Catalina la fugitiva de San Benito (9 page)

BOOK: Catalina la fugitiva de San Benito
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—¡Éste no es vuestro día de suerte, villanos! ¡Voto a bríos! Diego, aguantad, que el mío ya se quiere ir a reunir con Caronte
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.
..

Y diciendo esto, don Suero se tiró a fondo, pasando a su oponente de lado a lado, agujereándole el jubón a la altura del corazón.

En ese instante Diego, retrocediendo, trastabilló con el palo que había afilado don Suero para vadear el río y cayó de espaldas, perdiendo en el lance su espada. Al punto se creyó muerto, se acordó de su padre y pensó: «Se acabó», pero súbitamente su mano apoyada en la tierra percibió un intenso calor y al instante supo lo que era... un leño de la hoguera hecho brasa ardiente. No lo pensó dos veces: lo asió fuertemente con su diestra mano y lo lanzó presto a la cara del bergante. No hacía falta. En ese mismo instante el mango de la vizcayna de don Suero asomaba por el pecho del villano, que tras dar dos o tres giros sobre sí mismo caía muerto sobre la hoguera, la cual chisporroteó furiosa cuando el borbotón de sangre que le brotaba del corazón alcanzó las brasas.

El castigo

La puerta se cerró tras Catalina con dos vueltas de llave. La niña supo en aquel instante que, con la puerta, se cerraba el tiempo de su niñez. Su mente no recordaba nada allende los muros de San Benito, pero sus curiosidades eran muchas y sus incontenibles deseos de saber cosas, infinitos. Los pasos de la hermana Úrsula se alejaban, sordos, por el corredor, y Catalina tomó conciencia de su encierro. En el último instante, la priora había aceptado, no sin un fondo de dolor en sus ojos, el consejo de sor Gabriela, su némesis, y ése fue que la encerraran en la celda de castigo instalada en el sótano del convento y en cuya puerta funcionaba un pequeño torno. De forma que para atender las necesidades de la persona allí encerrada, no era necesario que ésta viera a nadie, pues para introducir la comida o sacar la bacina o dar cualquier mensaje, el pequeño artilugio era suficiente.

—¿No dice su maternidad que ya es mayor? Pues trátela su maternidad como tal. Y si va a entrar en el postulantado, unos días de meditación, ayuno y recogimiento sentarán muy bien no sólo a su cuerpo, sino también a su espíritu. Veréis como se apaga su fuego y se remansa su ánimo.

La priora se avino al razonamiento de la prefecta de novicias y dio su venia para el cambio, y de esta manera Catalina se vio conducida al susodicho encierro, en lugar de al pequeño dormitorio que había sido su mundo desde el principio del tiempo que su memoria alcanzaba a recordar. Su espíritu práctico la empujó a hacerse cargo de su nueva situación, y lo primero fue inspeccionar físicamente la húmeda estancia. Estaba ésta ubicada bajo tierra, en un semisótano cuya única abertura al mundo era un tragaluz que se abría en lo alto de la pared de poniente junto al techo y a ras de las baldosas del suelo exterior; amén de pequeña, se hallaba protegida por una reja de hierro que hacía imposible pensar siquiera en una remota escapatoria. El mobiliario lo componían una yacija adosada a la pared opuesta, un escabel junto a una mesa de madera de pino y, sobre ella, un candil de mecha con su correspondiente capuchón de cobre pulido colgando de una cadeneta para poder apagar el pábilo encendido, un reclinatorio en el ángulo y, bajo su apoyabrazos, un ejemplar de la
Imitación de Cristo
del alemán Tomás de Kempis; frente a él, un crucifijo de negra madera y, finalmente y tras la puerta, una silla de necesidad con su recipiente de barro; a su lado, en un trípode, una palangana con agua para lavarse someramente.

Catalina se tumbó en el catre y las tiras de cuero crujieron al soportar su leve peso. Ignoraba el tiempo que iba a estar allí; lo que sí intuía era que aunque la comida, la palangana y la bacina podían trajinarse a través del torno, alguien tendría que entrar a encender la mecha del candil, pues aunque lo buscó, no encontró por lado alguno ni yesca ni pedernal. De todos modos, su espíritu firme no flaqueó y pensó que estaba en manos de Dios o del destino, que lo mismo daba.

