Read Catalina la fugitiva de San Benito Online
Authors: Chufo Lloréns
—Lo hago bajo la responsabilidad de vuesa merced.
—No se hable más.
El doctor Gómez de León oyó a través de la gruesa y claveteada puerta de roble cómo los pasos se alejaban... al rato, el ruido ocasionado al ser retirados los pestillos y cerrojos y finalmente, tras la breve visión de la priora que lo observaba por el ventanuco del centro, el sordo roce del pasador que descorría la gran llave de hierro.
—Alabado sea el Señor. ¿Quién sois y qué os trae a estas horas a esta santa casa?
—Él sea alabado. No importa quién sea yo, os diré únicamente que mi condición es noble y un juramento me impide daros más explicaciones. Me encomiendan que os deje aquí a esta criatura.
La tornera escuchaba.
—Solamente os diré que es de buena cuna, pero no conviene que se críe con su familia. Aquí tenéis el donativo de un año e iréis recibiendo, a través de persona de confianza, los subsiguientes emolumentos. Tratad a la niña como algo muy especial; no creáis que es una expósita común o una inclusera para entregar en adopción. —Y diciendo esto, el doctor entregó a la priora del convento de San Benito un pequeño bulto acompañado de una escarcela de cuero.
Al día siguiente, todas las monjas de la abadía tenían conocimiento de los sucesos acaecidos aquella noche.
Dos grandes braseros llenos de huesecillos de aceituna calentaban el salón de los Rojo en aquel enero frío y ventoso. Doña Beatriz, en un gran bastidor de madera, estaba terminando el bordado de la capa debida a san Martín, cumpliendo la promesa que había hecho al santo, si éste le concedía la merced de darle un varón. El pequeño gateaba por la alfombra mudéjar, ajeno a las cuitas que ocasionó a sus padres al venir al mundo; la madre le seguía considerando si no un milagro, sí un gran prodigio. Recordaba el despertar al día siguiente, todavía sumida en la somnolencia que le produjeran las pócimas que el doctor Gómez de León le había suministrado; sentada en un escabel a los pies de su cama, a su doncella Leonor. Y recordaba asimismo que cuando le ordenó que le acercara a su hija, la doncella la miró extrañada y la corrigió.
—Querréis decir a vuestro hijo. —Ella la miró confusa y Leonor insistió—: Ayer noche alumbrasteis un varón.
Recordaba haber preguntado por su esposo y ya no podía recordar nada más, hasta que, horas más tarde y ya mucho más despejada, don Martín a su lado la confortaba y le agradecía que hubiera traído al mundo al tan deseado vástago. Su recuerdo lo evocaba contento, pero no exultante, y cuando ella le insinuó que creía haber tenido una niña:
—Son cosas del parto y de las pócimas que os dieron para dormir. Estabais tan obsesionada y tan preocupada, que lo comprendo —contestó.
Ahora mirando al pequeño Álvaro quería encontrarle algún parecido, mas no lo conseguía. Sin embargo su suegra, doña Teresa de Hinojosa, había pontificado:
—Es igual que mi difunto esposo don Bernardo, que en gloria esté.
Y a partir de aquel día todos los familiares decidieron que el niño era el vivo retrato de su fallecido abuelo don Bernardo de Rojo.
Leonor era una buena muchacha. Había entrado al servicio de los Rojo a la temprana edad de doce años al quedar huérfana y a requerimiento de su tía, que ejercía en la casa de cocinera hacía ya mucho tiempo.
No era agraciada, pero algo en su porte atraía la atención de las gentes. Su lugar, desde el primer día, fue la cocina, pero éste su natural encanto hizo que a los quince años doña Beatriz la reclamara para ocupar plaza junto a ella de segunda camarera. En principio, sus obligaciones fueron atender los deseos de su ama y cuidar que todo lo que desordenaban las niñas en sus juegos, ella lo fuera después colocando en su sitio.
