Catalina la fugitiva de San Benito (19 page)

BOOK: Catalina la fugitiva de San Benito
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A su espalda sonaron unos pasos. El de Rojo compuso el gesto, se estiró el jubón, alisó las calzas y se tentó la golilla a fin de que el duque lo hallara con el empaque y la figura que cuadraba a un gentilhombre. Don Eduardo entró en la habitación y llegó hasta él, solícito y campechano.

—Don Martín, viejo amigo, ¿qué os trae por este Madrid maldito cuando tan bien se vive por vuestros lares? —Y al decir esto, lo honró descalzándose el guante de la mano diestra y estrechando la suya, gesto que no pasó, por lo inusual, inadvertido al hidalgo.

—¿Cómo se encuentra vuestra excelencia?

—Bien, bien, querido amigo, pero tomad asiento. Así podré yo hacer lo mismo, que mi pierna me rabia algunos días y me recuerda nuestras jornadas de Nápoles.

Mientras ambos se sentaban, recordó don Martín el arcabuzazo que recibió el duque cerca de Mantua siendo él su encomendado
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.

—¿Os molesta mucho la herida? —preguntó en tanto se acomodaba a la vez que lo hacía el de Alburquerque.

—Depende del tiempo. Lo tengo observado: cuando va a llover se encalabrina más y algunos días me trae a la miseria.

—Y ¿qué os recomiendan los doctores?

—Ya sabe vuestra merced que mejor es tenerlos lejos. Los días que la molestia es mucha, doña Leonor me hace preparar un brebaje de cilantro y otras yerbas que no sé bien si me alivia el dolor o me hace dormir. En fin, perjudicarme no me perjudica y ella es feliz. Estuve al principio, por consejo del cirujano, durmiendo con una amatista y un topacio debajo del colchón, pero no noté mejoría alguna y cejé en el empeño.

—Perdóneme, excelencia, ¿cómo está doña Leonor?

—Bien, excelentemente. Ya sabéis que es dama de boca
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de la reina, y nos vemos poco porque sus quehaceres le atan mucho a palacio a horas que no coinciden con las mías.

Don Martín intuyó que al duque no le gustaba hablar del tema.

—Pero, decidme, ¿cómo está vuestra familia?

—Bueno, veréis, vamos pasando. La vida en provincias no es fácil; aún quedan en casa dos hijas, ya que la mayor, como sabéis, casó en Sevilla, y mi único varón estudia por vez primera este año latines en Salamanca.

—¿Y las cosas de vuestra hacienda?

—Duras, extremadamente duras, señor. Las rentas son escasas y los mejores terrenos de labrantía que aún poseo fueron designados por el Consejo de la mesta
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cañada real
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, y luego de pasar por ellos todas las churras y las merinas
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de Castilla, camino de Madrid, la tierra queda yerma como un erial. Pero no vengo a hablaros de las estrecheces de mi economía que, con ser muchos los agobios, voy adelante con ellas.

—Pues ¿qué cuitas os atosigan que yo pueda reparar o al menos intentarlo?

Don Martín se retrepó en su sillón y comenzó vacilante:

—Ved, excelencia, hace ya tiempo vine dándome cuenta que alguien se interesaba en demasía por mi persona... más os diré... no solamente por mi persona, sino también por mi familia, por mis parientes, próximos o lejanos, y hasta por mis deudos y amigos.

—Y ¿qué os hace suponer tal cosa?

Don Martín vaciló.

—Habladme claro, viejo amigo, que para eso habéis acudido a mí.

—Veréis, señor, lo que os voy a confiar es secreto y a nadie he ido con mis cuitas ni he hecho confidencias. Y no sólo porque el tema es espinoso, sino también porque podría perjudicar a gente buena que se ha comprometido conmigo.

—Confiad en mí, don Martín. Juro por mi honra que lo que tengáis a bien decirme, morirá conmigo.

—Veréis, excelencia. Hace ya tiempo se presentó en Quintanar del Castillo cierto caballero indagando, insistentemente, sobre la familia Rojo; preguntando por nuestras costumbres, sobre nuestra asistencia a los Santos Oficios, con quién me relacionaba, qué libros guardaba en mi casa y, perdóneme vuecencia, porque no me es fácil el decirlo, si cuando iba a León y pernoctaba lejos de mi casa me acercaba a las manflas
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o tenía ayuntamiento carnal con alguna tusona
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de postín, o recibía favores de alguna quilotra
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fija.

