Catalina la fugitiva de San Benito (6 page)

BOOK: Catalina la fugitiva de San Benito
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Don Martín quedó un momento pensativo.

—Bien, priora, reprendedlo. Decidle que se dedique a sus tareas y que no encalabrine la mente de los niños con historias de guerras. En cuanto a vos... —Se encaró con Catalina—. ¡Haréis la comunión y entraréis de postulanta, y no se hable más!

Don Martín extendió su mano derecha a fin de que la niña se la besara, y tal acción no fue un puro formulismo. Era el amor que su corazón sentía por aquella criatura con la que creía estar en deuda. La priora presionó con su mano derecha el hombro de la chiquilla a fin de que ésta realizara la acción esperada. Sin embargo, Catalina con una breve inclinación de cabeza dio media vuelta, saliendo a continuación de la biblioteca.

—Ved que es imposible. Su corazón es oro molido, a mí me ha robado el mío, pero su carácter es talmente el de su abuelo. Recordad cómo era nuestro padre.

—Lo sé y lo comprendo. Pero, por su bien, domeñadla. No será feliz si no la moldeáis para la vida que deberá llevar en el convento, y bien que lamento que tanto carácter y tanta osadía se pierdan en lances tan contemplativos como los que dentro de estos muros acontecen. En fin, hermana, lo hecho hace diez años, hecho está. No cabe ni conviene vuelta de hoja. Por tanto, proceded según mis órdenes.

—Si me permitís, os ruego reconsideréis el mandato. Aún es temprano para tan seria decisión. Dejadla crecer como un pajarillo, que es lo que es. Tiempo habrá para todo, dentro de tres o cuatro años tal vez. Os ruego que tal decisión la sometáis a mi criterio. Yo la conozco mejor que nadie y sabré apreciar cuándo la fruta esté madura para entrar en religión. Tened confianza en mí.

—Sea como decís. Pero dejad a salvo mi autoridad. Decidle que hemos hablado, que de momento hará la comunión y que espero un cambio total y absoluto de actitud. De no ser así... la próxima vez que vuelva al convento si me volvéis a contar sus historias de libros de caballerías, no tendré piedad. ¿Lo habéis entendido?

—Perfectamente, Martín, y os agradezco el voto de confianza.

Tras decir esto último, el hidalgo y la priora abandonaron la biblioteca.

El doctor Carrasco estaba de buen humor. El refrigerio había sido excelente y el día, hasta el momento, había transcurrido placentero. Al cabo de media hora se reuniría el Consejo y el secretario haría la farragosa lectura anual con los capítulos de gastos y necesidades de las monjas que a él tanto le aburrían, y, como cada año, aprovecharía la coyuntura para descabezar una siesta, costumbre inveterada que no perdonaba ni en las grandes solemnidades. El sillón de su lado en aquel momento estaba desocupado, y súbitamente apareció en él la persona que menos deseaba ver y cuya sola presencia le producía, año tras año, un insoportable dolor de estómago y una caterva de insoportables recuerdos. Don Martín, ajeno a tal circunstancia, sentóse a su lado e inquirió:

—¿Me permitís sentarme a vuestro lado, reverencia?

—Ya lo habéis hecho —respondió el prelado adustamente.

—Si os incomodo...

El doctor Carrasco entendió que el origen de sus inquinas debía permanecer oculto y cambió el tono de su discurso.

—En modo alguno, don Martín, decidme... ¿cómo van los asuntos de vuesa merced? —El prelado, marcándolo bien, le retiró el «vuecencia».

El hidalgo hizo como si no se diera cuenta y prosiguió:

—Como los tiempos que corremos, excelencia, parvos y difíciles.

—El pesimismo no es bueno para el espíritu. Aún somos la nación más poderosa de la tierra y el bastión irreductible de la Santa Madre Iglesia.

—Soy consciente de ello, ilustrísima, pero la misma extensión de nuestros dominios obliga a que gran cantidad de brazos sean necesarios para defender nuestras fronteras tanto en el Nuevo Mundo como en Flandes o Italia. Ello, sumado a la expulsión de los moriscos que ordenó nuestro buen rey Felipe III, ha hecho que nuestro agro esté descuidado e improductivo, y a los pocos hombres que quedan para ello les deslumbra la vida en las ciudades. Todos emigran a Madrid, Valladolid o Sevilla en busca de una fortuna rápida y engañosa, y los hidalgos como yo necesitamos brazos para el campo.

—Todo lo que argumenta vuesa merced es cierto, pero antes de cuidar de lo material debemos cuidar de lo espiritual, y nuestra nación está asediada por las más perniciosas influencias que se han dado en la historia. Por el norte, esos diablos de luteranos y calvinistas, que el Señor confunda, y por el sur todavía laten novecientos años de guerra santa y sangre que costó expulsar de esta tierra de María Santísima a esos herejes del islam para permitir que esos falsos conversos corrompan ahora las almas de lo cristianos auténticos que nos han sido encomendadas. ¡No voy a tolerar que nadie en mi presencia sostenga que la expulsión de los moriscos no fuera, en el tiempo, una sabia medida! ¡Y menos a alguien como vos, que por el cargo que ocupa como protector de esta santa casa tiene la obligación de ser sumamente escrupuloso! Por mucho menos de lo que decís se han incoado causas en el Santo Oficio. Y ahora, si no os incomoda, os ruego que me excuséis...