Elvira, Violante y Sancha eran tres diablillos de siete, cinco y cuatro años respectivamente, y Leonor disfrutaba como otra criatura más participando en sus juegos y en sus travesuras infantiles. Cuando Elvira, la mayor, empezó a tomar lecciones de un preceptor, doña Beatriz se interesó por su nivel de educación y, siendo lista como era, rogó a don Martín que su doncella compartiera las clases de la niña. Pero siendo la edad de las dos muy despareja, y el preceptor hombre ocupado, al tener que dedicar más tiempo a la enseñanza pidió un aumento de sus emolumentos, a lo que don Martín se negó pues sus finanzas no le permitían dispendio semejante; entonces el ama rogó a su marido que dedicara parte de su tiempo, que por otra parte le sobraba, a culturizar a la muchacha.
Al principio el hidalgo se hizo el remolón, pero ante la insistencia de su esposa y al quedar ésta de nuevo embarazada, no se atrevió a disgustarla y accedió a sus deseos. Las clases las daban en el despacho del primer piso cuando don Martín podía o, más bien, cuando le venía en gana.
—Tenéis más suerte que un monaguillo cuando el cura olvida cerrar la alacena —le espetó su tía la cocinera al saber la nueva.
Leonor pensó que tenía razón, ya que su afán de aprender era mucho y sus oportunidades pocas. Y así fue cómo la muchacha, pasando los días, esperaba ansiosa cada tarde que el hidalgo tuviera a bien dedicarle unas migajas de su, para ella, valioso tiempo.
El gabinete de don Martín se hallaba en el primer piso, e impresionó profundamente a Leonor la primera vez que entró en él no a limpiar el polvo, sino a aprender las letras y los números. Estaba el hidalgo apoltronado en el sillón detrás de la mesa de despacho de torneadas patas, cuando ella, tímidamente, llamó a su puerta.
—Pase.
La voz sonó profunda y atemorizadora, y la doncella empujó el batiente y penetró en la estancia a la vez que la suya, insegura, musitaba:
—Soy yo, don Martín... Leonor...
—Adelante. No os quedéis ahí pasmada. No os podré enseñar las letras si no os acercáis.
La chica se aproximó tímida e irresoluta sin saber qué hacer ni qué decir.
—Tomad asiento. No tenéis nociones de lectura, ni sumar ni restar... imagino.
—Nada sé, señor. Doña Beatriz me ha dicho que vos me ibais a...
—No tengo otro remedio. De no complacerla, mi hijo, sostiene, nacería con un antojo... ya sabéis, esas manchas rojas que muestra la piel de una criatura cuando su madre ha tenido un deseo que no ha sido complacido. Pero, acercaos. Si no, no vamos a avanzar nada.
La muchacha se aproximó, quedando de pie frente a la gran mesa.
—Tomad aquel escabel e instalaos aquí a mi lado. Será mejor que pueda corregir vuestros errores; así no tendré que levantarme cada vez.
Leonor obedeció y, transportando el asiento al costado del hidalgo, se sentó junto a él.
Y de esta manera empezó todo.
Los días se sucedían e irían ya por el tercer mes de clase. Leonor llegó a la conclusión que don Martín no era el ogro que muchos imaginaban; era amable con ella y tenía un cierto sentido del humor. Demostraba, además, una paciencia infinita ante sus torpes intentos de aprender las letras; incluso a veces se permitía unas bromas que, hasta hacía muy poco, hubiera considerado incapaz de hacer.
Una tarde, la casa estaba vacía. Doña Beatriz y las niñas habían partido hacia San Benito a visitar a la madre Teresa, priora del cenobio y hermana de don Martín. La campanilla que la avisaba sonó en la cocina...
—Ve y pregunta, ya que tienes clase, si don Martín quiere merendar en el comedor o en su cámara —le dijo su tía, que a veces la tuteaba y otras le hablaba de vos.
