Catalina la fugitiva de San Benito (8 page)

BOOK: Catalina la fugitiva de San Benito
13.06Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿No queríais saber cómo era la vida en campaña? ¿No le dijisteis a vuestro señor padre que os alegrabais de que no os diera recomendaciones ni cartas para que nos alojaran en las mansiones de deudos y amigos, y que preferíais seguir la suerte de un veterano? Pues eso es nada; si el señor marqués de Torres Claras, vuestro padre, y yo hubiéramos tenido todo esto —el escudero señaló en derredor con la mano— en alguna de las noches del crudo invierno flamenco nos hubiera parecido que nos alojábamos en el mismísimo palacio del duque de Lerma. ¡Venga, moveos que hay mucho viaje por delante y se hace tarde!

Tras decir esto, el escudero recogió sus enseres y salió luego de recomendarle que no se demorase. Diego se levantó sin rechistar, se fue hasta la jofaina y, tomando la jarra de cinc, la llenó de agua, hizo unas rápidas y sonoras abluciones y tras secarse con una rústica tela sacó de debajo del catre la bacinilla y alivió su vejiga; luego se vistió, tomó sus armas y tras dar una última mirada al aposento apagó el pábilo del hachón de cera, que en el rincón lucía, de un fuerte soplido y salió. En cuatro saltos bajó la corta escalera y llegó a la estancia inferior; allí le esperaba ya su mentor. Los hombres que no habían conseguido yacija dormitaban acodados en las mesas; la peste a sudor, mugre y humanidad era notoria. Mientras el Ciego les indicaba que en la mesa donde la noche anterior habían cenado les esperaban dos cuencos con gachas humeantes y dos trozos de pan recién horneado, don Suero extrajo su escarcela de debajo del jubón y entregó al hombre unas monedas. Este, tras palparlas, hizo un servil escorzo, que quiso ser una reverencia, y se retiró. Tomaron prestos el condumio y cuando hubieron terminado y tras despedirse del Ciego, que les deseo una placentera jornada y un buen viaje, salieron ambos camino de las cuadras. No habían alcanzado el portón cuando el relincho festivo de
Lucero
alegró la mañana de Diego, ya de por sí feliz, al que acompañó un resoplido grave y corto del bayo en tanto el mulo balanceaba sus orejas adelante y atrás intuyendo la dura jornada que se le venía encima. Don Suero distinguió a un lado al animal que el día anterior había llegado cojeando.

—Cuando he bajado antes estaban los tres —dijo dirigiéndose al mozo de cuadra.

El muchacho, que había recibido los cuatro maravedís prometidos, respondió amablemente:

—Me han dejado para herrar al mulo que había perdido la herradura y han alquilado uno nuestro. Al regreso vendrán a cambiarlo. —Y añadió ante la mirada desconfiada del escudero—: Si no vuelven, peor para ellos. Este —señaló a la acémila— es mejor animal.

—¿Han preguntado algo al respecto de nosotros? —afirmó más que preguntó don Suero.

—¿Cómo lo habéis sabido?

—No lo sé. Lo barrunto, cosas de viejos... —respondió el ayo con un soniquete filosófico.

—Pues sí... ya que lo decís... Ayer cuando pregunté a vuesa merced a qué hora debía tener preparadas las cabalgaduras y vos me ordenasteis que a las cuatro y media, ellos lo oyeron. Luego indagaron si os conocía bien y si podía informarles si vuestras mercedes tendrían a bien hacer el viaje, o parte de él, en compañía, pues ellos iban a partir a la misma hora y los caminos hasta Santa María del Páramo son peligrosos.

—¿Y qué os hace pensar que vamos hacia allá y no a Castrorubios u otro lugar?

—Eso es lo que les he respondido, y por eso han partido sin esperaros.

Don Suero quedóse unos instantes pensativo y cambió el tercio.

—Dadle una algarroba al muchacho.

Diego, que no entendía el porqué de tantas preguntas y repreguntas, intervino:

—¿Qué queréis que haga con una algarroba?

