Cerró la puerta a su espalda. Las pestañas de luz daban una iluminación mínima, lo justo antes del umbral de oscuridad. Duncan veía sombras hipnóticas, y la silueta de Sheeana bañada en un suave resplandor naranja. Casi no llevaba ropa, tan solo una vaporosa bata que ondeaba a su alrededor como sedas de especia agitadas por el viento y bajo la que su figura se veía perfectamente.
La maquinaria del mentat empezó a girar y le dio la respuesta más obvia.
—Yo no te he pedido…
—¡Sí, lo hiciste! —
¿Utilizando la Voz conmigo?
—. Me lo pediste, y ahora estás obligado. Sabes que estábamos predestinados el uno al otro. Lo llevas dentro, en tus cromosomas. —Dejó que la leve bata cayera al suelo, y se detuvo ante él, toda curvas y sombras. La débil iluminación resaltaba sus pechos y su piel de miel.
—Me niego. —Se puso derecho, listo para luchar—. Tu imprimación no funcionará conmigo. Conozco las herramientas y las técnicas tan bien como tú.
—Sí, por eso podemos utilizar nuestros mutuos conocimientos para romper la influencia que Murbella tiene sobre ti y destruirla de una vez por todas.
—¿Y hacerme igual de adicto a ti? Me resistiré.
Los dientes de Sheeana brillaron en la oscuridad.
—Y yo contraatacaré. En algunas especies, es una parte importante de la danza de apareamiento.
Duncan se resistía, tenía miedo de hacer frente a su debilidad.
—Puedo hacerlo yo solo. No necesito…
—Sí, sí lo necesitas. Por el bien de todos.
Se acercó, con un movimiento lánguido y a la vez inquietantemente veloz. Duncan extendió el brazo para detenerla, pero ella le cogió la mano y la utilizó para impulsarse hacia él. De lo más hondo de su garganta brotaba una especie de ronroneo, uno de los tonos de imprimación que actúan sobre el inconsciente y activan una respuesta atávica.
Duncan sintió que respondía, que se excitaba. Hacía tanto tiempo… Pero la apartó.
—Los tleilaxu querían que te hiciera esto. Me diseñaron para destruirte. Es demasiado peligroso.
—Tu misión era destruir a una niña desamparada de Rakis, una niña que no tenía defensas contra ti. Y derrocar a una mujer procreadora Bene Gesserit, mucho menos experimentada que yo. Si hay alguien en el universo capaz de enfrentarse al gran Duncan Idaho, soy yo.
—Tienes la vanidad de una Honorada Matre.
Como si hubiera sentido un latigazo de ira, Sheeana le sujetó la cabeza por detrás hundiendo los dedos en el pelo negro y tieso y atrajo su rostro hacia ella. Lo besó con fiereza, pegando sus pechos contra el pecho desnudo de él. Sus dedos tocaron grupos de nervios en su cuello y su espalda, provocando una respuesta instintiva. Por un momento Duncan se quedó paralizado. El beso hambriento y furioso de Sheeana se hizo más suave. Duncan respondió, indefenso… quizá con más ímpetu del que ella esperaba.
Duncan recordaba todo aquello de la primera vez que la honorada matre Murbella trató de someterle. Y él había vuelto las tornas utilizando sus propias capacidades sexuales. Aquella soga lo había tenido ahogado durante tantos años… ¡No podía dejar que volviera a pasar!
Intuyendo peligro, Sheeana trató de apartarlo. Le golpeó el hombro con fuerza, pero él le sujetó la mano y le pegó. Los dos rodaron por las sábanas revueltas de la cama, peleando, abrazándose. El duelo acabó en una agresiva sesión de sexo. Una vez se desataron las aguas, ninguno de los dos tenía elección.
En numerosas sesiones clínicas de entrenamiento en Casa Capitular, Duncan había instruido a Sheeana en aquellos mismos métodos, y ella a cambio le había ayudado a pulir a incontables machos Bene Gesserit que luego soltaron como minas de tierra sexuales contra las Honoradas Matres. El caos que aquellos hombres provocaron sumió a las rameras en un frenesí aún mayor.
Duncan se encontró utilizando todo su poder para doblegarla, igual que hacía ella con él. Los dos imprimadores profesionales colisionaron, utilizando sus capacidades en una batalla. Duncan luchaba del único modo que sabía. Un gemido escapó de su garganta, y formó una palabra, un nombre.
—Murbella…
Los ojos azul especia de Sheeana se abrieron de golpe, y a pesar de la oscuridad, al mirarle le quemaban.
—Murbella no, Murbella no te quería. Y tú lo sabes.
—Tú… tú tampoco. —Luchó por hacer salir las palabras siguiendo el compás de su cuerpo.
Sheeana trató de alcanzarlo y Duncan estuvo a punto de sucumbir bajo la poderosa marea de su sexualidad. Era como si se estuviera ahogando. Incluso su concentración de mentat se había reducido a una distracción cegadora.
—Si no es amor, Duncan, es el deber. Te estoy salvando. Salvándote.