Don Martín captó el mensaje rápidamente y se maldijo por su ligereza. ¿Cómo podía haber cometido semejante desliz, cuando era de todos conocido que el doctor Carrasco, en lo tocante a la ortodoxia del culto, a la pureza de la fe y a la obediencia estricta a la Iglesia de Roma era insobornable?

—Perdone su reverencia. No me he explicado bien. Me refería únicamente a que son necesarios hombres jóvenes para las labores del campo y...

—¡Pero no a cualquier precio! Y desgraciadamente no son todos como el jardinero de esta santa casa, que tengo entendido es sordomudo. Las gentes hablan y las malas ideas crecen como la cizaña entre el trigo y son el fuego que prende en la hojarasca; nuestro señor, el buen rey Felipe III, hizo santamente extirpando esta buba purulenta.

—Estoy totalmente de acuerdo con vuestra reverencia y pido humildemente perdón por no haberme sabido explicar.

El doctor Carrasco, sin dignarse a responderle, se volvió hacia el comensal de su otro costado en una demostración de desprecio absoluto. Don Martín comprendió claramente que se había torcido su oportunidad, que no era momento de súplicas ni de peticiones y que debía iniciar una prudente retirada a fin de que al secretario se le olvidara el desliz. Cuando ya se levantaba de su asiento, el obispo se revolvió como un áspid hacia él y le espetó:

—¡Cuidad vuestra lengua y ved a quien os dirigís! No es prudente expresaros como lo habéis hecho, y dad gracias a Dios de que he sido yo vuestro interlocutor y no otro porque, debéis creerme, mi conciencia me va a recriminar este mal paso y no sé si seré capaz de acallarla. Y ahora pasemos al Consejo.

Dicho lo cual, el doctor Carrasco hizo el gesto de levantarse dando por terminada la conversación. Don Martín se despidió al instante en tanto el joven clérigo que atendía al obispo acudía solicito. Éste, dirigiéndose a él al tiempo que secaba su sudorosa calva con un gran pañuelo, le espetó:

—Recordadme mañana, fray Valentín, que recabe información exhaustiva de este don Martín de Rojo. Me ha parecido un cristiano demasiado tibio y despegado para desempeñar las responsabilidades inherentes al cargo que desempeña cerca de San Benito.

—Descuide su paternidad, que así se hará.

El secretario del Santo Oficio era absolutamente implacable en lo tocante a la fe y a las desviaciones de la ortodoxia, máxime si en ello mezclaba su inquina personal.

El viaje

Diego de Cárdenas era feliz. Por vez primera, a sus doce años, salía de la casa paterna para, durante seis días y sus correspondientes noches, correr los caminos hasta el convento de San Benito en comisión de servicio y regresar, acompañado claro es, por su amado ayo y mentor, don Suero de Atares. Teniendo en cuenta las calamidades y peligros que acechaban a los viajeros en los tiempos que corrían, y contando con que alguna noche tendrían que dormir al raso, su mente volandera evocaba encuentros con malandrines y bandidos, sin olvidar animales salvajes, lances, estocadas y tiros. Ni que decir tiene que de todo ello salía indemne, heroico y triunfante. En aquellos momentos se sentía, talmente, cual si fuera un correo del rey. Aunque exagerándolo en demasía, su imaginación no iba desencaminada, pues en los caminos secundarios y las trochas donde las postas del correo real no transitaban eran comunes los asaltos de los maleantes que expoliaban a los viajeros solitarios y desafiaban a la autoridad de la Santa Hermandad
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, que era en el tiempo el único obstáculo que se oponía a sus fechorías, a temer fuera de las ciudades.

Don Suero, que conocía perfectamente la cantidad y dimensión de los posibles peligros, iba en cabeza, vigilante pero tranquilo. Habían partido de Benavente antes de la salida del sol. Montaba el tutor un bayo de gran alzada, vestía jubón y calzas forradas, botas de piel vuelta, tahalí en bandolera que soportaba en su costado izquierdo y a la altura de la cintura su larga toledana, al lado derecho una pistola de rueda que nunca abandonaba y a la espalda, oculta por su ferreruelo
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, su amada vizcayna
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; en el zurrón llevaba asimismo el recado
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para la pólvora, la mecha y los plomos. Atada al fuste de su silla, una cuerda de cáñamo con la que arrastraba el ronzal del mulo de carga, y para que no se desflecara estaba rematada en el extremo por un cordoncillo de cuero. El animal portaba dos alforjas de esparto llenas de todo lo necesario para el camino, por si alguna noche debían dormir a la intemperie, y cerraba la marcha el pequeño Diego montado en
Lucero,
su corcel favorito. Era éste un hermoso animal de capa negra, alta cerviz y porte noble, que debía su nombre a la mancha blanca que adornaba su frente. La vestimenta de Diego era de campo, mucho más refinada que la de su ayo, pero adecuada al camino; lucía el muchacho un tabardo de piel vuelta forrado de castor, los calzones bombachos eran acuchillados, sus botas altas de suave gamuza y en su chambergo lucía una pluma roja. Sin embargo él no llevaba pistola al cinto, aunque sí espada y una pequeña daga.

