Read Catalina la fugitiva de San Benito Online
Authors: Chufo Lloréns
—Me sorprendéis, Catalina, pienso que realmente no habéis nacido para el claustro.
Don Suero de Atares yacía reclinado en una otomana; dos grandes cuadrantes le mantenían semincorporado y su pierna derecha, enfundada en una gruesa media, permanecía rígida, presa entre dos tablones expresamente ahuecados y ahormados para el caso y sujetos firmemente entre sí por varias tiras de cuero. Frente a él don Benito de Cárdenas atendía las explicaciones del doctor Solís, cirujano del Tercio del Mar Océano, que había acudido presto a la urgente llamada del marqués de Torres Claras.
—Debéis tener paciencia, don Suero, y agradecer a la providencia divina la concatenación de casualidades que ha hecho posible el milagro.
—El milagro han sido vuestras manos y vuestros conocimientos —replicó don Benito de Cárdenas.
—Pero, decidme —inquirió el escudero—. ¿Hasta cuándo debo permanecer de esta guisa?
—Os habéis vuelto muy quisquilloso e impaciente, amigo mío. No tenéis mejor cosa que hacer que permanecer recostado y descansando de tantas fatigas. —El que así habló fue el marqués.
—No hay mejor medicina, para que la naturaleza obre, que el reposo y cuidar de que la herida no se infecte, que ésa ha de ser mi obligación con la ayuda de Dios —acotó Solís.
Los sucesos de la anterior semana se habían desarrollado vertiginosamente. Diego, en cuanto pasó todo fue consciente del peligro que habían corrido ambos; cada uno debía la vida al otro. Si cuando su jaca lo derribó, don Suero no mete el caballo, a riesgo de sacrificarlo, entre él y el cornúpeta, él sin duda hubiera sido corneado gravemente. Asimismo, si al caer don Suero, él no se lleva al animal con el engaño del capotillo y el toro se llega a encelar con el caballero derribado, apresada como estaba su pierna derecha bajo el peso del cuerpo del equino y absolutamente inmovilizado, aquél podía haber sido su final y entonces todo hubiera terminado. Cuando los hombres pudieron retirar, con gran esfuerzo, la destripada cabalgadura de encima de don Suero, no hacía falta ser cirujano para darse cuenta de que tenía la pierna completamente destrozada. El físico de los Laínez acudió presto, rasgó la bota y observó que el hueso salía de la carne; restañó la sangre con un torniquete, cubrió con telas de araña la terrible herida y envolvió la pierna con un paño de lino. Diego envió a uno de sus criados montado en su mejor caballo a Benavente, contando que en La Bañeza podría cambiar la posta, a fin de prevenir a su padre y hacerle saber lo acontecido. El Señor de Laínez le prestó una galera, en la que don Suero pudo ir recostado en uno de los bancos, atendido por el paje. Así, de esta manera Diego, tras agradecer todas las atenciones, pudo partir sin demora, llevando un tronco de tiros largos de seis mulas a las que hizo avanzar velozmente, látigo en mano, evitando en lo posible los baches y agujeros del camino, acompañado por dos hombres a caballo y dejando tras de sí a otros dos que se ocuparían de regresar, más despaciosamente, con el resto de las caballerías. Pese a todo, llegando a Alija del Infantado el paje le comunicó que la frente de don Suero ardía como brasa del infierno.
Apenas la mala nueva llegó a Benavente, don Benito de Cárdenas actuó con rapidez y eficacia. En Valladolid vivía retirado un gran cirujano que estaba al servicio de un hidalgo, amigo del marqués de Torres Claras, el doctor Solís, de cuyas habilidades sabía bien pues había estado en el Tercio del Mar Océano a sus directas órdenes cuando él era capitán de una de sus compañías, en los días de Flandes antes de la tregua de los doce años. El hombre, además de ser diestro, había tenido ocasión de practicar su oficio con asiduidad, ya que si en algún lado se prodigaban roturas, fiebres, heridas, infecciones, parásitos y miembros seccionados, ese lugar era la guerra, y aquélla fue larga y terrible. En su busca envió el de Cárdenas a sus dos mejores jinetes, que por Villalpando y Medina de Río Seco acortaron el camino. El físico se puso de inmediato en camino, y a la vez que Diego conduciendo el carricoche llegaba con don Suero a Benavente, lo hacían los de Valladolid en sentido inverso.
Aquélla fue una larga noche. Don Suero deliraba y decía frases inconexas. En la parte inferior de la galería del palacio prepararon la sala de intervención. El doctor Solís se puso al frente de las operaciones. Lo primero que ordenó fue inundar de luz la estancia; al punto trajeron de la cerería del palacio diez inmensos hachones de cera, que encuadraron la mesa de madera sin bordes en la que instalaron con sumo cuidado a don Suero. Luego ordenó que pusieran a hervir un inmenso caldero de agua y que le trajeran jofainas y vendas de hilo de trama y urdimbre muy tupida; después mandó que nadie traspasara el círculo de luz, únicamente su barbero ayudante, que con él había acudido desde Valladolid. El marqués de Torres Claras y su hijo, cuyo cansancio era manifiesto, observaban desde el límite autorizado todas las maniobras del cirujano y del barbero.