«Siendo como es que soy un cristiano practicante y respeto absolutamente a mi querida esposa, amén de sentir un auténtico terror a infectarme del mal francés
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, ya que tuve ocasión de ver de cerca la muerte de un buen amigo y soldado de Su Majestad, y os aseguro que si las gentes supieran el final que aguarda a los infelices que contraen la enfermedad otro cuidado se tendría de acercarse a las damas de medio manto
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.

—Querido amigo, me asombra lo que me contáis.

Don Martín prosiguió:

—No acaban aquí mis desventuras. También ha llegado a mis oídos que ha investigado a la familia de mi esposa y que ha husmeado como un lebrel en las raíces de nuestros antepasados, que ha visitado parroquias y ha hurgado en libros de inscripciones y bautizos. En fin, todos aquellos arcanos que pueden aportar una luz sobre la limpieza de mi linaje y estirpe han sido violados.

El duque había cambiado, imperceptiblemente, el registro de su distendido coloquio con el hidalgo y su actitud era sumamente grave y conspicua.

—Y ¿cómo sabéis todas esas cosas?

—Veréis, señor, varias y diversas son las fuentes de donde manan tan malas nuevas. Tengo comerciantes amigos que me deben favores, renteros a los que he condonado deudas, y mi médico personal y amigo de mi familia de toda la vida, el doctor Gómez de León, que es el que principalmente me ha puesto sobre aviso para que me ponga a buen resguardo. Y eso es lo que intento hacer.

—¿A resguardo de quién, don Martín?

—Miedo me da pensarlo, pero hoy día todas esas cosas únicamente pueden ser hechas por dos autoridades: la del rey y la del Santo Oficio. La primera es impensable; vos, mejor que nadie, sabéis con qué lealtad serví a la Corona y cuántos años arriesgué mi vida bajo los pendones de Castilla, amén de que los corregidores y alguaciles son mucho menos sinuosos y mucho más directos en su obrar.

—Y la segunda, ¿qué puede querer de vos la Inquisición?

El ambiente estaba caldeado y los dos hombres, sin pretenderlo, habían bajado el volumen de sus voces, acercando a la vez sus cabezas.

—La segunda... No se me alcanza, en verdad, a saber lo que pueda querer de mí el Santo Oficio.

Soy cristiano viejo, protector del convento de San Benito e hijo fiel de la Santa Madre Iglesia. Ocho generaciones de bautizados garantizan la limpieza de mi sangre.

—¿Habéis tenido, tal vez, tratos con banqueros judíos?

—No, excelencia, mis deudas son con los genoveses.

—¿Tal vez alguien os prestó una biblia luterana?

—¡Jamás, excelencia, jamás!

—¿Tal vez no fuisteis cuidadoso en vuestras charlas y tocasteis un tema indebido con persona inapropiada u opinasteis ligeramente sobre Cal vino o Melanchton?

Quedose el hidalgo con el entrecejo fruncido y meditó unos instantes.

—Una vez, excelencia... una única vez, en la reunión anual de los protectores de San Benito, hace ya de esto varios años, tuve unas palabras con el doctor Carrasco acerca del perjuicio que había causado a la agricultura la expulsión de los moriscos en tiempos de nuestro difunto rey Felipe III, que en gloria esté, y él saltó sobre mí como un áspid.

El duque de Alburquerque se mesó la perilla con su cuidada mano y habló gravemente:

—Creedme, don Martín, por ahí sopla el mal viento. Si fuera con el rey vuestro problema, yo podría echaros un cuarto a espaldas. Tengo buena mano en la Corte y más todavía con el privado don Gaspar de Guzmán, conde duque de Olivares, pero una intervención mía respecto a la Santa Inquisición no sólo no os favorecería, sino que podría agravar vuestro problema.

—Si vuecencia no puede ayudarme, presiento que soy hombre acabado.