—Masticadla y tragadla, dentro de poco ya no tendréis agujetas.

El mozo acudió con el pedido y se lo entregó a don Diego. Éste, siguiendo el consejo de su ayo, comenzó a masticar.

—No me gusta, prefiero que me duelan las posaderas.

—Hacedme caso y proseguid. Luego me lo agradeceréis.

El muchacho continuó mascando, pero le dio a su caballo el último trozo.

—Él también tiene agujetas —argumentó.

—Sea como gustéis, pero montad, es hora ya de partir.

El chico puso su pie izquierdo en el estribo y, sujetándose al arzón, de un ágil bote se encaramó sobre su corcel. Don Suero, tras colocarle la alforja y atar al mulo por el cabestro a la parte posterior de su silla, hizo lo propio, y tras saludar con un gesto al mozo de cuadra partieron.

El día alboreaba. El horizonte se iba tiñendo poco a poco de rosa púrpura y la yerba brillaba como una alcatifa argéntea perlada de rocío. Los rápidos vuelos de los vencejos alegraban la mañana y el trino peculiar de los estorninos impedía oír otros sonidos; súbitamente, de una pequeña laguna se levantó una bandada de gansos migratorios que, tras un largo giro, tomaron rumbo sur y luego de estirar sus largos cuellos, fueron tomando velocidad, desapareciendo en la lejanía. Diego rozó con los talones los ijares del corcel y éste, respondiendo prestamente al incentivo, se colocó al costado del bayo.

—Jamás creí que fuera tan hermosa la amanecida.

Don Suero, que estaba en lo suyo, no respondió.

—¿Adónde van los gansos?

—Todas las aves migratorias hacen cada año el mismo camino. Van hacia el clima que les es conveniente; allí se aparean, tienen sus polluelos y regresan... Y así año tras año.

—¿Y cómo saben el camino?

—Su instinto, Diego, su instinto, e imagino que la información que, de un modo misterioso, se trasmite de padres a hijos.

—¿Por qué le habéis preguntado al mozo tantas cosas antes de partir?

—Cuando alguien se interese por vos y quiera saber adónde vais y a qué hora partís, es bueno que procuréis saber vos más cosas acerca de él.

—No os comprendo.

—Ya tendréis tiempo de saberlo. Pero no olvidéis que en la guerra y en la vida siempre triunfa el que está mejor informado, porque cuantas más cosas sepáis del otro menos os sorprenderán sus reacciones. ¿Me entendéis?

—Algo...

—Mirad, Diego, cuando vos y yo nos batimos en la sala de armas del palacio, reaccionáis intuyendo el siguiente ataque. Si lo acertáis, desviáis mi acero; si no lo intuís, consigo un tocado. Todo consiste en adivinar el próximo movimiento del contrario para sacar ventaja. ¿Lo entendéis ahora?

—Sí, ayo, ahora lo comprendo.

—Si un día, dentro de muchos años por estas fechas, andáis por estos parajes y veis gansos en la laguna, y con vuestra ballesta o con un mosquete queréis abatir alguno, recordaréis que cuando levanten el vuelo irán hacia el sur. Esta ventaja tendréis porque hoy lo habéis aprendido y sabéis más de ellos que ellos de vos. Otra cosa, Diego, ¿cuántas orejas tenéis?

—Dos.

—¿Y boca?

—Una.

—De lo cual se infiere que debéis escuchar dos veces y hablar una. Si así lo hacéis, sabréis el doble de cosas del otro que el otro de vos. ¿Me habéis comprendido?

—Si las clases de fray Anselmo fueran así, aprendería mucho más deprisa.

Don Suero sonrió para sus adentros.

El día se había levantado del todo y la naturaleza mostraba en aquellos pagos todo su esplendor; un águila conejera daba lentos círculos oteando el suelo. Don Suero recabó la atención de Diego.

—Ahora atacará —dijo.

En aquel mismo instante la rapaz plegó las alas y descendió en picado hacia la tierra; un talud les impidió momentáneamente la visión y luego súbitamente la recobraron. El águila ascendía majestuosa y sus garras sujetaban a un conejo, que daba las últimas convulsiones en el aire.

—Ved, Diego, lo que es la sorpresa: el gazapo no esperaba el ataque y no ha tenido tiempo de meterse a resguardo en su madriguera. Vos debéis hacer lo mismo. Procurad, siempre, escoger la opción menos esperada por vuestro enemigo; la sorpresa es siempre media victoria.

El muchacho seguía asombrado de las lecciones de su maestro y comenzaba a intuir el motivo que había movido a su padre para enviarlo a aquel viaje.

—¿Cómo van las agujetas?

—Mucho mejor, ya no las siento.

—Y cuanto más montéis menos las acusaréis.

La jornada transcurrió feliz para Diego, que era todo ojos y oídos y más bien bebía que escuchaba a aquel inagotable pozo de sabiduría práctica que era su ayo.

—¿Hasta dónde llegaremos hoy?

—Veremos. Comeremos algo sin desmontar, prefiero pasar el Órbigo de día. Luego de Santa María del Páramo hay una fuente... decidiremos sobre la marcha.

—¿Y por qué tanta prisa? Me gusta tanto que me expliquéis cosas que quisiera que este viaje durara siempre.

—Si os lo explico todo de un tirón, sabréis tanto como yo y ya no tendremos nada de qué hablar.

Sobre las dos del mediodía llegaron al río. Venía crecido. Por vez primera, Diego vio dudar a su ayo.

—¿Qué pasa, don Suero?

—¡Por Belcebú! Juraría que el puentecillo estaba aquí.

El viejo soldado descabalgó y fue examinando lentamente la ribera del río.

—Bien he dicho «estaba». Ha habido una crecida hace un par de días, ved vos mismo hasta dónde se salió de madre el río. —Señaló con una rama que había cogido del suelo la marca de limo que el Órbigo, en su crecida, había dejado.

—Y ahora ¿cómo pasamos?

Don Suero sonreía. En su mano derecha apareció la vizcayna y con ella limpió los brotes de la rama, afilándola después por uno de los extremos hasta hacerle una punta, luego sacó de debajo del jubón la faltriquera y se la sujetó en el cuello, después aseguró con una lazada la alforja sobre el mulo, dejándola mucho más corta y mejor sujeta. Comprobado el remiendo, montó al bayo y tomó el ronzal del cabestro del mulo en la mano izquierda y el palo largo en la diestra, cual si fuera un rejón. Luego oteó ambos lados del río.

—Ahora, Diego, seguidme por mi derecha y no os despeguéis de mí. Mi bayo es muy fuerte y os frenará la corriente. Venga, hijo, ¡vamos allá y no tengáis miedo!

—¡Con vos voy al infierno si hace falta!

Don Suero dejó la rienda suelta sobre el cuello del noble animal, y con una presión de sus rodillas metió al poderoso caballo en la corriente. El mulo lo siguió al notar el fuerte tirón de la mano del escudero que, a la vez, con el improvisado cayado tentaba el fondo del río. Diego siguió tras él en el lugar indicado, obedeciendo puntualmente las órdenes de su ayo. La corriente, a medida que avanzaban hacia el centro arreciaba más y más, pero todo iba transcurriendo sin novedad. Parecía que el escudero había elegido un buen vado para atravesar. Ya estaban en medio del cauce cuando, súbitamente, el corcel del muchacho, que era mucho más pequeño, perdió pie y el agua lo arrastró unos metros hacia abajo; a punto estaba don Suero de soltar el mulo para acudir en su auxilio cuando se oyó entre el fragor de la corriente la voz de Diego:

—¡No lo soltéis, ayo, puedo solo!

El muchacho sintió que
Lucero
nadaba y lentamente progresaba venciendo la fuerza del líquido elemento; luego tocó tierra firme. El bayo llegó al margen opuesto y con un poderoso golpe de sus ancas apretó la grupa y salió del río arrastrando al mulo, en tanto que unos metros más abajo lo hacía Diego, exultante.

—Ayo, ¿qué tal he estado?

