Read Catalina la fugitiva de San Benito Online
Authors: Chufo Lloréns
Había en el establo una mula con la que siempre había congeniado; se trataba de un animal fuerte y noble que desdecía el arisco carácter de sus congéneres. A ella se dirigió la muchacha. Primeramente dejó en el suelo todos sus enseres y, acariciándole el cuello, la tranquilizó; las cabalgaduras que allí descansaban conocían bien a Catalina, pues se pasaba gran parte de su tiempo con ellas. No hubo un relincho a destiempo que la comprometiera y además, conociendo las costumbres de los palafreneros, estaba segura de que a esa hora dormitaban en el cuarto del fondo el mejor de los sueños. De modo que tomó de un asidero de la pared el cabezal con el bocado incluido y se lo colocó al animal, luego puso una recia manta sobre su grupa y sobre ella una silla especial que permitía montarlo y llevar peso; después procedió, sin dejar de hablarle con suavidad, a cincharlo. A continuación levantó con cuidado sus cascos, uno a uno, y los enfundó con una recia tela ligada con un cáñamo a modo de zapatos para que el ruido que pudiera hacer el mulo al golpear con ellos las losas del patio no despertara a nadie. Finalmente y tras dirigir una última mirada a aquella casa tan amada, el único hogar que habían conocido sus jóvenes años, montó en la hacanea y partió hacia lo desconocido.
La carta que al día siguiente encontró don Benito de Cárdenas en su escritorio decía así:
A su Excelencia el Sr. Marqués de Torres Claras
Muy respetado y poderoso señor:
Me atrevo a escribiros esta misiva, amparado en vuestra bondad que tan bien conozco y que a manos llenas habéis prodigado sobre mi persona.
Circunstancias personales que únicamente a mí atañen y una desazón terrible por conocer quién soy y de dónde vengo, me han hecho tomar esta decisión que, de otra forma, no hubiera sido capaz de tomar.
Me atrevería a pediros que nada digáis de mi huida y que tengáis la caridad de decir que me habéis enviado en comisión de servicio a Madrid junto a don Diego o a donde os pluguiere. Sé que si no obro de esta manera no hubiera sido capaz de abandonar esta querida mansión.
Confiando en vuestra benevolencia tantas veces mostrada y sin olvidar jamás lo que por mí habéis hecho, se despide vuestro paje, que nunca os podrá pagar la deuda contraída,
Alonso Díaz
P. D.: Me he atrevido a tomar una mula de vuestras cuadras, ni qué decir tiene que en cuanto pueda os enviaré su precio. Algún día tendréis constancia de mi gratitud.
Don Benito de Cárdenas dobló la carta y la guardó en un cajón del escritorio. Una sola persona tuvo conocimiento de aquel, para él, extraño suceso: don Suero de Atares.
—¿Qué explicación dais a este incidente?
—Lo ignoro, señor. Lo único que os puedo decir es que sus ganas de volar eran inmensas, más aún desde el día en que Diego partió para Madrid.
—Lo que no alcanzo a comprender es por qué no demandó mi venia para partir. Vos ¿daríais parte de su marcha a la Santa Hermandad o lavaríais la ropa sucia dentro de casa?
—Ya que me preguntáis, os responderé a lo primero que sabía que se lo ibais a denegar a causa de su juventud, y a lo segundo que, con ser Benavente una mansión importante, era jaula demasiado estrecha para sus ansias de aventuras. Y añadiré a lo dicho que, pese a su indiscutible bisoñez, el gavilán tiene las garras afiladas y el pico presto para el ataque. Creedme y no paséis pena por él; no quisiera estar en el pellejo del valentón que creyendo que se las va a tener con un doncel imberbe quiera medir con él su acero.
Don Benito restó unos instantes pensativo.
El ayo subrayó:
—Mirad bien que se pudo llevar un buen caballo de las cuadras y no lo hizo. Tened por cierto que os devolverá el precio de la mula.
—Como comprenderéis, la mula es lo que menos importa. Ha sido una lástima; Alonso será tan buen caballero que gustosamente le hubiera regalado el corcel que solía montar. Lo que sí quiero es que castiguéis a los palafreneros que estaban anoche de servicio; nuestras cuadras no pueden ser un paseo para cuatreros y ladrones.
—Se hará como mandéis.
—Decid a quien convenga que ha partido para la Corte en comisión de servicio. Cuando pase el tiempo, si no regresa añadiréis que está sirviendo como paje en la casa de mi hijo.
—Entonces, si no tenéis a bien ordenar algo más...
—Nada. Id a vuestras cosas.
Y el fiel escudero, tras una reverencia adornada con el vuelo de su chambergo, salió de la estancia con una furtiva sonrisa en sus labios.
