Read Catalina la fugitiva de San Benito Online
Authors: Chufo Lloréns
—¿Cómo estáis, querido? Estaba deseando veros.
—Ya veis, Camila. —No se acostumbraba a llamarla en privado de otra manera—. Continuamos malviviendo e intentando resolver lo cotidiano, que ya es mucho.
—No tentéis a Dios, Martín. Sé que tenéis cuitas que os apremian, pero el noventa por ciento de los cristianos de estos pagos se cambiarían por vos.
—Lo sé, hermana, pero mis asuntos son los que corresponden a mi alcurnia y condición. Los siervos y gañanes de mis pedanías viven más felices; sus problemas consisten en comer y holgar, y eso, mal que bien, ya lo hacen.
—Sois injusto, Martín. Lo hacen o no lo hacen, y si os parece que un plato de patatas y nabos todos los días constituye la felicidad, creo que os equivocáis.
—Sus necesidades, miréis como lo miréis, son muy otras que las mías. Yo vivo en el perenne agobio de mis deudas. Tengo ya pignoradas las rentas de cuatro años y, o consigo que el doctor Carrasco me haga admitir como familiar del Santo Oficio o realmente no sé adónde voy a ir a parar.
—El Señor proveerá —dijo la priora, y cambiando el tercio—: ¿Cómo están doña Beatriz y vuestros hijos?
—Ella está bien, ya la conocéis. Sus limosnas, su sopa de los pobres
2
y atender a los hijos que quedan en casa, ésas son sus tareas.
—Os quedan, si no me falla la memoria, Violante, Sancha y nuestro Álvaro, puesto que Elvira casó en Sevilla. —La priora recalcó lo de «nuestro»—. Por cierto, ¿hay noticia de que os hagan próximamente abuelo?
—Todavía no, pero imagino que todo se andará... Y debo decir, en honor a la verdad, que tengo un yerno magnífico y que ha sido una suerte casar a Elvira.
—Ved cómo os quejáis en demasía.
—Realmente debo decir que me he alegrado mucho por ella, ya que era impensable que a la hija sin dote de un hidalgo de campo como yo le cupiera este honor, pero poco cambian las cosas en cuanto a mi economía doméstica.
—¿Y Violante, Sancha y Álvaro?
—Hacen lo que corresponde a sus edades, eso sí, con modestia. Comparten el mismo tutor; me preocupa el muchacho... nada que tenga que ver con las armas le place... solo quiere andar entre libros, creo que doña Beatriz lo ha mimado en demasía, no tiene ninguna afición por las cosas que apasionan a un muchacho de su edad... los caballos... la sala de esgrima... todo el día lo quiere pasar con los clásicos, y dice el tutor que está muy adelantado para su tiempo.
—No todos los hombres han de hacer la guerra. Enviadlo a Salamanca cuando llegue la edad. Hay muchas oportunidades para un hombre de letras. Hora es ya de que no sean los clérigos los amos de todas «las disciplinas».
—Y ¿con qué lo envío a Salamanca, hermana?
—Las aves del cielo tienen nidos y las raposas tienen madrigueras. El Señor cuida hasta del último de sus pajarillos.
—Cómo no haga el milagro el doctor Carrasco, mal veo la salida. Pero, decidme, ¿qué hace Catalina?
—De ella quería hablaros.
—Os escucho, soy todo oídos.
—Me habéis dicho que Álvaro tiene un carácter tranquilo. Pues Catalina... ¡Válgame el cielo!
Don Martín se revolvió inquieto. La monja tomó la pluma de ganso que reposaba en el tintero de su escritorio y jugueteó con ella.
—Contadme, Camila, ¡vive Dios!
—Pues... tiene el carácter de nuestro difunto padre, que en gloria esté. Los animales, el río, el cazar alimañas, la pinola, los juegos con rodelas y espadas de madera... en fin, todo aquello que complacería a un ganapán de su edad. En cambio, los rezos y los latines, apenas los soporta. Todavía no es importante porque es una criatura, pero cuando entre de postulanta vamos a tener muchos problemas. ¿Sabéis que a vuestra llegada os he hecho esperar? Pues bien, me ha llamado la hermana cocinera con gran premura; he creído que pasaba algo en los fogones al respecto del refrigerio que se os servirá después de la misa, y al llegar me ha contado la última hazaña de la criatura.