Después, quedaron tendidos, juntos, jadeantes y sudorosos, tan agotados como debía de quedar Miles Teg después de someter su cuerpo a aquella aceleración increíble. Duncan intuía que el cortante hilo de su interior por fin se había roto. Su conexión con Murbella, tensa y mortífera como una hebra de hilo shiga, ya no dominaba su corazón. Se sentía cambiado, notaba una vertiginosa sensación de libertad, y de deriva. Como dos inmensos cargueros de la Cofradía, él y Sheeana habían coincidido con una fuerza inexorable y ahora se separaban para seguir rumbos distintos.
Duncan yacía abrazado a Sheeana; ella no hablaba. No hacía falta. Estaba agotado, perplejo… estaba curado.
Creamos la historia para nosotros mismos, y tenemos una gran afición por participar en grandes epopeyas.
Instrucción básica Bene Gesserit,
Manual de adiestramiento para acólitas
Eran unas embarcaciones extraordinarias, miles y miles alineadas sobre un mar rojo vino. Por encima de sus cabezas, el tono plomizo del cielo creaba una apropiada atmósfera de guerra. La imagen representaba una flota como jamás se había reunido en toda la historia.
—Imponente, ¿no crees, Daniel? —La anciana estaba en pie sobre las tablas gastadas del embarcadero, sonriendo, y miraba a través de aquella extensión de aguas imaginarias a las naves de diseño antiguo, galeras de guerra griegas con afiladas proas y ojos furiosos pintados en ellas. Los trirremes estaban atestados de largos remos accionados por hordas de esclavos.
Sin embargo, el anciano no parecía impresionado.
—Tus símbolos pretenciosos me cansan, Mártir mío. Siempre me han cansado. ¿Estás sugiriendo que tu rostro es digno de lanzar un millar de embarcaciones?
Ella dejó escapar una risa seca.
—No me considero de una belleza clásica, ni tan siquiera me considero particularmente femenino o masculino. Pero sin duda verás que estos acontecimientos se asemejan a los del inicio de la epopeya de la guerra de Troya. Pintemos una imagen apropiada para conmemorarlo.
El objetivo que buscaban tan desesperadamente —la no-nave errante— había vuelto a escapar de la aparente certeza de una trampa preparada con esmero. Seguían sin tener aquello que las predicciones decían que necesitaban.
Con impaciencia y arrogancia —rasgos decididamente humanos, aunque jamás lo habría admitido—, el anciano había decidido lanzar su inmensa flota de todos modos. Aplastar todos los planetas habitados de la Dispersión y los mundos del Imperio Antiguo llevaría su tiempo. Esperaba que, para cuando Kralizec se acercara al final, ya tendrían lo que necesitaban. No había ninguna razón lógica para demorar la campaña.
El anciano miró las galeras simbólicas de madera que se apiñaban en el mar falso hasta el horizonte. Con las velas plegadas, las embarcaciones se mecían y crujían suavemente con el oleaje.
—Nuestra flota es miles de veces más importante que el puñado de botes que se utilizaron en aquella vieja guerra. Y nuestras naves son infinitamente superiores a su tecnología primitiva. Nosotros vamos a conquistar el universo, no un planeta o un país insignificante que ya casi nadie recuerda.
Transfigurada por el espectáculo que había creado, la anciana dobló sus piernas huesudas para sentarse en el embarcadero.
—Siempre has sido tan enloquecedoramente literal que las metáforas te superan totalmente. La guerra de Troya sigue siendo uno de los conflictos más decisivos en la historia de la humanidad. Todavía hoy se la recuerda, aunque han pasado decenas de miles de años.
—Y se recuerda básicamente porque yo conservé los archivos —dijo el anciano con un bufido—. Ante nosotros tenemos el Kralizec, no una simple escaramuza entre ejércitos bárbaros.
Una piedra apareció en la mano de la anciana, y la arrojó al agua con un fuerte chapoteo. Las ondas desaparecieron rápidamente entre las olas.
—Incluso tú deseas cimentar tu lugar en la historia, ¿no es cierto? Describirte como un gran conquistador. Y para eso hay que prestar atención a los detalles.
El anciano permaneció rígidamente a su lado, evitando la informalidad de sentarse en el suelo.
—Cuando tenga mi victoria, escribiré toda la historia que quiera.
La anciana hizo un esfuerzo mental adicional y las galeras ilusorias de guerra cristalizaron hasta el punto de que en las cubiertas aparecieron unas diminutas figuras a modo de tripulación.
—Ojalá los adiestradores hubieran logrado atrapar la no-nave.
—Los adiestradores han sido castigados por su fracaso —dijo el anciano—. Y mi confianza sigue intacta. Nuestra reciente… conversación con Khrone tendría que haberle ayudado a clarificar sus prioridades.
—Menos mal que no le mataste y desbarataste sus planes con el ghola de Paul Atreides. Ya te he prevenido en otras ocasiones contra la impetuosidad. Mientras no está todo ligado nunca hay que eliminar por completo otras posibilidades.
