Read Catalina la fugitiva de San Benito Online
Authors: Chufo Lloréns
—No os mováis de aquí y vigilad a los animales, voy a ver si tenemos sitio para dormir y algo para cenar.
Don Suero desapareció en el interior del viejo edificio y al poco salió con la sonrisa en el rostro.
—Esta noche tendréis que soportar mis ronquidos. Únicamente queda un cuarto para dos de limpio
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y tendremos que compartir la cama.
—No importa, ayo, estoy tan cansado que dormiría si fuera preciso en un lecho de ortigas.
—Pues vamos allá. Dejaremos los caballos en las cuadras. Es sitio seguro, conozco bien al Ciego y me consta que dos de sus hijos duermen siempre con los animales.
En las posadas, cuando no había sitio, se ofrecía esta modalidad. Únicamente se exigía que el compañero no tuviera «enfermedad infecciosa ni tampoco liendres u otros parásitos».
Diego desmontó y cogiendo al corcel por la brida siguió a don Suero, que llevaba al bayo y al mulo. Encontraron sitio en un rincón apartado. Don Suero sacó cuatro maravedís de la escarcela, se los puso en la mano al mozo de cuadra y, señalando a las cabalgaduras, dijo:
—He hablado con vuestro padre. Han caminado toda la jornada, han hecho más de nueve leguas y mañana deberán hacer otras tantas; cepilladlos bien, dadles buen forraje, agua y ponedles paja nueva. Si así lo hacéis, mañana tendréis otras cuatro monedas.
El mozo inclinó la cabeza para dar a entender que había captado el mensaje y tomando a los tres animales por la brida se los llevó hacia el interior de la cuadra, no sin esperar a que don Suero retirara la alforja del lomo del mulo y cargándosela al hombro saliera de la cuadra seguido por el muchacho.
En aquel mismo instante llegaban los tres muleros con dos de las acémilas cargadas y la tercera cojeando detrás. Cuando ya estaban a medio camino entre las cuadras y el mesón, apareció de nuevo el mozo en la puerta.
—¡Eh, señor!
Don Suero se volvió.
—No me ha dicho vuesa merced a qué hora desea que estén preparadas las caballerías para la partida.
—Partiremos al alba. Tenedlas preparadas para las cuatro y media.
Dicho lo cual, ambos reemprendieron la marcha hacia la posada.
—¿No habíais dicho que no había sitio? ¿Dónde dormirán ésos? —Al decir esto, Diego con un gesto indicó a los acemileros.
—En las cuadras con los animales.
Y sin más, don Suero aligeró el paso hasta el punto de que a Diego le costó ponerse a su altura. Entraron a continuación en el mesón. Tras el pequeño vestíbulo se abría un arco que daba a la estancia central, donde en unos bancos corridos que se hallaban arrimados a unas mesas de pino se ubicaba todo el personal. Una neblina aceitosa lo invadía todo. Al fondo, de la puerta de la cocina salía, junto con el humo, un olor a fritanga de cordero; al otro lado, una escalera de madera sin desbastar subía al primer piso. El Ciego, como si viera y tanteando en derredor suyo con un palo, se aproximó a don Suero.
—¿Prefiere vuesa merced cenar ahora o mejor subir a dejar sus bultos y a refrescaros?
—Primero lo segundo —respondió el escudero.
—Seguidme.
Marcharon en pos del hombre que, ciego y todo, se arreglaba mejor que ellos en aquella penumbra y por aquella desvencijada escalera. Cuando coronaron la ascensión, los ojos asombrados de Diego vieron, arrumbados contra la pared, doce o catorce catres con una colchoneta encima que algún día debió de haber sido blanca. El Ciego continuó adelante y llegando al final se detuvo ante dos puertas; luego, rebuscando una llave que de una gran anilla pendía en su cintura, la introdujo en la cerradura y abrió la de la izquierda. Después se adentró en la estancia con paso firme y seguro cual si pudiera ver, se aproximó a un ventanuco y apartó el cortinón de gruesa y vasta tela a fin de que la luz penetrara en la habitación. Cuando tal ocurrió, los ojos de Diego escrutaron una pequeña pieza amueblada humildemente con una cama algo más ancha que las del exterior, una jofaina soportada por unas patas de madera de pino y una jarra de cinc llena de agua hacia el fondo, en uno de los rincones, un anaquel y en el otro un ambleo con un gastado cirio al que aún le restaban unas horas de vida, y finalmente, bajo la cama, una desportillada bacina que había conocido mejores tiempos.
—Aquí estaréis mismamente como en palacio. —El viejo truhán sabía quién era don Suero y asimismo que siempre pagaba generosamente y con buenos dineros—. Os espera abajo una olla podrida y, si lo preferís, guiso de liebre adobada.
—Tomaremos el guiso —replicó el escudero tras consultar a Diego con la mirada.