Sor Teresa explicó a su hermano con pelos y señales la aventura de los gallos. El hidalgo la escuchó con semblante adusto pero íntimamente regocijado.
—Lástima no fuera un muchacho. El tiempo mitigará estos afanes. En vuestras manos la confié y deberá, en su día, entrar en religión. Antes de marcharme quiero que me la mostréis. Al fin y a la postre, nada hay de raro en ello. Soy uno de los protectores del convento, además de su tutor.
—No hay inconveniente. Por cierto, hermano, ¿recordáis que de pequeño erais zurdo?
—Lo recuerdo muy bien, y grandes disgustos y esfuerzos me costó el ser diestro. Ya sabéis que la siniestra es la mano de Satanás —ambos hermanos se santiguaron—, y mi padre me arrancó esa mala costumbre a palos. ¿Por qué lo decís?
—Porque Catalina maneja indistintamente ambas manos y con ambas es igualmente hábil, y pienso que manejar también la diestra se convierte mayormente en ventaja en vez de inconveniente.
—La zurda trae malas inclinaciones y, al fin, disgustos. Quitadle, quitadle ese hábito... Tras él está el Maligno. —Se santiguaron de nuevo—. Y ahora, Camila, vayamos a reunimos con los demás. Es hora ya de rezos, y por cierto veo entre los protectores mucho más interés por el refrigerio que, sin duda, nos ofreceréis que por la espiritualidad de nuestros cometidos. Fruto de la época y de los vientos que corren, supongo.
—Lo malo se contagia antes que lo bueno y las costumbres que nos llegan de la Corte no son precisamente edificantes.
Don Suero de Atares esperaba, respetuosamente en pie, a que don Benito de Cárdenas, marqués de Torres Claras, levantara la cabeza del escrito que ocupaba su atención.
Don Suero, ascendido al oficio de maestro de armas, había sido el fiel escudero del marqués en las jornadas de Flandes, cuando a las órdenes de Alejandro de Farnesio el Tercio viejo de Nápoles había asombrado al mundo en Malinas y Maestrich. Don Benito de Cárdenas dejó el pergamino sobre el escritorio, tomó la pluma, la mojó en el tintero y puso al pie su firme trazo. Después extrajo de una cajita un polvillo blanco y lo esparció sobre su firma; cuando estuvo seca la tinta, dobló tres veces el papiro, acercó a la llama de una vela una barrita de lacre rojo y, cuando estuvo reblandecido, depositó una gota en el doblez del papiro aplicando el sello de su anillo al mismo, garantizando de esta manera que nadie pudiera leer el escrito sin antes rasgar el lacre.
—¿Qué trae por aquí a vuesa merced, que tan escaso se prodiga?
Toda la soltura y confianza que don Suero mostraba en campo abierto, se tornaba torpeza bajo el techo artesonado de los aposentos del marqués de Torres Claras.
—Bueno, pues veréis, el caso es... no sé cómo explicar a vuecencia... —se atascó de súbito.
Don Benito lo animó.
—¿Qué os ocurre, viejo amigo? Si os hubierais mostrado tan remiso en Malinas, yo ya no me encontraría entre los vivos.
El marqués aludía a la ocasión en la que, siendo alférez abanderado, fue alcanzado por un tiro de arcabuz y estando en el suelo mal herido y con la pierna rota se le vinieron encima dos herejes con aviesas intenciones; cuando creía que había llegado su última hora, compareció su fiel escudero que, tirando de toledana, cargó contra los dos luteranos, interponiendo su cuerpo entre él y el enemigo. Al primero lo despachó con un metisaca en el gañote y al otro lo envió a reunirse con Caronte tras un breve encuentro, de una certera estocada que le atravesó el emballenado peto a la altura del corazón. Luego, bajo un fuego de mil pares de diablos y cuando el tambor principal tocaba retirada presurosa
3
, todavía tuvo redaños para recogerlo a él y al estandarte, subir el talud y reintegrarse a la posición.