—Tú y tus estúpidos tópicos.
—Yo siempre en la brecha —replicó ella.
—¿Por qué te tomas tantas molestias por estudiar a los humanos si nuestro objetivo es destruirlos?
—Destruirlos no. Perfeccionarlos.
El anciano meneó la cabeza.
—Y luego dices que yo me propongo tareas imposibles.
—Es hora de atacar.
—Al menos en algo estamos de acuerdo.
Ella hizo una ligera señal con su mentón afilado. Los comandantes con el pecho desnudo que se encontraban en la proa de los trirremes gritaron órdenes. El sonido de pesados tambores de guerra empezó a resonar por los miles de naves griegas, completamente sincronizadas. A cada lado de las naves, las tres hileras de remos se levantaron a la vez, descendieron al agua y empujaron.
Detrás, allí donde los bordes del océano imaginario se desdibujaban y empezaba la realidad, las líneas definidas de una ciudad alta y compleja se resistían al efecto suavizador de la bruma marina. La inmensa metrópoli viva se había extendido por todo el planeta y por varios planetas más.
Cuando las naves de guerra se alejaron, cada una simbolizando un grupo de batalla, las imágenes cambiaron. El mar se convirtió en un océano negro e infinito de estrellas.
El anciano sonrió con satisfacción.
—Ahora la incursión avanzará con mayor vigor. Una vez empiecen los combates reales, no permitiré que malgastes tiempo, energía ni imaginación en esta clase de espectáculos.
La anciana agitó los dedos, como si quisiera ahuyentar a un insecto molesto.
—Mis entretenimientos cuestan muy poco, y jamás he perdido de vista nuestro objetivo. De una forma o de otra, todo cuanto hacemos y vemos tiene un elemento ilusorio. Simplemente, nosotros decidimos qué capas descubrimos. —Se encogió de hombros—. Pero si insistes en acosarme por este asunto, por mí perfecto, podemos volver a nuestras formas originales cuando tú quieras.
En un abrir y cerrar de ojos, las imágenes desaparecieron y los dos se encontraron en medio de una inmensa ciudad caleidoscópica.
—Hemos esperado quince mil años para esto —dijo el anciano.
—Sí, es verdad. Pero para nosotros tampoco es tanto, ¿verdad?
Ver no es lo mismo que saber, saber no es lo mismo que prevenir. La certeza puede ser tan mala como la incerteza. Cuando no conoces el futuro, tienes más opciones a la hora de reaccionar.
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Las doradas cadenas de la presciencia
El Oráculo del Tiempo se mantenía al margen. Ella existía desde antes de la formación de la Cofradía Espacial, y en los milenios subsiguientes había visto crecer y cambiar a la raza humana. Había visto sus luchas y sus sueños, sus aventuras comerciales, los imperios que aparecían y las guerras que los hacían desaparecer.
En su mente, en el interior de su cámara artificial, el Oráculo había visto el extenso lienzo del universo infinito. Cuanto más amplios eran sus horizontes temporales, menos importantes eran los individuos o los hechos aislados. Sin embargo, algunas amenazas eran demasiado graves para no hacer caso.
En su búsqueda incansable, el Oráculo del Tiempo había dejado a sus hijos navegadores atrás para poder continuar con su misión en solitario, mientras otras zonas de su vasto cerebro consideraban posibles defensas y métodos de ataque contra el gran y antiguo Enemigo.
Se lanzó deliberadamente al universo alternativo y alterado donde había encontrado y rescatado a la no-nave hacía años. El Oráculo navegó en aquel extraño cenagal de leyes físicas e información sensorial invertida, aunque ya sabía que Duncan Idaho no habría vuelto. Su no-nave no estaba en aquel universo.
Con un pensamiento, volvió al espacio normal. Allí encontró los hilos incorpóreos unidos a través del vacío, un entramado de extensas líneas y conductos que el Enemigo había creado. Los hilos de la red de taquiones se extendían más y más lejos, buscando, como los zarcillos de una mala hierba insidiosa. Durante siglos, el Oráculo había seguido los diferentes hilos de la red en sus giros aleatorios.
Viajó por uno de aquellos hilos, de una intersección a la siguiente. Si los seguía el suficiente tiempo, algún día llegaría al nexo del que todos emanaban, pero las piezas aún no estaban en posición, aún no había llegado el momento de la batalla. Seguir la red de taquiones no le ayudaría, ni le llevaría tampoco hasta Duncan Idaho y la no-nave. Si la red hubiera encontrado la nave perdida, el Enemigo ya la habría capturado. Por tanto, era evidente que tenía que buscar más allá de la red.
Elevándose a la velocidad del pensamiento, el Oráculo pensó con asombro en la sorprendente capacidad de la nave para evitarla, y sin embargo ella conocía muy bien el poder personificado en un kwisatz haderach. Y aquel en concreto, por su destino, era más poderoso que cualquiera de los anteriores. Las profecías así lo decían. Cuando se miraba desde una perspectiva lo bastante amplia, sin duda la historia estaba predeterminada.