Un silencio hosco y espeso se abatió sobre los dos hombres. Únicamente se oía el crepitar de los leños en la chimenea cuando el duque habló de nuevo:

—Voy a hacer algo por vos una vez, una sola vez, y con ello quedará saldada la deuda que contraje con vos en Nápoles. Deseo que os sea útil mi recomendación y que os pongáis a resguardo de tan incómodo viento de modo que la vejación y la calumnia, hijas predilectas del rencor y de la envidia, no tengan donde morder. Voy a entregaros una misiva para don Jerónimo Villanueva, pronotario de Aragón, que en estos momentos goza de la estima y el favor de fray Antonio de Sotomayor, confesor del rey, porque de su peculio particular ha regalado a la orden de las Benedictinas de la Encarnación el convento de San Plácido, del que es protector y al que acuden con asiduidad tanto su cristiana Majestad como el conde duque, aunque ambos por motivos bien distintos, por cierto... Es
vox populi
que estuvo a punto de desposar a la priora, doña Ana de la Cerda, cuando ella estaba en el mundo, y que al sentir ésta la llamada de Cristo se comprometió a pagar no sólo como os he dicho la construcción del convento, sino también el mantenimiento de la comunidad, con la única condición de que su palacio estuviera pared con pared con el edificio de las monjas y que él pudiera oír la santa misa cada día con ellas. Os cuento esta historia para que comprendáis el motivo de tan altruista gesto y entendáis la predilección con que le distingue el confesor del rey. Para él es la carta en la que me limitaré a recomendaros, diciendo que sois hidalgo de cuna, que os conozco bien y que me complacería poderos devolver cierto favor. Querido amigo, vuestras cuitas, por cierto, hieden a cuervo
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; creo que si alguien puede hacer algo por vos, ése es don Jerónimo Villanueva.

—No sé como podré pagaros.

—Nada me debéis. Ni yo a vos tampoco. ¿Queda claro esto último? Esperad un instante.

Y diciendo esto, el duque se puso en pie y salió de la estancia. Antes de que la clepsidra, que se hallaba en un anaquel, hubiera dado medio giro, apareció un paje y entregó a don Martín un sobre lacrado con las armas y el escudo del duque. El hidalgo lo tomó y, acompañado por el paje, tras recoger su capa y su chambergo salió a la calle. Era noche cerrada, y a aquella hora no era fácil encontrar coche o silla de manos; pensó que no le vendría mal caminar un poco y, metido en sus pensamientos, dirigió sus pasos subiendo por la calle de las Huertas hacia la de las Carotas, junto a la plazuela del Ángel, donde se encontraba su posada.

Sor Gabriela y Rivadeneira

Sor Gabriela de la Cruz era retorcida, extremadamente envidiosa y terrenal, tenía treinta y cuatro años y una ambición ilimitada. La llegada del padre Rivadeneira supuso para ella una ayuda inestimable y un aliado impensado, amén de un justificador de sus pocos escrúpulos de conciencia. El clérigo, venido de Madrid, simpatizaba con los alumbrados de Llerena, secta que había adquirido últimamente cierta notoriedad entre algunas congregaciones religiosas, y como sus principios le convenían se dejó seducir por ellos. La orden era su milicia y sor Gabriela no deseaba otra cosa que ir subiendo peldaños en el escalafón a fin de acceder a lo mas alto, y el fraile le era útil.