Don Jerónimo Villanueva, pronotario de Aragón y protector del convento de San Plácido, pero cuyo título más importante era el de amigo dilecto de su cristiana majestad Felipe IV, estaba en su despacho particular. Tenía entre las manos una carta urgente que había llegado en la posta del día anterior cuyo negociado manejaba el conde de Villamediana, recientemente nombrado correo mayor. La misiva provenía de don Martín de Rojo, el hidalgo recomendado por su amigo el duque de Alburquerque y a quien estaba intentando favorecer por complacer a tan importante personaje.
En la corte del cuarto Felipe bueno era crear vínculos de gratitud, pues era obligado pertenecer a una de las banderías que se disputaban los favores reales; los francotiradores solitarios estaban condenados de antemano al fracaso. De esta manera se creaba un entramado de intereses y favores que iban conformando los círculos de influencia donde se movían unos y otros.
La carta trataba de asuntos varios y el de Villanueva se dispuso a contestarla, pues ya hacía varios días que tenía noticias que transmitir al hidalgo y el conocimiento de las nuevas recibidas aconsejaban no demorar la respuesta.
Hizo sonar la campanilla que estaba sobre su escritorio y al punto compareció un secretario.
—Enviadme un amanuense. Debo despachar correspondencia.
El hombre, con una breve inclinación de cabeza se retiró, e instantes después aparecía en la puerta el demandado con una escribanía portátil bajo el brazo.
—¿Dais vuestro permiso, excelencia?
El pronotario alzó la mirada hacia el entrante.
—Pasad, Bernardo, e instalaos cómodamente. Tenemos correo por despachar.
Traspasó el hombre el dintel de la puerta y fuese a sentar en un escabel frente a la mesa de su amo; abrió la tapa de una escribanía de madera de cedro con incrustaciones de nácar que se había colocado sobre sus rodillas y al hacerlo aparecieron los trebejos para la escritura, creándose una amplia superficie forrada en fieltro verde para apoyar el papel y bajo ella una abarquillado receptáculo para guardar las plumas, y el tintero correspondiente en la parte superior.
Cuando el hombre se consideró preparado, levantó la mirada interrogante.
—Cuando gustéis, excelencia.
Entonces el de Villanueva dictó la siguiente misiva:
A Don Martín de Rojo e Hinojosa, Señor de Quintanar del Castillo
Señor:
La estimación que profeso a vuecencia y el deseo que tengo de aliviarle en lo que yo alcance, me pone en el camino de escribirle ésta.
He recibido vuestra carta del 12 del presente mes y os ruego no toméis mi demora como falta de interés o diligencia, sino más bien atribuidlo a que los días transcurren muy deprisa y jamás se terminan mis obligaciones. Amén debo deciros que, hasta que no he tenido auténticas nuevas sobre los asuntos que os atañen, no me he puesto a ello.
Procedamos por partes. En primer lugar os trasladaré los avances que he conseguido para intentar satisfacer, en lo que esté en mi mano, vuestras aspiraciones.
No ignoráis los complejos procedimientos que se siguen para examinar los méritos de los aspirantes a ocupar plaza en cualquiera de las órdenes de caballería, ya sea de Santiago, Calatrava, Montesa o Alcántara; como sabéis se abre un período de pruebas durante el cual se nombrarán dos informantes que se deberán desplazar al lugar del pretendiente e indagar sobre él y su familia, entre amigos y gentes que lo hayan conocido desde tiempos lejanos. Se verificará su limpieza de sangre
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y el que entre sus antepasados no haya ningún judío ni morisco, mucho menos un relapso o un converso, y si hubiere un escribano se debería buscar la dispensa correspondiente en Roma, que se daría mediante el adecuado juramento en rúbrica
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. Todos cuantos inconvenientes encontraren los deberán poner en conocimiento de los consejos de las órdenes, mediante los obstat
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oportunos. Imaginad por lo tanto si era importante que el nombramiento de informante cayera en persona adecuada o proclive a nos por haber recibido algún favor.
Por lo pronto he conseguido a través de don Gaspar de Guzmán, el valido del rey, que uno de los dos informantes sea don Francisco de Úbeda, al que controlo por un viejo asunto y, me consta, tendrá gran interés en complacerme; el segundo no he podido impedir que lo proponga el Santo Oficio aunque espero conseguir que sea individuo, por lo menos, no enemigo.
En cuanto sepa que la inspección va a comenzar os pondré al corriente para que estéis prevenido.
Vamos ahora a revisar los extraños sucesos que me explicáis en vuestra carta.
Conocía a través de vuestras noticias el fallecimiento de vuestra hermana, la priora de San Benito, y quedo perplejo ante la sospecha que incubáis de que su deceso no se haya producido por medios naturales. En estas cosas hay que andar con mucho tiento ya que además de presuponer que vuestro confidente, como decís, es persona de toda confianza, hemos de contar con fuerzas poderosas que actuarán en sentido contrario y que éstos son asuntos de difícil prueba.
