Catalina la fugitiva de San Benito (2 page)

BOOK: Catalina la fugitiva de San Benito
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Martín tenía ya once años y Camila cinco; su intuición de niños detectó que algo desacostumbrado estaba sucediendo en la casa, y como nadie parecía tener tiempo de ocuparse de ellos se colaron en la oscura estancia y se escondieron entre el armario y el postigo de la ventana, que casi los ocultaba totalmente. Desde allí presenciaron sucesos extraordinarios: primero fue el médico vestido con una larga hopalanda negra y al cuello la cadena de plata que sujetaba el medallón que acreditaba sus conocimientos, acompañado de un ayudante que portaba su maletín que, sacando de un frasco de vidrio unos viejos repugnantes, los colocaba en las orejas de don Bernardo hasta que al poco se hincharon como pequeños globos; luego fue su confesor, al que doña Teresa había avisado, el que untando su dedo pulgar en el aceite de un pequeño frasco iba haciendo cruces en la frente, los ojos y la boca del moribundo para después, con un hisopo, rociar de agua bendita todo su cuerpo en tanto rezaba unos misereres y el monaguillo hacía sonar una lúgubre campanilla. Todo fue inútil. Los niños no lo pudieron ver, porque al fin una aya se los llevó, pero al cabo de tres horas don Bernardo, el gran fornicador de aquellos pagos, entregó su espíritu al Sumo Hacedor con la esperanza de que, por las misas encomendadas en su testamento, su paso por el purgatorio fuera breve, ya que nunca mostró interés por conocer aquellos parajes puesto que jamás pudo asegurarle clérigo alguno que en aquel tórrido lugar hubiere mozas o caballos, que en verdad fueron las dos únicas cosas que le interesaron en vida.

—Martín, si jamás soporté veros derrotado cuando éramos niños, menos aun ahora.

—No sigáis, Camila. —En la intimidad se dirigía a ella por su nombre de pila y no por el de religión—. No necesito vuestra compasión, lo que requiero son soluciones. Vos conocéis mejor que nadie mi situación... un hidalgo sin poder dar una buena dote a sus hijas no tiene posibilidad alguna de casarlas, y en los tiempos que corren y con los vientos que soplan, una mujer soltera no tiene camino en este reino.

Quedose la monja meditabunda.

—Permitidme pensar.

—Tomaos el tiempo necesario. Ni Dios todopoderoso puede hacer que lo ya acaecido no haya sucedido.

—No blasfeméis, hermano, que Él nos da la posibilidad de influir, con nuestros actos, en el destino. En esto consiste el libre albedrío.

—Si os place así, bien está, pero las cosas son como son. Hace ya muchos años que ruego a Dios me bendiga con un varón y hoy tengo ya, con la recién nacida, cuatro hembras.

La monja cavilaba...

—Eso de momento, aparte de vos y de vuestra esposa, lo sabemos tres personas: el doctor Gómez de León, la comadrona y yo... ¿No es así? —apuntó la monja.

—Y eso qué importa —replicó don Martín dubitativo.

—Sí importa.

El hidalgo quedó expectante. Sor Teresa prosiguió:

—María Lujan ya ha cumplido con su cometido. Sed generoso con ella... es una mujer a la que el brillo del dinero atonta, y todo el mundo conoce este defecto. Vive muy apartada del pueblo y su marido os debe muchas rentas.

—No entiendo adónde queréis ir a parar.

—Es muy sencillo. Como no tenéis ninguna certeza de que en el futuro vuestra esposa engendre un hijo varón, tal vez sea necesario que aprovechemos la coyuntura de este parto.

—Hermana, por el recuerdo de nuestro señor padre que no os comprendo.

La monja miró alrededor y saliendo de la estancia indicó con un gesto imperioso al hidalgo que la siguiera. Fuera estuvieron sobre quince minutos.

—¿Habéis comprendido?

—No demasiado.

—Pues ahora regresemos que hay mucho que hacer. —Y diciendo esto, sor Teresa se dirigió de nuevo a la habitación de la parturienta con un frufrú de refajos y el seco tintineo de las cuentas del gran rosario de madera de cerezo que le colgaba del cordón del hábito.

La penumbra seguía dominando la estancia. Todo estaba recogido; doña Beatriz descansaba en un duermevela inquieto al fondo de la habitación y el doctor Gómez de León departía en un rincón de la misma con la partera, dándole las últimas instrucciones, en tanto ordenaba su maletín.

—¡María! —La voz de sor Teresa resonó autoritaria—. Ahora nosotros partiremos a una encomienda y vos quedaréis al cuidado de la criatura. Hasta que el doctor regrese nadie tiene que entrar en este aposento, ¿habéis comprendido?

—Como mande su maternidad —respondió la comadrona.

—Luego un cochero os llevará a vuestra casa. —Y dirigiéndose al doctor—: ¿Si vuestra merced es tan amable? —Esperó un instante a que el doctor Gómez de León se aproximara—. Don Martín y yo misma quisiéramos dialogar un momento con vuesa merced... El asunto es delicado y confiamos plenamente en vuestra discreción.