Leonor subió al estudio y encontró al hidalgo con un talante diferente; al entrar le trasmitió la pregunta de la cocinera.
—Decid a vuestra tía que hoy no tomaré nada hasta la cena, y que no me pasen ningún mensaje. Nada hay que me incomode más que las interrupciones cuando me pongo a hacer alguna tarea. Avanzamos poco; hora es ya de que sepáis leer. Bajad a dar mi recado, luego tomad vuestro cartapacio y acudid... a ver si hoy, que tenemos toda la tarde y no hay ruidos en la casa, podemos darle un empujón a vuestros conocimientos.
Leonor cumplió con el mandado y regresó preparada a aprovechar aquella circunstancia favorable que le deparaba la providencia, ya que al no estar en casa su ama ni las niñas, nadie la iba a distraer de sus estudios.
La atmósfera estaba cargada. La chimenea recién cargada de leña esparcía su calor por toda la estancia y antes de sentarse el hidalgo le ordenó que corriera los espesos cortinajes y encendiera los dos candelabros de seis brazos que, junto con un candil de aceite que se ubicaba sobre la mesa, suministraban luz al despacho.
Todo el temor reverencial que sentía por la negra figura del hidalgo se había transformado, por obra y gracia de aquellos íntimos ratos de estudio, en un afecto filial que su huérfano corazón anhelaba.
Todo transcurría igual que los demás días. Se sentó a su lado y comenzaron a repasar lo aprendido la última tarde; cuando se equivocaba, la mano del hidalgo, grande y tibia, le oprimía el hombro para que ella repitiera la frase corrigiendo el yerro. El ambiente estaba caldeado y las cabezas de ambos se hallaban a una mínima distancia. Súbitamente Leonor sintió cómo la mano se deslizaba por su espalda y le acariciaba la cintura. El rostro de don Martín estaba arrebolado por el calor y unas pequeñas gotas de sudor perlaban su frente; la muchacha estaba tensa sin saber qué hacer y no se atrevía a moverse. La mano fue subiendo. Ahora le deshacía los lazos que cerraban la amplia blusa a su espalda... Ella seguía leyendo... Al cabo de un momento había retirado la ordinaria sarga de la bata que la cubría y la mano palpaba sus jóvenes pechos. Leonor estaba confusa y quieta. Después ya todo sucedió rápidamente. Se encontró desnuda, recostada sobre una piel de oso delante de la chimenea y el hidalgo tendido sobre ella respirando afanosamente... Luego la penetró. Al contrario de lo que ella creía, no sangró nada ni fue traumático, y no fue tampoco doloroso ni violento. Luego, como si nada hubiera pasado, se vistieron y la clase continuó. Hubo entre los dos un pacto de silencio. Únicamente al cabo de dos horas y cuando ya se iba a retirar, él le dijo:
—Perdonadme, pero no toco a mi esposa hace cuatro meses y me quedan por lo menos otros seis.
Leonor nada dijo. Se compuso la ropa y salió de la estancia.
Después, ya por la noche y en la soledad de su dormitorio, analizó lo sucedido; tenía un auténtico afecto a don Martín, y su instinto le avisaba de que nada tenía que decir de todo aquello a nadie si no quería perder la ventajosa condición de que gozaba en la casa. Aquello no había sido tan terrible como las mujeres de la cocina vaticinaban sobre «la primera vez». Cuando ya le vencía el sueño, ante sus ojos apareció aquella rara mancha de color púrpura que brillaba a la luz de las llamas del hogar sobre la sudorosa piel de la espalda del hidalgo, a la altura del hombro diestro, y que parecía talmente un pequeño ojo del que brotaran tres lágrimas.
El hecho se repitió un par de veces más a lo largo de aquellos meses y el hidalgo, cada vez que sucedió, al finalizar le pedía perdón. Luego nació Álvaro y ya no se volvió a repetir nunca más, pese a que las lecciones de lectura y escritura continuaron.
Leonor jamás habló de ello a nadie.