De cualquier manera, como el tercer tema que tratáis en vuestra misiva es el apresamiento de vuestro dilecto amigo el doctor Gómez de León por una futileza, como creo que es el tener una copia de los Proverbios morales de Sem Tob en sus anaqueles, llevado a cabo por parte del Santo Oficio y es materia delicada que deberé tratar a gran nivel, creo que la persona apropiada a la que deberé acudir es don Antonio de Sotomayor, confesor del rey. Ni que deciros tengo que aprovecharé la favorable coyuntura para traer a colación el tema de la madre Teresa, por ver si en la investigación de lo uno cupiera lo otro.
Nada digáis de cuanto os expongo en esta carta, pues no conviene que asuntos tan delicados lleguen a oídos inconvenientes.
Tened confianza en mí, ya que jamás dejo a un amigo en la necesidad, y esperad mis noticias.
Siempre vuestro, afectísimo,
Jerónimo Villanueva,
Pronotario de Aragón
Las voces corrían como el viento y las noticias sobre lo que ocurría tras los muros de San Benito se iban propagando por las cercanías como la onda que provoca el lanzamiento de una piedra en las tranquilas aguas de un estanque.
Desde su regreso de Benavente, la abadesa y el fraile se habían dedicado a poner en marcha su astuto plan.
Como no podía ser de otra manera, comenzaron su labor desde dentro. Así, una noche, en el rezo de maitines la priora quedó sumida en un trance y, con los ojos en blanco, comenzó a hablar como al dictado de la madre Teresa.
La voz parecía venir de ultratumba:
—Queridas hermanas, gracias a vuestras oraciones he llegado antes de lo que, por mis faltas, me correspondía a la presencia del Padre. Mi abogado ha sido san Benito, bajo cuya advocación está el monasterio. Perseverad y rezad. Se acercan tiempos difíciles... pero la orden emergerá de entre todos los peligros que la acechan y será como la luz del faro que salva a los navegantes. Orad y obedeced, ya que el Señor en su bondad me ha permitido inspirar a sor Gabriela lo que debéis hacer, y a través de ella os guiaré por las procelosas aguas del mundo y os conduciré a la salvación eterna. Recordad el Evangelio: «Sed prudentes como serpientes y candidas como palomas.»
Entonces el padre Rivadeneira bajó del hemiciclo y se acercó al banco donde estaba la arrebatada monja, portando en sus manos el rosario que había pertenecido a la madre Teresa. Poniendo ante sus labios el crucifijo del mismo, se lo dio a besar, invocándola.
—¡Gabriela de la Cruz! —dijo—. Yo te invocó a fin de que regreses a tu envoltura carnal y nos digas adónde te has ido y quién te ha dictado las palabras que nos acabas de decir. Te lo suplico por la divina sangre de nuestro Señor...
La monja, lentamente y apoyándose en sor Leocadia, que estaba a su costado, pareció volver de algún lugar y con una sonrisa beatífica como si acabara de regresar del Tabor, exclamó:
—¿Por qué habéis detenido los rezos, padre? ¿No sabéis que la oración es lo único que nos puede salvar?
—Reverenda madre... os habéis ido. Hace unos segundos no estabais con nosotros. La que nos hablaba era la madre Teresa... a través de vos, claro está.
—No digáis insensateces. ¿Cómo el Señor va a escoger a la última de sus siervas para manifestarse? Id, paternidad, recemos los maitines y no se hable más de este asunto. No quiero que nadie crea que en el convento ocurren sucesos extraordinarios. Estas cosas sólo acontecen a través de almas escogidas, no de monjas que trabajo tienen para no desmerecer el cargo para el que han sido elegidas por sus hermanas. —Luego, dirigiéndose a la comunidad—: Recen, hermanas, y sean discretas. Estas cosas han de quedar siempre en familia.
Ni que decir tiene que el suceso se propagó a los cuatro vientos como las gotas del rocío.
El siguiente movimiento lo planificaron ambos cuidadosamente.
—Ved lo que he pensado —dijo el fraile—. Hay una postulanta, nada agraciada por cierto, que siempre pide una señal que reafirme su vocación; es muchacha muy nerviosa y de pocas luces.
—Y... ¿qué se os ha ocurrido?
—Veréis. Vos, desde el día que huyó Catalina ordenasteis que en cada pasillo una de las postulantas hiciera la ronda cuidando de que ninguna anomalía aconteciera y que se mantuvieran encendidas las lamparillas que alumbran el Sagrado Corazón que está en la hornacina junto al lugar donde el muro se abre y desemboca el pasadizo que va desde la sacristía.
—¿Y bien?
—La noche que os parezca y que a ella corresponda tal menester, nos acercaremos hasta que oigamos sus pasos tras la pared y a través de ella y con la voz desfigurada, además de por el muro, por un trapo que os colocaréis junto a la boca, le hablaréis de modo que ella crea que es la madre Teresa quien a ella se dirige.