El físico comenzó retirando los apósitos de la pierna herida del escudero, la bañó completamente con agua hervida y fue tirando los trapos ensangrentados a una jofaina que sostenía el barbero; cuando se vio que el pálido hueso, atravesando la carne tumefacta, asomaba por la herida abierta, don Benito de Cárdenas torció el gesto; demasiadas miserias había visto en Flandes para ignorar que una herida de tal cariz era muy grave y que el peligro de la terrible gangrena estaba latente. El cirujano obraba con rapidez y seguridad. En tanto sacaba de un gran cesto de mimbre un extraño artilugio, ordenó al barbero que, levantando un poco la cabeza del herido, fuera derramando con un pequeño embudo y sobre un colador invertido y envuelto en un fino trapo de hilo que cubría los entreabiertos labios del escudero, una solución de láudano, dormidera y vino caliente. Cuando ese menester estuvo hecho, se dispuso a maniobrar con el aparato. Consistía éste en dos recias tablas de madera de roble en forma de «L»; la más corta se desplazaba arriba y abajo mediante un vástago encajado sobre una ranura que presentaba la mayor, de tal manera que colocando el invento en la pierna del sujeto y ajustándolo mediante correas apretadas, quedaba el pie apoyado en la tabla menor y la pierna en la mayor e inmovilizada firmemente; en el talón de la tabla corta se encontraba un recio tornillo con una manija de tal forma colocado que, al girarlo, obligaba a la tabla pequeña a deslizarse hacia abajo, forzando al pie a seguirla y haciendo que la pierna se alargara por la fuerza de la tracción.
Cuando lo tuvo todo preparado, indicó a don Benito que dos robustos criados se colocaran junto al escudero y le sujetaran el tronco y la pierna sana. En cuanto la orden fue cumplida, comenzó a girar el tornillo lenta e inexorablemente. Don Suero salió de su amodorramiento y lanzó un grito tremebundo que hizo vibrar los cristales emplomados de la galería; entonces el galeno ordenó al barbero que le introdujera en la boca un estrecho cilindro de goma a fin de que el ayo lo mordiera fuertemente. Don Suero gemía e intentaba inútilmente moverse, pero era imposible. Entonces, como por encantamiento, el hueso salido fue entrando en la carne hasta desaparecer, conseguido lo cual el doctor Solís limpió la herida con el agua hervida en el caldero de cobre y después la embadurnó con un ungüento para, a continuación y tras vendarla con trapos de lino, entablillarla con el fin de restar a la pierna toda movilidad. Don Suero, empapado de sudor, parecía estar desmayado. Terminado el trabajo, el físico se volvió hacia donde estaban padre e hijo:
—Hasta aquí he hecho lo que estaba en mi mano. A partir de este momento sólo queda rezar.
En aquel instante don Benito, imperturbable, volvióse a fray Anselmo, el tutor de Diego, que se encontraba unos pasos por detrás de ambos y ordenó con recia voz:
—Fray Anselmo, id a la capilla y traed todas vuestras reliquias. Espero que os valgan. De no ser así, buscad otras.
Las jornadas fueron pasando, al principio lentas y espesas, como aceite de candil. A lo primero la fiebre no cedía y el escudero deliraba diciendo frases inconexas, pero que algo tenían que ver con el percance sufrido y a veces con sucesos acontecidos en tiempos anteriores al nacimiento de Diego. Éste no se separaba de su ayo ni de día ni de noche, el cirujano cambiaba los apósitos regularmente y fray Anselmo había colocado en la cabecera del enfermo un relicario que contenía un dedo incorrupto de san Policarpio. Al cabo de una larga semana la infección fue cediendo junto con la fiebre. Un demacrado y macilento don Suero fue saliendo de la postración. Día tras día Diego, por orden del galeno, le suministró primeramente caldos, y luego sopas bien condimentadas con zanahoria, puerro, apio, nabo, cebolla, hueso de tuétano, gallina y yemas de huevo. Tras muchos esfuerzos, la naturaleza fuerte del escudero respondió a los muchos cuidados y la crisis fue vencida. En cuanto se fueron las fiebres llegaron las impaciencias.
—¡Voto a bríos! ¿Cuándo me quitarán estos andamios y podré poner el pie en el suelo? Parezco una torre de asedio a medio construir.
Cuando el doctor iba a responder, lo hizo don Benito en el instante que su hijo entraba en la estancia.
—¿Qué urgencias tenéis y adónde queréis ir? Resignaos, amigo mío, no os reclaman en lugar alguno salvo en el infierno y, por lo visto, no tenéis intención de acudir a esa cita. Por lo menos en esta ocasión, vuestro amigo Belcebú, al que con tanta frecuencia nombráis, va a tener que esperaros.
Diego intervino:
—¡A fe mía que sois impaciente! Día y noche creyendo que ibais a perder la pierna, y ahora resulta que queréis salir corriendo.