El padre Rivadeneira era un ser complejo y atormentado. Desde su primera juventud luchaba contra la carne y sus penitencias eran terribles. Ya en el seminario iba desde el vicio solitario a la confesión, un día sí y otro también. Lo intentó todo: el ayuno, la flagelación y hasta los cilicios, pero cuanto más se atormentaba más le exigía su libido y desde todas partes le acosaba el maligno. Cuando iba de paseo por el campo con los demás seminaristas, hasta en los nudos de los árboles veía senos de muchacha, y desde luego en cualquier lienzo en el que apareciera una mujer su mirada invariablemente se dirigía a sus partes pudendas. De vez en cuando tomaba pinceles y pinturas y dedicaba sus ocios a emular a los grandes maestros, para lo cual estaba muy dotado, y siempre terminaba pintando lo mismo: una mujer yaciendo desnuda. Al terminar ya sus estudios, tuvo plaza de adjunto en la parroquia de San Ginés y allí se dio cuenta de muchas cosas; cuando confesaba sus cuitas al párroco, éste no les daba la menor importancia, y llegó a la conclusión de que no era tan singular lo que a él le acaecía. Se acercaba frecuentemente a la rejilla de su confesionario una atacacandiles
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, que así se conocía a las daifas cuya principal clientela eran los clérigos; María era su nombre y tanto la consoló que una noche y al sigilo fue a visitarla al campo de pinos
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donde ella descolgaba la cama
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y que estaba ubicado en la calle del Olivar en su conjunción con Lava Pies. El goce fue tan intenso que ya no pudo domeñar su instinto y la tomó como devota
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porque no la quería compartir con nadie, ya fuere por un instinto de propiedad carnal desmesurado e impropio, pues la había conocido ejerciendo el oficio de hurgamandera
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, ya porque tenía pavor a contagiarse del mal francés
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, pues en sus visitas a los hospitales había tenido ocasión de ver muertes terribles de desgraciados llenos de bubas purulentas adquiridas al frecuentar, sin ningún reparo, a gorronas de puchero y cinta
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, viejas pellejas
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famélicas llenas de afeites que prostituían su cuerpo en las calles a cambio de un cuenco de comida y que no estaban sujetas a inspección sanitaria alguna del alguacil de turno encargado de las mancebías, amén de que si se descuidaban les daban perro muerto
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y tras el servicio se iban de vacío. Todo esto lo alternaba el fraile con penitencias y ayunos para acallar la voz de su conciencia. Entonces, a través de un colega al que había confiado sus cuitas y sus escrúpulos supo de una reunión que no tenía periodicidad y que se celebraba cada uno o dos meses en la trastienda de un figón ubicado en la calle de La Pasión esquina con la plaza de la Cebada, y al que acudían los avisados mediante el correo de boca a oreja. Se acercó de tapadillo, embozado y enchambergado, pues no quería mostrar su tonsurada coronilla, y antes de entrar quedóse un rato en la puerta observando quiénes acudían mientras intentaba averiguar la calidad de los conspiradores. Fueron llegando éstos a pares o en grupos de tres, embozados en sus capas y cuidando sus disimulos. Cuando ya se tranquilizó su espíritu, entró en el lugar; las gentes ocupaban los bancos y en alguna que otra mesa se daba al naipe. Allí detúvose el fraile simulando que le interesaba la partida, pero lo que en verdad le importaba era observar a los parroquianos que se iban hacia el fondo y desaparecían tras un cortinón de sarga. Cuando ya tuvo la certeza de no errar, se dirigió a la puerta amagada. Allí, un criado que estaba al cargo de la misma le requirió el nombre de la persona que lo enviaba; el fraile dio el patronímico de su colega y el lacayo, tras consultar una lista, le hizo el paso franco indicándole, con el gesto, una escalerilla de madera que desde el fondo ascendía a un altillo. Julián Rivadeneira siguió las instrucciones del sirviente y ante él apareció una estancia que nada tenía que ver con el piso inferior; era amplia y la habían habilitado para el uso que era menester. Una serie de bancos se alineaban colocados unos tras otros; frente a ellos se alzaba una tarima en la que se podía ver una mesa cubierta con un damasco rojo y tras ella el sillón monacal del conferenciante, tal era el mobiliario. Las gentes que ocupaban los bancos eran diversas y variopintas, más hombres que mujeres y más clérigos que paisanos, algún hidalgo, pequeña nobleza, damas acompañadas por dueñas y alguna que otra tapada. El fraile ocupó uno de los bancos del fondo y aguardó impaciente y tenso. Al rato y ante la aparición del conferenciante, fuéronse acallando las voces de los presentes. Era éste un hombre de cuerpo enjuto y cabeza poderosa que frisaría la cincuentena, vestía ropa de clérigo en viaje y tenía el andar nervioso y brusco del conspirador; tomó asiento y al levantar los ojos Julián Rivadeneira notó que dominaba a la concurrencia. Los llamó «hermanos queridos» y los tuteó, cosa totalmente inusual en tales ocasiones, y al momento comenzó a desgranar unas teorías que el fraile, más que escucharlas, bebió cual peregrino perdido en el desierto.

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