—Manejándoos en el agua como lo habéis hecho, ya podéis ir a Flandes —respondió don Suero dirigiendo a Diego una mirada entreverada de orgullo y ternura, poco habitual en sus pétreos ojos.

Tras el incidente, condujeron a sus caballos hasta un calvero del bosque y el escudero decidió acampar allí. Desmontaron y, después de retirar toda la carga de las cabalgaduras, las llevaron hasta la ribera con el fin de abrevar; luego las cepillaron, las dejaron pastar un rato y, finalmente, tras atarlas a una gruesa rama y trabillar al bayo, se dispusieron a preparar el campamento. Cuando la tarea fue concluida, el ayo instruyó al muchacho en el arte de la pesca de truchas. Todo eran porqués: ¿Por qué cuando se va el sol las truchas pican más? ¿Por qué comen a esta hora? ¿Por qué es mejor echar el engaño en un remanso donde haya poca profundidad? La alegría del chico fue inmensa cuando, al rato, pescó una gran trucha asalmonada. Al caer la tarde, don Suero preparó una hoguera con maleza y alguna rama y, tras haber limpiado el pescado con su daga, lo ensartó en un espetón y lo asó sobre una piedra.

—Jamás he probado bocado más exquisito —dijo el muchacho en tanto se metía entre pecho y espalda un trago de vino de la bota de cuero vuelto del escudero.

—Os parece tan bueno porque es fruto de vuestro esfuerzo.

Después de comer hasta hartarse y reponer fuerzas, don Suero le enseñó cómo prepararse el petate, y tras pisotear las brasas de la hoguera y dejarla en rescoldos se dispusieron a dormir uno al lado del otro.

La luna había salido; era apenas una tajada de blanco melón en la oscura noche. Un leve relincho despertó a Diego. Miró a su lado y distinguió la figura de su ayo arrebujada bajo su manta y con la cabeza tapada, imaginó que para resguardarse del relente del río, con su chambergo. Súbitamente aparecieron tres sombras. La primera se fue hacia los caballos y, coincidiendo con el relincho del bayo, la segunda dio un salto felino, se lanzó hacia don Suero y le hundió su daga varias veces a la altura del corazón; la tercera se abalanzó hacia él. Diego no sintió miedo y requirió su pequeña espada rápidamente, dispuesto a vengar a su ayo y a vender cara su vida. En aquel instante un fogonazo tremendo resonó en el bosque y su luz iluminó el calvero; una bala de plomo destrozó la jeta del malandrín más próximo y permitió al muchacho hacerse cargo de la escena. Contra el viento, apareció la figura de don Suero en paños menores, y a Diego le pareció el ángel del exterminio. Los dos sorprendidos jaques
12
, haciendo caso omiso de él, fueron hacia el ayo. Diego se sintió ofendido.

—¡No os preocupéis, hijo, que en menos de un Jesús dejo a estos bellacos a buenas noches!
13

—¡Dejadme ayudaros, maestro!

Y diciendo tal, le entró Diego al más cercano de aquellos desmirlados
14
por el costado diestro. Éste, sin perder la cara a don Suero, no tenía mas remedio que atender el requerimiento del muchacho, que le atacaba con su espada, cual aguijón de abejorro furioso.

—¡Encomendaos al diablo! ¡Vive Dios que se han acabado vuestras horas! —rugió Don Suero.

El segundo malandrín hacía ya frente al escudero, pero el acero del muchacho, que no era broma, le incordiaba, al punto que tuvo que enfrentarse a él directamente. Diego retrocedía parando todos los viajes que le enviaba el otro, que a su vez quería terminar pronto para ayudar a su compadre
15
.

Other books

Beach Colors by Shelley Noble
Cinnamon Gardens by Selvadurai, Shyam
Amagansett by Mark Mills
Running Scarred by Jackie Williams
Dead or Alive by Tom Clancy
Hoops by Patricia McLinn
The Glass House People by Kathryn Reiss
Hemingway Tradition by Kristen Butcher
In the Spinster's Bed by Sally MacKenzie