El Ciego se retiró haciendo una esperpéntica reverencia, no sin antes entregar a don Suero la gruesa llave. Cuando quedaron solos, ambos se desembarazaron de sus cosas y se remojaron en la jofaina; luego el ayo rebuscó en la alforja y extrajo de ella una pequeña bolsa, cerrada su embocadura por dos cordoncillos de cuero, y se la colocó bajo el jubón. Después se dispusieron a bajar al comedor. Su mesa estaba en un rincón, el ambiente era ruidoso y festivo, el personal comía, jugaba a la baraja o se enfrascaba en discusiones que, más de una vez, terminaban tirando de navajas; al fondo, alguien rasgueaba una guitarra. En aquel instante y cuando una moza ponía ante ellos sendas escudillas con un humeante guiso, se abrió la cancela y entraron los muleros.
El número de las recogidas de San Benito variaba, pero nunca sobrepasaba las quince o veinte. Venían al convento a dar a luz por propia iniciativa o presionadas por la familia, a la que no convenía que el acaecimiento se produjera en la misma casa y la gestación en el entorno donde habitaban. Si el nacido era acogido posteriormente por la familia de la zagala inventando cualquier historia, a ella era entregado; en caso contrario, las monjas se ocupaban de buscarle acomodo. Siempre se encontraban familias interesadas a quienes entregar las criaturas, y la mejor opción de éstas, con el tiempo, era la de acabar sirviendo de criados, pajes lacayos o doncellas en casa de gentes pudientes.
Durante su estancia, las recogidas debían pagar su manutención ayudando en las tareas que las monjas les encomendaran, que no eran precisamente las más gratas. Aparte de los ratos en los que el capellán del convento las sermoneaba en la capilla intentando que sus almas no ardieran en el fuego del infierno, sus jóvenes cuerpos se quemaban o se helaban, según fuera la estación, en los quehaceres más duros del huerto o de las cocinas, amén de ser miradas con reparo por las monjas cuanto más grávidas se tornaban sus formas y más abultados sus vientres, ya que era más evidente su pecado. Una vez paridos, y separadas del fruto del placer inicuo, una de las formas habituales de solucionar su vida era hacerlas entrar en alguna buena casa en calidad de amas de cría con el fin de amamantar al hijo de otro, ya fuere porque su madre no tuviere leche o no le conviniere el hacerlo. Ni que decir tiene que una parte del dinero que recibían revertía en las monjas en calidad de pago por la obtención del puesto que, por cierto, era considerado y estaba muy bien remunerado. Las novicias vivían completamente apartadas de estas mujeres cuyo mal ejemplo de vida era pernicioso y evidentemente nocivo.
Catalina era un tema aparte. En primer lugar, ella no había nacido como todas las demás criaturas dentro de los muros del cenobio y, en segundo, se decía que la habían traído una noche hacía ya nueve años. Se rumoreaba, asimismo, que provenía de una noble familia cuya casa solariega se hallaba próxima a León, que alguien misterioso pagaba su manutención y que su llegada había roto las normas de la Regla de San Benito. Ése y no otro fue el motivo del trato diferenciadísimo que le dieron las monjas.
—Ya lo habéis oído, Catalina, se acabaron los juegos y la permisividad con la que se os ha tratado hasta el día de hoy. Ya no sois una niña y, aparte de que vuestro tutor, don Martín de Rojo, ha dado una orden, yo no estoy dispuesta a permitir que vuelva a suceder un hecho como el de ayer. ¡Lo de los gallos es imperdonable, además de cruel! ¿Me queréis decir quién os mete estas peregrinas ideas en la cabeza? ¿Es Blasillo?
Catalina, que hasta aquel instante no había abierto la boca, levantó sus ojos hasta el rostro de la superiora y replicó firme y rotunda:
—Blasillo no tiene la culpa de nada, reverenda madre. La idea ha sido mía, pero yo jamás pensé que el negro matara al colorado.
—¡Vos no pensasteis... Vos no creísteis... Vos no imaginasteis! ¡Se acabaron los juegos y las consideraciones! Os prepararéis para recibir por primera vez al Señor, y hasta nueva orden permaneceréis recluida en vuestra celda, de la que no saldréis hasta que yo lo diga. La hermana Úrsula os llevara la comida todos los días y asistirá a vuestras necesidades, y ahora podéis retiraos.
—¡Pero no castiguéis a Blasillo! Él no...
—¡Callaos ahora mismo! ¿O pretendéis decirme lo que debo hacer? ¡Retiraos os digo!
Catalina hizo una leve reverencia y se retiró. Algo dentro de ella le decía que en su vida se había cerrado una puerta y estaba a punto de abrirse otra.
El palacio residencia del doctor Carrasco estaba ubicado en el centro de la ciudad de Astorga, en la plaza que el vulgo había bautizado como «la del Santo Oficio», aunque éste no era su real nombre. Era éste, quizás, el único lugar del reino donde el excelentísimo señor secretario provincial de la Inquisición se sentía plenamente a gusto. Ya fuera por no romper sus hábitos, ya por su inmenso volumen, la cuestión era que le incomodaba profundamente tener que viajar y dormir en cama que no fuera la propia. La única cosa que quizá le molestaba del lugar era el clima invernal. El frío era su enemigo y sus sirvientes tenían la orden de combatirlo en todas las dependencias por donde él transitaba. De esta forma, grandes leños ardían perennemente en las chimeneas de su dormitorio, de su despacho y del comedor, y todas las paredes y suelos estaban cubiertos de grandes tapices y gruesas alfombras.