¡Catalina! ¿Qué está usted haciendo? —La voz de la hermana Hildefonsa retumbaba al fondo de la cocina mientras su figura imponente avanzaba hacia ella cuchillo en mano como si se dispusiera a cercenar el cuello de un pavo.
Catalina, sin pensarlo dos veces, tomó del gran frutero que había en la alacena un hermoso y verde limón y luego, como alma que lleva el diablo, huyó hacia el fondo del huerto, confiada como siempre en que sus ágiles piernas la pondrían a salvo del peligro inminente que se cernía sobre ella. Sor Hildefonsa se asomó a la puerta de la cocina mirando hacia uno y otro lado, para ver si descubría hacia dónde había huido la ladronzuela. Pero todo estaba en paz y en orden; su voluminosa presencia giró lentamente ciento ochenta grados y se dirigió de nuevo al interior de sus dominios rezongando imprecaciones, costumbre en ella más frecuente que la de recitar jaculatorias. Sor Hildefonsa reinaba en los calderos, por cierto con mano de hierro, y de entre todas las hermanas a la única que soportaba levantara la voz en la cocina era a la priora. Las tres recogidas y las dos monjas que le ayudaban habían detenido sus actividades, expectantes, ante el incidente.
—Vamos, ¿qué os sucede? ¿Os ha dado un pasmo? —Eso dijo dirigiéndose a las zagalas, y volviéndose a las monjas—: El Señor pedirá cuentas a vuestras maternidades por el mal uso que dan al tiempo. Recuerden que también entre los pucheros se le sirve... y hoy es día de mucho trabajo.
Todo andaba revuelto en San Benito, ya que en aquella misma fecha todos los años acudían a la reunión anual de protectores todos los que lo eran del convento, presididos por el doctor Carrasco, obispo de Astorga, quien además ostentaba el cargo de secretario provincial del Santo Oficio. Las hermanas trabajaban como hormigas diligentes, y desde el refectorio al coro todo relucía. Se habían remendado las sayas de las recogidas, preparado la sala del Consejo, arreglado los patios y jardines; la capilla lucía como nunca. Se cuidaba con esmero hasta el último detalle, ya que tras la santa misa y la bendición pasarían, antes de la reunión, al refectorio, donde libarían un «frugal» refrigerio: sopa castellana de albóndigas, empanada de pavipollo, ragú de jabalí y trucha asturiana; el postre iba a ser fruta confitada, mazapán de Soria y yemas de San Benito, éstas últimas especialidad del convento, y todo ello generosamente regado por caldos del Duero y un licor de manzana que confortaba el espíritu.
Don Martín de Rojo, mecido por el traqueteo de su viejo coche iba camino del monasterio; a su cerebro regresaba la evocación de los sucesos vividos, iba ya para diez años, y lo acontecido durante ese tiempo. En un principio doña Beatriz dudó, aunque finalmente admitió, no sin dificultad, que había dado a luz un varón, y pese a su reticencia a asumirlo, no sabía bien por qué, la realidad de los hechos consumados se había impuesto y el pequeño Álvaro estaba ahí sin duda alguna, amén de que el testimonio del doctor Gómez de León no dejaba lugar a dudas, pues la vez que ella le insinuó que creía haber parido una niña le explicó que eso ocurría frecuentemente con las madres que se obsesionaban en demasía, por diversos motivos, en traer al mundo un heredero.
Quedose conformada y se dedicó a cuidar del niño en tanto don Martín vigilaba atentamente su crecimiento y en él cifraba muchas esperanzas de futuro, ya que el presente pintaba muy magro. Don Martín no había dejado de acudir ningún año a la cita anual de San Benito ni, aunque modestamente, dejado de asistir a la manutención de Catalina, que así se llamaba la niña. Su hermana, la priora, velaba por ella y cuidaba de que el arbolito creciera derecho, ya que indudablemente, a la edad oportuna, entraría en religión en la orden de la cual él era protector.