—Decidme, don Suero, que os conozco bien. ¿Cuáles son vuestras cuitas?
—Veréis, vuecencia sabe que entiendo perfectamente que don Diego ha de recibir la educación que corresponde a su linaje y condición, y sé que el latín, las matemáticas y demás materias son muy importantes. Pero creo que fray Anselmo se excede en el tiempo que dedica a ello, porque cada día cercena más el que a mí corresponde, y si sus enseñanzas son importantes las mías son vitales, ya que el manejo de la espada, la rodela, la daga, el arcabuz y el caballo son para el soldado como el pan que come, y don Diego será, antes que nada, un soldado; amén de que, cuando vaya a Madrid, las calles son la guerra y los malandrines, valentones y falsos mendigos que matan por un jesús las invaden, y creo que mejor se defenderá desabrigando el sobaco
4
prestamente que recitando latinajos. ¡Ea, ya lo he dicho!
Don Suero había acabado su discurso de un tirón y aguardaba nervioso. El marqués, que sonreía para sus adentros, demoró unos instantes su respuesta.
—Entiendo lo que decís, don Suero. No os preocupéis, yo hablaré con fray Anselmo para que cada cual tenga el tiempo que le corresponde. Y sé y me consta que a mi hijo le complacen mucho más vuestras lecciones que las que le imparte su tutor. Por cierto, ¿cómo van las clases?
A don Suero se le iluminaban los ojos cuando hablaba de su pupilo.
—Es esforzado y valiente, monta a caballo ya mejor que yo mismo y tengo que refrenar sus ímpetus con la espada, porque quiere ir demasiado deprisa. Tira con muchachos tres y cuatro años mayores que él y los pone en serios aprietos.
El marqués escuchaba complacido. Diego era todo lo que le quedaba en el mundo, después de que aquellas malditas fiebres se llevaran a su queridísima esposa cuando el niño aún no había cumplido los seis años.
—Bien, don Suero, os voy a dar la ocasión de recuperar el tiempo que, decís, se os debe.
El escudero escuchaba atentamente.
—Vais a llevar un mensaje a la priora de San Benito. Ya sabéis que, pese a la distancia, soy protector mayor del mismo. Mi señor padre, que el Señor tenga en su gloria, ya lo era, y es por ello que me bautizaron con su nombre. Os acompañará don Diego. Va a ser su primera salida importante, y tenéis a caballo tres jornadas a la ida y tres al regreso, más una de estancia como mínimo, para recuperar el tiempo perdido. Dormiréis en mesón o posada si la hay, y si no en campo abierto; no quiero que lo hagáis en casas de deudos o amigos, a fin de que el muchacho sepa de las incomodidades y privaciones de los caminos. Lo que vais a llevar es una orden de pago de mil ducados. Ya sabéis que la Iglesia es insaciable... y a mí me es imposible asistir a la reunión, y ¡a fe que me gustaría!
Esto último lo dijo el señor de Cárdenas sonriendo, pero no tanto como don Suero, cuya felicidad se colmaba al rescatar durante siete días a su pupilo de las garras de fray Anselmo, que no era precisamente santo de sus devociones.
—No paséis cuidado alguno ni por vuestro mensaje ni por vuestro hijo. Va en ello mi vida.
—Lo sé, amigo mío, a nadie más que a vos confiaría la seguridad de Diego en su primera salida al mundo. Id, don Suero. Partiréis a la amanecida.
El escudero, con una respetuosa inclinación de cabeza y un airoso gesto de su emplumado chambergo, salió de la estancia.