Era primavera, el día alargaba y su pensamiento, como una pequeña alondra, volaba hacia el espacio sin que reja alguna pudiera impedirlo. ¿Quién era y qué hacía allí? Si hubiera sido la hija de alguna recogida, ya no estaría en el convento. Blasillo, que era su amigo y confidente, le había explicado que en el monasterio apenas nacía una criatura, al poco se la llevaban. La priora se había ocupado de ella infinidad de veces con una especial predilección... las monjas no tenían hijos. ¿Quiénes eran sus padres? Y si había nacido allí, ¿por qué no la habían entregado a alguna familia como hacían con los demás? ¿Qué había tras los muros que rodeaban el huerto? ¿Cómo era el mundo donde vivía aquel señor de negro que una vez al año la visitaba y que tan severo le parecía? ¿Por qué no le permitían salir jamás de allí, cuando Blasillo, que tenía su edad, lo hacia frecuentemente acompañando al jardinero en infinidad de ocasiones? ¡Blasillo! Su mente hizo una digresión y cambió el rumbo de su discurso. Era su único amigo y no estaba dispuesta a que, al ingresar en el noviciado, le impidieran verlo. Lo único maravilloso de los años hasta donde ella alcanzaba a recordar, era su amistad. Él era también la única fuente de noticias del mundo exterior que tanto le atraía; todas las referencias y los caminos pasaban por Blasillo. Si ella imaginaba pueblos, molinos y gentes, era a través de las explicaciones que le daba Blasillo. A cambio, habían llegado a un pacto: ella le trasladaría las lecciones que le daba fray Gerundio puntualmente. De esta manera, día a día, y a la misma vez ambos, habían aprendido a leer; su compenetración era total, y mil claves y códigos hacían que sus secretos fueran ininteligibles para los mayores.

La tarde fue cayendo y allí no acudía nadie ni se oía ruido alguno. La campana de San Benito dio nueve golpes y Catalina, que ya había pergeñado un plan, se dispuso a ponerlo en práctica. Una de las contraseñas que habían establecido para alguna correría nocturna era la imitación del canto del búho; tal era su conocimiento y perfección que, aunque hubiera otros búhos ululando en la oscuridad, ambos niños distinguían perfectamente el cante del otro. Catalina se puso en pie y se acercó al tragaluz, después colocó su mano derecha de perfil y, con los dedos juntos frente a su boca, lanzó todo lo fuerte que pudo tres silbos largos y dos cortos que atravesaron la noche. Esperó unos instantes con el oído atento... Nada. Llegaban hasta ella únicamente los ruidos de la noche. Repitió varias veces, espaciando su llamada, y cuando al cabo de media hora ya desesperaba, súbitamente llegó hasta ella, imaginó que desde el fondo del huerto, la respuesta de Blasillo clara y nítida... Un silbo largo y dos cortos. Lo demás fue más fácil. Con su señal intermitente fue trayendo a Blasillo, poco a poco, hasta su reducto. Una luna cuasi llena esparcía su plateada luz por el exterior del convento, inundando de claridad la celda. Pero de repente ésta se oscureció; se había interpuesto en el ventanuco, entre ella y la luna, la inconfundible silueta del cabezón de Blasillo, que ocupaba casi por completo el tragaluz.

—¡Blasillo, Blasillo, soy yo. Estoy aquí!

—¡Por vida de! ¿Qué estáis haciendo ahí abajo?

—No os ocupéis de eso ahora. Ya habrá tiempo de hablar de ello.

—¿Estáis encerrada entonces?

—A vos ¿qué os parece?

—Ha sido por lo de los gallos. Ahora vendrán a por mí. ¡El Señor me valga!

—No os preocupéis. He dicho que toda la culpa ha sido mía, que vos no habéis tenido nada que ver.

Ante esta aclaración, el zagal pareció remansarse.

—¿Qué puedo hacer por vos, Catalina?

—¡Chist! ¡Callaos! He oído un ruido.

El ruido que había reclamado la atención de la muchacha era el que producía el roce del viejo torno al girar sobre sí mismo. A la luz de la luna, que volvió a invadir el cubículo al retirarse la cabezota de Blasillo del tragaluz, Catalina vio que lo que le entraban para cenar oran un mendrugo de pan y una frasca de agua; cuando afinando el oído dedujo que los pasos se alejaban, llamó de nuevo a su amigo.

—¡Blasillo! ¿Estáis ahí?

De nuevo la sombra precedió a su dueño.

—Aquí estoy, Catalina.

—Atendedme, Blas. Procuradme algo para comer. No quiero probar nada de lo que me traigan, y estoy muerta de hambre.

—Vuelvo al punto, Catalina. ¡No desmayéis!

Se fue la sombra y pasó un tiempo. Al cabo de un rato, Catalina comenzó a plantearse que, a lo peor, algo le había sucedido a su amigo; en esto andaba cavilando cuando vio descender ante sus incrédulos ojos, sujeta a un bramante, una bolsa de tela.

—Catalina, ¿estáis ahí?

—Me he ido a dar un paseo si os parece. ¡Claro que estoy aquí!

Blasillo no hizo caso de la pulla.

—En la bolsa tenéis comida. Os he traído lo que he podido pillar, y cada día afanaré lo que pueda para vos e intentaré traéroslo cuando anochezca. Recordad que antes haré la contraseña del búho. Si no me contestáis, no acudiré. ¿Me habéis comprendido?

—No soy lerda, Blas. Atendedme vos ahora. Si es de día, haced la perdiz, no vaya a ser que alguno se escame al oír de día el canto de un búho. Y ya podéis tirar de la bolsa.

—Me marcho, Catalina, hay mucha luz esta noche. Hasta mañana y no os comáis todo. Guardad algo para mañana, no vaya a ser que no pueda venir y tengáis que ayunar de verdad.

—Adiós, Blas, mi buen amigo, nunca olvidaré lo que habéis hecho por mí. Id con Dios.

Y tras escuchar la última frase, Catalina vio que la bolsa, como por arte de birlibirloque, se encaramaba muro arriba hasta desaparecer, al igual que la sombra.

El plan que había concebido era muy simple: quería que las monjas entendieran que hacía huelga de hambre, no probando el pan o lo que fuera que le enviaran a través del torno y bebiendo solamente de la frasca de agua.

Sentóse en el catre y revisó el paquete que Blasillo le había descolgado por el tragaluz. Dentro había una pata de pollo, un trozo de torta de harina rellena de carne de cerdo tomatada, una manzana roja y dos higos. Comió con avidez y, tras envolver los restos en el trozo de papel en el que habían venido y ocultarlos bajo el reclinatorio, se acostó en la yacija tal como estaba. Cuando la campana de San Benito daba las once, Catalina dormía el sueño profundo de los niños.

Sigue el viaje

¿Cómo supisteis que eran cuatreros? —Diego no paraba de hacer preguntas.

—Porque la mula que dejaron en el mesón tenía las orejas cortadas, pero no a la misma vez.

—¿Qué queréis decir? No os comprendo.

—Pertenecía al rey. A todas las caballerías que se entregan para su servicio se les corta una oreja, pero cuando los desertores o los malandrines que al oficio de la cuatrería se dedican se hacen con una de ellas, entonces le cortan la otra y de esta manera, si la Santa Hermandad los sorprende por los caminos se justifican diciendo que los animales son suyos. Pero, claro está, al no haberse hecho los cortes a un tiempo, las cicatrices no son parejas hasta que han transcurrido muchos meses, y durante ese tiempo arriesgan sus vidas. ¿Me habéis comprendido?

—¿Y cómo supisteis que nos intentarían asaltar?

—Primeramente, uno de ellos estaba desnarigado
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. Lo vi cuando llegaron al mesón. Esto me dio el cañuto
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y me hizo sospechar; a nadie cortan las narices si no es por husmear en lo ajeno y meterlas donde no debe.

—¿Y eso qué quiere decir?

—Pues que ha sido condenado a perderlas porque le pillaron afanando lo ajeno, amén de que su traza era tan innoble que más que cuatreros parecían gruñidores, que así se llama a los que se dedican a hurtar gorrinos. Y, en segundo lugar, el perdigón no llama a la perdiz al caer el sol. Las leyes de la naturaleza son inmutables; únicamente los hombres obran contra natura. Entonces fue cuando, al oír el engaño, trabé al bayo, que cuando presiente algún peligro y no puede correr relincha bajo y grave. Él me avisó; coloqué mis ropas bajo el capote y tape el zurrón, que suplantaba a mi cabeza, con el chambergo, y luego me escondí a sotavento para que mi olor no me delatara. El resto ya lo sabéis.

Diego no salía de su asombro.

—¡Jamás llegaré a saber tantas cosas como vos!

—¡Y muchas más Diego! Amén de que para esto os ha enviado vuestro señor padre a este viaje.

—Y ahora ¿qué hará con ellos la Santa Hermandad?

—Pues, veréis...

Al llegar a Horcajuelos, don Suero había buscado al responsable de la Santa y, tras presentarse y decir quiénes eran y de dónde venían, le había explicado lo sucedido en el calvero del bosque la noche anterior.

De inmediato se formó un grupo de hombres armados que habían salido a la descubierta a fin de averiguar si los villanos iban solos o tenían compadres, e intentar encontrar las caballerías por si pertenecían al rey y hacerse cargo de los cuerpos de los malandrines, no fuera que alguno tuviera la peste, pues algún brote de aquel mal había en el reino y la orden era de quemarlos y luego enterrarlos en fosas profundas, lejos de las pedanías.

—Pero dejad que os pregunte cómo va vuestra mano.

—Me molesta, ayo. Peor para ella; nada ni nadie me va a impedir continuar el viaje.

—Ayer os portasteis como un soldado y, aunque no esperaba menos de vos, sabed que no todos los hombres son tan enteros de ánimo para trincar una brasa encendida y lanzarla al rostro de un bergante a mano desnuda.

—Cuando creí que os habían herido, las furias del Averno se apoderaron de mi alma, y hubiera sido capaz de abatir a una legión de demonios.

—Eso os honra, Diego, pero si el dolor a pesar de la cura os aumenta, decídmelo, porque os lo haría mirar por algún barbero, que un cirujano no creo que lo encontremos por estos pagos.

—Vuestro remedio me ha aliviado sobremanera. No creo que sea necesario.

Don Suero había metido en la corriente del río la mano chamuscada del muchacho y, luego de ponerle un ungüento oleaginoso que extrajo de un botecillo de vidrio que llevaba dentro del zurrón, se la había vendado con una banda de lienzo arrancada del faldón de una camisa limpia de su muda de recambio.

De esta manera, entre pláticas y consejas, fue transcurriendo la mañana, y cuando en algún campanario sonaban las dos del mediodía apareció en lontananza la majestuosa silueta de San Benito. Don Suero detuvo su cabalgadura y Diego hizo lo propio para deleitarse unos instantes con la magnificencia del paisaje. Luego dieron espuela y hacia allí encaminaron sus pasos.

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