El doctor Carrasco había tenido una jornada agotadora; a primera hora había despachado con el alguacil mayor, luego había recibido al corregidor de Astorga y finalmente atendió las recomendaciones que le solicitó el canciller de León. Cuando ya le dejaron libre las visitas que tenía concertadas para la jornada, se dispuso a contestar la correspondencia que tenía atrasada desde su último viaje a San Benito, con el cardenal primado de Toledo, y finalmente puso al día los informes mensuales que le reclamaba con insistencia el inquisidor general, y que él enviaba por duplicado al nuncio de su Santidad, ya que, conocidas las desavenencias de éste con el Santo Oficio, cuidaba muy mucho de tener un «cirio encendido a Dios y otro al diablo» por si los vientos soplaran de diferente lugar. Nunca estaba de más ser precavido. Tenía ya ganas de retirarse a sus aposentos, cuando la voz de su coadjutor interrumpió sus vericuetos mentales.
—Perdón, paternidad, si no disponéis nada más...
—Nada... gracias, podéis retiraros fray Valentín.
—Quedad con Dios, reverencia.
—Que Él os acompañe.
El secretario dejó una carpetilla en una escribanía adjunta a la gran mesa del doctor Carrasco y se dispuso a salir. Cuando ya iba a hacerlo, se dirigió de nuevo al prelado tras un ligero carraspeo a fin de reclamar de nuevo su atención:
—Paternidad, anteayer me dijisteis que os recordara al respecto de recabar información acerca de cierto hidalgo.
—Cierto, fray Valentín, vos como siempre tan meticuloso. No sé que haría sin vuesa merced. Mañana enviad un correo urgente a don Sebastián Fleitas de Andrade, mi familiar predilecto, con la orden de que se ponga inmediatamente en camino y venga a vernos. Debe investigar la limpieza de sangre de Don Martín de Rojo, ya sabéis, el caballero que al finalizar el ágape se colocó a mi lado en el refectorio de las monjas y me importunó.
—Lo recuerdo perfectamente. ¿Me podéis indicar dónde mora?
—Ciertamente. Su casa solariega está en las afueras de Quintanar del Castillo.
Fray Valentín tomó buena nota de todo ello.
—¿Nada más, excelencia?
—Nada más, podéis retiraros.
Diego se despertó sobresaltado. Al principio, todavía amodorrado por el sueño, no supo dónde se hallaba, luego, ya más consciente, extendió su brazo izquierdo para tantear a su ayo, pero don Suero no estaba allí. Entonces se incorporó en la cama con los cinco sentidos alerta; el concierto de ronquidos, suspiros profundos y ese crujir de humanidad yacente que siempre se percibe donde se hacinan muchas personas llegó a sus oídos a través de la puerta. Su mirada recorrió la estancia. Las ropas de don Suero y sus armas tampoco estaban en el cuartucho, y no sabía la hora que era. Miró bajo el catre. La bacinilla se encontraba allí; su ayo, o había salido a desocupar el vientre, o tal vez hubiera bajado a la cuadra para ver si algo ocurría a las cabalgaduras. Decidió esperar y tumbóse de nuevo, pero el sueño ya no volvió. Estaba dolorido del día anterior. Era la primera vez que cabalgaba tantas leguas seguidas, y recordaba que cuando se dispuso la víspera a acostarse estaba tan excitado por todo lo acaecido durante la jornada que le dijo a su ayo que no iba a poder conciliar el sueño en toda la noche. Don Suero en aquel momento estaba colgando el tahalí con su espada y la vizcayna en el poste del cabezal de la cama, y colocando a mano presta el cachorrillo
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en un escabel que hacía de mesilla. Sin embargo, ya no recordaba haberle oído cuando se tumbó en el catre. En estos vericuetos andaba su mente cuando la puerta se abrió chirriando y entró el escudero, que al verlo despierto lo miró sonriente.
—¿Qué tal habéis descansado?
Diego respondió preguntando:
—¿Adónde habéis ido con tanto sigilo que no os he oído salir?
—Son ya las cuatro y media... pero dormíais tan a gusto que me ha dado fatiga despertaros. He bajado a las cuadras a prepararlo todo. Ya está hecho. Solamente tenéis que lavaros y vestiros; el Ciego nos dará algo caliente y podremos partir. Nos espera una larga jornada.
Diego hizo el gesto de levantarse, pero un millón de agudos pinchazos, no precisamente en la parte más noble de su cuerpo, le hicieron desistir momentáneamente de su empeño en tanto de sus labios se escapaba un lastimero quejido.
—Estoy baldado, don Suero, y tengo agujetas hasta en el pelo.
—¿Y vos sois un soldado? ¡No me hagáis reír!
—Es que este maldito catre es como las piedras, y los chinches me han sitiado como a una fortaleza.