Oída la misa, a don Martín le quedaban dos cosas por hacer: intentar hablar con el siempre difícil doctor Carrasco, y ver a Catalina, cosa que hacía, por lo menos, una vez al año. Lo primero lo prefería demorar hasta después del refrigerio, ya que, conociendo la afición a la buena mesa del secretario provincial del Santo Oficio, cuya figura oronda avalaba dicho afán, creía más oportuno exponerle sus cuitas una vez el prelado hubiera satisfecho sus apremiantes apetitos tras la opípara libación que, sin duda, ofrecerían las monjas, y ante una copa del mejor orujo del convento que se llamaba, cómo no, licor de San Benito. Decidido lo cual, requirió a su hermana con el fin de que trajera la niña a su presencia en la biblioteca del monasterio.
En tanto aguardaba, repasó su atuendo brevemente e imaginó que a los ojos de una criatura de diez años resultaría imponente. La peluca negra recortada a la altura del cogote, mostacho y perilla perfilados, jubón, calzas, medias y zapatos de hebilla, asimismo negros; lo único blanco era su golilla encañonada que le ceñía el cuello, dando la sensación de que su cabeza estaba separada del resto del cuerpo. Sentose cómodamente en el sillón cabecero de la larga mesa y esperó la entrada de la niña. Hízolo Catalina acompañada de la priora. Vestía una bata de sarga azul hasta media pantorrilla, medias blancas y zuecos, y un rebelde mechón de su oscuro cabello se le escapaba en la frente por debajo del casquete de la cofia que le cubría la cabeza. Llegóse hasta donde él estaba e hizo una airosa reverencia; su semblante no reflejaba temor alguno, en todo caso en sus ojos se podía adivinar un destello de recelo o desconfianza.
—Sepa perdonar vuesa merced su aspecto, pero estaba trabajando en el huerto y, para no perder la costumbre, castigada. Ya os he contado esta mañana para justificar mi demora la aventura de los gallos.
Sor Teresa había abierto el fuego.
—¿Qué hay que hacer con vos? Vengo al convento una vez al año, soy vuestro tutor y no hay ocasión, desde que tenéis uso de razón, en que no me cuenten alguna fechoría vuestra.
La niña sostuvo su mirada en silencio y don Martín se rebulló nervioso en el sillón. La actitud de la criatura le incomodaba y conseguía desazonarlo.
—¿Habéis recibido ya a nuestro Señor?
—La está preparando nuestro capellán para el acontecimiento —terció la monja, y añadió—: Pero tampoco tengo buenas referencias sobre su actitud.
—¿Qué tenéis que decir, Catalina, a todo esto?
La niña no respondía, pero tampoco agachaba la cabeza.
—Bien está, acabemos el tema. Tomaréis el Cuerpo de nuestro Señor y entraréis de postulanta.
—¡Yo no quiero ser monja! —La niña había hablado alto y claro.
El hidalgo se retrepó en el sillón, mesándose la perilla.
—Y ¿qué queréis ser? Si se puede saber.
—¡Soldado!
La priora iba a intervenir. Don Martín, con un gesto de su mano, la detuvo.
—¿Y qué sabéis vos de la vida de la milicia?
—Antón, uno de los mozos del establo, estuvo en Flandes y nos lo ha contado a mí y a Blas.
—¿Quién es ese que llena la cabeza de esta criatura de historias guerreras y quién es ese Blas? —preguntó el hidalgo dirigiéndose a la reverenda madre.
—El primero, señor, entró el año pasado para ayudar al jardinero. Ya recordaréis, al sordomudo. Se llama Antón Cifuentes y nos lo recomendó su excelencia don Benito de Cárdenas, marqués de Torres Claras. Su padre fue primer protector del convento y él lo es ahora. Creo que estuvo con él en Flandes y volvió, por su buena conducta, con muchas cartas de recomendación y también con muchas pagas adeudadas; vagaba por Madrid sin tener donde caerse muerto hasta que dio con el marqués, que nos lo envió. Y he de decir, a fe mía, que es un buen trabajador, aunque, como todo soldado, un poco fantasioso y dado a contar batallas. Si caso he de hacer de sus historias, en Lepanto se venció al turco porque él estuvo allí. Y en cuanto a Blasillo... es el hijo del jardinero, tiene los mismos años que Catalina y vos ya lo conocéis. Hace ya mucho tiempo que está con nosotras.