El doctor estaba expectante.

—Soy todo oídos, priora.

—Veréis, mi buen doctor, me comentó don Martín el diálogo que mantuvisteis con él al respecto del parto de mi querida cuñada.

—No os comprendo, sor Teresa.

—Dejadme que os explique. Si no estoy mal informada, y corregidme si es así, sostuvisteis que os preocupaba el último embarazo de doña Beatriz... que, por cierto, os sorprendió. ¿Estoy en lo cierto?

—Bueno... en cierta manera... vuestra cuñada tiene ya cuarenta y dos años y, dado su asma y la debilidad de sus pulmones, no está precisamente en la mejor edad para tener una criatura, y no andaba muy errado. El parto ha sido muy duro y...

La monja le interrumpió:

—Y otra preñez sería impensable.

—Bueno... digamos inconveniente, aunque posible. Ved vos misma cómo santa Isabel...

—Mi cuñada no es prima hermana de María Santísima, y el Señor, en los tiempos que corren, hace pocos milagros.

Don Martín asistía al diálogo entre el doctor y la monja ansioso y expectante.

—De lo que decís deduzco que lo prudente fuere que mi señor hermano no intentara tener más descendencia, por el bien de la frágil salud de su querida esposa... claro está.

El médico dudaba; no alcanzaba a comprender adónde iban a parar los circunloquios de la monja.

—Sí... tal vez... mejor sería.

—Entonces, doctor, vayamos al grano.

El convento

San Benito distaba doce leguas de Quintanar del Castillo, y el camino hasta el convento no era una calzada romana precisamente; hasta el límite del arroyo era transitable, pero el último tramo se convertía en una trocha, que después de llover era un fangal. El carricoche avanzaba traqueteando penosamente, con fango hasta el cubo de las ruedas y las ballestas gimiendo como galeotes al compás del látigo del cómitre; en la portezuela, el escudo heráldico de los Rojo lucía algo desvaído por las intemperies y el tiempo. El cochero, desde el pescante, animaba con sus gritos y silbos al tiro, un alazán y un tordo de media edad que habían conocido mejores tiempos. Detrás, en el lugar del lacayo no iba nadie; no estaban los años para dispendios y las rentas no daban para sobrantes.

Dentro, y en el asiento acolchado de raído terciopelo granate al que algún botón faltaba, y en el sentido de la marcha, iban don Martín y la priora; frente a ellos el doctor Gómez de León escuchaba atento y asombrado.

—Pues veréis, mi buen doctor, el Señor posibilita que los humanos modifiquemos el destino con nuestros actos, ya que de no ser así estaríamos predestinados ¿Y vos no creeréis en la predestinación?

—Habladme claro, señora, y no andéis dando vueltas al molino, porque soy muy lerdo para acertijos y, a estas horas, poco dado a adivinanzas.

—Atended. Mi querido hermano tiene ya tres hijas, y no sólo necesita un heredero varón, sino que una cuarta niña representaría una carga inútil e imposible para su hacienda... amén de que nada aportaría para la continuidad de su apellido.

—Y ¿qué se puede hacer? La neonata es una hembra y eso no tiene vuelta de hoja.

—Ahí es donde interviene la mano del hombre para forzar el destino; y el Señor nos ha colocado a nosotros en esa tesitura precisamente para pasar página.

—Volvéis de nuevo a los juegos de palabras.

—Dejadme continuar. Mi cuñada no volverá a concebir... este parto ha sido su última oportunidad... Vos sabéis que en San Benito recogemos a pobres desgraciadas que vienen a dar a luz, deshonradas por algún galán y expulsadas de sus casas por sus padres para impedir que el oprobio caiga sobre sus familias.

—¿Y bien?

—Hace una semana, una muchacha murió de parto después de traer al mundo una criatura que por sus facciones y su piel se puede colegir que el progenitor era de noble cuna. Enterramos a la madre, lógicamente fuera de sagrado pues, no habiendo querido confesar, evidentemente murió en pecado, y dimos el niño para su crianza a una de las recogidas, que a su vez estaba amamantando a su propio hijo antes de darlo en adopción.

El doctor atendía y don Martín, arrebujado al fondo del asiento, escuchaba por segunda vez las explicaciones de la priora.

—¿Vais comprendiendo?

—Algo de luz voy viendo —respondió el médico.

—Bien, como os he dicho antes, nosotros tres y vuestra comadrona somos las únicas personas que conocemos el nacimiento de esta noche.

—Olvidáis a la madre.

—No, doctor, una mujer que recién ha parido... medio entontecida por las pócimas que le habéis suministrado y ahora profundamente dormida... bien puede haber tenido un mal sueño y, además, sentirse sumamente agradecida al Altísimo, que finalmente le ha concedido el tan ansiado varón. ¿Vais captando?

El doctor Gómez de León asintió lentamente con la cabeza.

—Concluyamos. Mi sobrina vendrá al convento bajo mi tutela y allí la criaremos; leche de madre no ha de faltarle, quizá es lo único que nos sobra... y a la edad adecuada entrará en religión, que siendo la cuarta hija de un hidalgo ése y no otro era el destino que la aguardaba. Y en cambio, de esta forma y ante la imposibilidad de que mi cuñada vuelva a engendrar, mi querido hermano podrá tener un varón que alegre sus años y perpetúe su linaje.

El doctor meditó unos segundos.

—Hace muchos años que sirvo a vuestra familia. Podéis contar con mi silencio... Comprendo.

—Eso lo dábamos por descontado. El silencio que me debéis garantizar es el de María Lujan.

—Ella es de mi absoluta confianza, amén de que si pudierais ser algo generosos... anda muy necesitada.

—No os preocupéis por ello. —La voz de don Martín resonó desde el fondo del carricoche.

La monja interrumpió:

—La generosidad es una cualidad que agrada a Dios. Os pedimos, únicamente, que la partera no haga demasiados comentarios sobre los acontecimientos vividos esta noche... Aunque en el fondo no sabrá nada.

—Decidme cómo —inquirió don Martín.

—Es muy sencillo. El niño irá con vos y con el doctor a vuestra casa, vos esperaréis en vuestro despacho con la criatura y el doctor despedirá a María Lujan, que en el coche del convento regresará a su pueblo conducida por Blas, nuestro jardinero, el cual como sabéis, a Dios gracias, es sordomudo... y además lo hará bien remunerada; cuando haya partido y sólo entonces, el doctor, en vuestro coche, me traerá a la niña, y luego el cochero acompañará al buen doctor a su casa. En vuestra mansión, querido hermano, no van a haber más partos; la comadrona no tendrá por tanto que regresar jamás. Cuando ella haya partido, colocaréis al niño en la cuna de vuestra hija a fin de que cuando vuestra esposa despierte lo vea allí. Entonces... confío plenamente en vuestras dotes de histrión que tanto me agradaban cuando éramos niños, amén de que la criada que pongáis esta noche para velar el sueño de la madre y de la criatura no tendrá que hacer pantomima alguna, porque ella siempre habrá visto un niño. ¿Lo tienen claro sus mercedes?

Ambos asintieron.

—En ese caso —prosiguió la monja—, seamos prácticos. En llegando al convento me dejaréis en la puerta principal, luego daréis la vuelta al muro que rodea el monasterio y recogeréis al niño al que nadie verá, puesto que os lo entregaré por la puerta que da a la parte posterior del huerto, y regresaréis a casa acompañando a mi señor hermano. El coche del convento seguirá a vuestro coche conducido por Blas, el jardinero. Yo me quedaré... hora es ya de que me recoja... presidiré los rezos de las hermanas. Vos, entre ir y volver emplearéis no menos de tres horas. Os estaré esperando despierta; dejaréis el coche junto al muro exterior y descenderéis embozado en vuestra capa y con la niña en los brazos. Diréis a la hermana tornera, a vuestra llegada, que me avise. No es la primera vez que nos entregan a una criatura en medio de la noche para que le busquemos adopción; para todas las hermanas, el niño habrá muerto de madrugada... Esas cosas ocurren... nuestro cementerio tendrá otra pequeña tumba. El crío no abulta más que un perrillo, que es lo que habrá en la caja, y yo me ocuparé de que reciba cristiana sepultura. Todo estará hecho para maitines. —La monja dio con los nudillos en el redondo cristal que separaba la cabina de los pasajeros de la banqueta del postillón y le indicó, con la mano, que se detuviera y que acudiera a la portezuela. Éste así lo hizo—. Cuando lleguéis al monasterio me dejaréis en la puerta, luego rodearéis el muro y os detendréis en una entrada disimulada que os indicará vuestro amo. Allí esperaréis hasta que se os ordene.

Todo se hizo como indicó la priora. Los tres, cual si fueran conspiradores, entraron en el convento y, al poco, volvieron a salir dos de ellos embozados y con un pequeño bulto en los brazos.

La noche y los acontecimientos fueron transcurriendo....

Al cabo de un largo tiempo, el doctor Gómez de León regresaba al monasterio y descendía del coche de don Martín de Rojo, tirado en esta ocasión por dos mulas de refresco, ante la cancela principal del convento de San Benito; el auriga sostenía la portezuela y cuando intentó ayudarlo, ya que el doctor tenía ocupadas sus manos, fue detenido por la voz ronca y muy cansada del cirujano:

—Puedo solo. Aguardadme al fondo del camino.

Embozado en su capa y con paso cansino, se dirigió a la puerta del torno. Sonó la campana y esperó. Al poco rato, una voz cantarina respondió desde dentro.

—Ave María Purísima ¿Quién va a estas horas?

—Sin pecado concebida. Un caballero, hermana. ¿Podéis avisar a la priora?

—Dadme a mí el encargo que yo se lo transmitiré.

—No puedo hermana, el asunto es grave y de alcurnia es la persona que me lo encomienda. —Aquí cambió la voz y se tornó autoritaria—: ¡Avisad a la priora os digo!

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