del que empleaba con la tornera ya que su carácter no era el de esta última, cuya amarga cáscara exterior se convertía al tratarla en miel más dulce que la que había hurtado a las abejas del bosque para Catalina.
Diego descansaba en la alcoba que le había sido asignada, a la espera de que la persona que debía atenderle hiciera acto de presencia portando su equipaje. Era ésta una estancia espaciosa, con un doble ventanal gótico cuyos dos marcos estaban separados por una columnita rematada por un capitel jónico que soportaba la conjunción de los dos arcos, y desde el cual el muchacho divisaba la parte posterior de los aledaños del monasterio, incluida una gran área del huerto, del riachuelo que lo atravesaba y, al fondo, hasta unas construcciones que por su forma intuyó eran cuadras, establos y refugio para la servidumbre. El aposento estaba confortablemente ambientado con sobriedad monástica, pero al lado del cuartucho del mesón de la penúltima noche pensó que era, talmente, el dormitorio del duque de Alba. Un gran lecho con dosel, un arcón de cuero repujado para guardar la ropa, un bargueño, dos sillones frailunos de roble macizo con brazos de madera de cerezo terminados en garras de león, esto en cuanto al mobiliario se refería. Las paredes eran cálidas pues no estaban desnudas; un gran tapiz cubría la principal y presidía la otra un cuadro de san Benito orante. Separada por un cortinón de damasco y en un pequeño cuarto adyacente, una bañera de cinc, una palangana muy grande encastada en una base de cuatro patas curvas unidas por una plataforma que soportaba un jarro para su servicio y un sillón excusado. Imaginó que la alcoba de su ayo sería semejante a la suya, pero más grande pues abarcaba la esquina del edificio evidentemente destinado por las monjas al alojamiento de huéspedes importantes que algo tuvieran que ver con la Orden, con su sostén o mantenimiento, aunque desde luego totalmente separado de los aposentos que ocupaban las monjas novicias y postulantas y también, claro está, de los dormitorios de las recogidas. Un leve golpe en la puerta le anunció la esperada visita.