El día era claro y el tiempo frío. Don Suero podía recorrer aquellos caminos como quien inspecciona un viejo bolsillo. Sus ojos gavilanes recogían la información que la naturaleza le suministraba y su experta mente la procesaba al instante; desde el tiempo que iba a hacer al día siguiente hasta cuántos caballos habían pasado antes que ellos, nada escapaba a su aguda percepción. Su plan de viaje era cabalgar un promedio de siete u ocho horas diarias, según las dificultades del camino, y si sus cálculos no fallaban y el tiempo se mantenía, presumía que podían estar en San Benito al mediodía de la tercera jornada. La ruta a seguir partía de Benavente y pasado Astorga se desviaba en Santa María del Páramo siguiendo el cauce del Órbigo. Aquella primera noche pretendía pernoctar en el Mesón del Ciego, que estaba en la encrucijada de Villaquejida. Llevaban un buen paso teniendo en cuenta el peso que transportaba el mulo, a cuyo tranco se acoplaban las otras dos cabalgaduras. Diego, con un suave golpe de talones en los ijares de
Lucero,
obligó al animal a ponerse a la altura del bayo de don Suero.

—Ayo, quiero deciros que no existe en el mundo hombre más feliz que yo. Os agradezco infinitamente todo lo que hacéis por mí y quiero aprovechar este viaje para aprender todo lo que tengáis a bien enseñarme sobre la naturaleza y los caminos.

—La gratitud es cualidad de los bien nacidos y vos, sin duda, lo sois, amén de buen discípulo, ya que todo lo aprendéis rápida y fácilmente. Pero no sería honesto por mi parte atribuirme el mérito de estas jornadas, ya que fue idea de vuestro padre y señor mío él ponernos en el camino. Yo solamente he tenido que vencer la resistencia que ha ofrecido fray Anselmo. Ya sabéis cómo es...

—Es pesado como piedra de molino, eso es lo que es, y se dedica a embrollar mi vida yéndole con pláticas a mi señor padre. Está empecinado en que lo más importante del mundo son el latín y la filosofía, y yo no quiero ser un clérigo.

—Todo es importante, don Diego —observó el escudero.

—¿Cuántas veces debo deciros que cuando estemos los dos solos apeéis el tratamiento y me llaméis Diego a secas? Además, aún no soy bachiller, y no pienso ir a Salamanca.

—Bien sea como queráis, Diego, pero aunque ahora no lo penséis así, todo es importante. Amén de que si queréis ser artillero o contador
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os son imprescindibles las matemáticas, y si os pluguiere hacer puentes o máquinas de guerra o levantar parapetos o desviar un río... todavía más.

—¿Se puede desviar el agua?

—En Flandes más de una vez lo hicimos, y el de ingeniero es un hermoso oficio y ¡a fe mía! bien remunerado.

—¡Yo quiero ser infante! —dijo el muchacho con convicción.

—No os lo recomiendo: poca paga y muchas liendres. Se cobra tarde, mal o nunca.

—¿Y los capitanes?

—No, ésos ya viven mejor. Pero ¿no decíais que queríais aprender cosas?

—Eso he dicho.

—Pues ved —señaló el escudero una huella—. Delante de nosotros van tres muleros y una de las mulas ha perdido una herradura.

Amén de que hace poco que han pasado por aquí, pues observad que la boñiga es tierna, la coja va sin carga y han colocado su peso sobre una de las otras dos. Ved que las tres marcas son de diferente profundidad, y por la amplitud de la zancada podemos deducir que los tres animales son aproximadamente de pareja envergadura.

Diego estaba asombrado.

—¡Cuánto sabéis! ¿Quién os ha enseñado tantas cosas?

—La vida, Diego... la vida.

Se detuvieron al mediodía al lado de un riachuelo, acercaron las cabalgaduras a la corriente para que abrevaran y luego las ataron a la rama baja de un chopo. Tras sacar de la alforja la munición de boca que llevaban, se dispusieron a yantar aprovechando para ello el tocón de un árbol que les servía a la vez de mesa y asiento: cecina de cabrón, pan, huevos cocidos y una fruta.

—Tengo más hambre.

—Queda mucho camino y no es conveniente para cabalgar que el estómago esté lleno; aún nos restan tres horas de camino. Ahora recoged todo y tirad al río el corazón de la fruta, las cáscaras de los huevos y las mondaduras; a nadie le interesa cuándo y si hemos estado aquí.

Una vez que Diego hubo cumplido el mandado, partieron. Cabalgaron más de tres horas y antes de llegar a la encrucijada pasaron por un bosquecillo de hayas. El muchacho no lo supo, pero don Suero se apercibió que tres pares de ojos, escondidos en la maleza, los observaban. Al poco llegaron al Mesón del Ciego y el escudero descabalgó.

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