—No tengáis cuidado, que no os vais a librar de mí tan fácilmente —respondió el ayo enderezándose en los almohadones.
—La mejor medicina es la naturaleza —intervino el galeno—. Y el refranero es sabio: «La pata quebrada al lecho y el brazo roto al pecho.» Si no ocurre nada, y no tiene por qué, yo ya huelgo, amén de que mis otras obligaciones me reclaman en Valladolid. Ya he dejado las instrucciones para el cuidado de vuestra pierna y en un plazo de treinta o cuarenta días, Dios mediante, quiero que me devolváis la visita que os he hecho.
—Nada me proporcionará más placer. Sabed que he contraído con vuecencia una deuda de por vida, y a fe mía que soy hombre que siempre responde de sus deudas.
—Mi deber es curaros, y nada puede complacer más a un médico que rescatar a un enfermo de las garras de la parca, aunque sea momentáneamente, ya que al final siempre vence ella.
—En esta ocasión habéis logrado demorar ese final. Y ahora, si no hay más que decir, tened, mi buen doctor, la amabilidad de acompañarme a fin de que mi mayordomo arregle con vos lo que sea menester, ya que de alguna forma he de compensaros por los días que os hemos apartado de vuestras cotidianas tareas. —Don Benito había hablado.
—Sea como queráis. —Y dirigiéndose a don Suero, añadió—: Vos, lo dicho: paciencia y barajar.
Tras esto último, el señor marqués de Torres Claras y el doctor Solís abandonaron la estancia seguidos de fray Anselmo, que desde un rincón había presenciado discretamente la escena y se aprestaba a cumplir la orden dada por el marqués.
—¡Fray Anselmo! —rugió el escudero.
Los tres hombres se volvieron con curiosidad.
—¡Si no queréis que lo eche en el caldo, para mejor condimentarlo, mejor será que os llevéis ese dedo a vuestra capilla!
En tanto el fraile recogía la reliquia de san Policarpio, don Benito apostilló sonriente:
—Ahora empiezo a creer que estáis curado.
Cuando los tres se hubieron retirado, Diego alcanzó un escabel que estaba junto a un bargueño y, colocándolo a los pies y a un costado de la cama de don Suero, se sentó y se dispuso a platicar con él, pues hasta aquel mismo día el cirujano no había autorizado a persona alguna de palacio a que hablara con el enfermo más de diez minutos con el fin de evitarle fatigas, y menos aún de los sucesos acaecidos en la infausta jornada de Carrizo de la Ribera.
—Decidme realmente, don Suero, ¿cómo os encontráis? Mi deseo es entreteneros y aliviaros; de no ser así y si mi charla os ha de agobiar, mejor hago mutis por el foro.
—No, hijo, no. Quedaos, nada me complace más que hablar con vos y poner un poco de orden en mi azotea, que tengo los muebles revueltos y mal ubicados. Los sucesos de aquel día se me embrollan y los recuerdos me vienen a ráfagas, como el cierzo. Hay momentos que se me escapan y me quedo en blanco. Decidme, Diego, de principio a fin, ¿cómo fue el percance?
—¿De verdad que no os voy a cansar?
—Os juro que si me noto agobiado, os rogaré que dejéis el final para mejor ocasión.
—Pues vamos a ello.
Don Suero se arrellanó en los cojines, expectante, en tanto Diego comenzaba el relato de la triste jornada.
—... íbamos ya por el segundo toro. Era éste un animal grande; haría sus buenas arrobas, berrendo en negro, bragado y con tal cantidad de leña en la testa que daba susto mirarlo. El de Laínez había apretado mucho en el anterior y yo deseaba dejar en buen lugar los colores del escudo de la casa de Torres Claras. Todo marchaba razonablemente bien. De repente ocurrió algo que no me perdono.
—¿Qué fue ello, Diego? —El escudero indagaba cual si se tratara de un suceso totalmente ajeno a él.
—¿Vos recordáis a aquel personaje con que topamos en la antesala del secretario provincial del Santo Oficio y que nos puso mal el cuerpo?
Don Suero frunció el entrecejo como quien fuerza la memoria y luego habló:
—¿El de la cara cortada?
—Ése.
—Sí, recuerdo que comentasteis que no os gustaría encontrároslo una noche sin luna en la boca de un callejón.
—Exactamente. Pues bien, súbitamente apareció en el quicio de la puerta que daba acceso al palco del Santo Tribunal y fue a ocupar el sillón vacío de la primera fila.
—¿Y?
—Eso es lo que no me perdono. Olvidando el consejo que siempre me habéis dado de «que al toro no hay que perderle la cara ni cuando lo arrastran las mulas», la verdad es que el individuo tiene un aspecto tan siniestro que me desconcerté. Entonces se arrancó el morlaco, mi jaca hizo el pino y yo di con mis huesos en el suelo, y de no ser por vos creo que ya no estaría en este mundo.
Lenta y detalladamente, Diego fue desgranando ante su ayo el relato de los aciagos sucesos y peripecias acaecidos aquel día. En tanto éste bebía más que escuchaba las palabras de su pupilo. Finalmente, tras un denso silencio preguntó: